Leonard Cohen – Pabellón Príncipe Felipe (Zaragoza)
Dicen las malas lenguas que las dificultades económicas son las que obligaron a Leonard Cohen a embarcarse en esta gigantesca gira mundial, incluyendo diez paradas en nuestro país. El caso es que tras publicar el disco y DVD en directo Live In London (BMG, 09), el canadiense -que cumplirá 75 años en unos días- ha salido a la carretera para pasear con total integridad una obra tan inmortal y personal que casi da miedo.
El artista regresaba a Zaragoza tras su actuación de 1985, para acometer su séptima fecha en España, y debo reconocer en este mismo momento que me resulta complicado relatar en unos pocos párrafos la inolvidable mezcla de sentimientos, emoción y respeto que sentí la noche del pasado martes. Las siguientes líneas serán, por tanto, un seguramente improductivo aunque voluntarioso intento de transmitir lo que allí se vivó y sobre todo sintió.
Camisa abotonada hasta el cuello, impecable traje y sombrero a juego. El hombre de la voz cavernosa, más profunda e hipnótica que nunca, aparecía ante unas tres mil personas sólo unos minutos después de la hora marcada. Sonríe, saluda y comienza la actuación con “Dance Me To The End Of Love”, para hacer a continuación majestuosas paradas en composiciones como “Ain´t No Cure For Love”, “Everybody Knows” o “In My Secret Life”, aunque sería desmesurada injusticia destacar un tema sobre los demás.
Rodeado de una elegante e impecable banda diseñada a medida, las canciones toman una nueva dimensión, embaucadora y sutil. Resulta además que Cohen venera a sus músicos y no escatima reverencias que lo certifican, orgulloso de la calidad que atesoran. En primera línea destaca la aportación del zaragozano Javier Mas, todo un virtuoso de las cuerdas que acomete por igual guitarra española, laúd o bandurria, acompañando siempre al tenue vocalista en la perfecta mezcla de música y poesía.
Tras el intermedio, poco sospechábamos que la segunda parte lograría superar a su antecesora. Pero comenzar con “Tower Of Song”, seguir con “Suzanne” y continuar con “Sisters of Mercy”, terminó por desbordar a cualquiera que albergue un alma dentro. Así cuando Cohen miro al techo del pabellón para entonar los primeros versos de “Hallelujah”, ya no hubo enmienda posible. Las lágrimas corrían, la piel se declaraba en rebeldía, el nudo de la garganta se agrandaba y sólo quedaba agradecer el privilegio de encontrarnos justo en aquel lugar en ese preciso instante.
“I´m Your Man” y “Take This Waltz” cogían efectivamente el relevo, manteniendo la honestidad imperante. En algún momento perdí la cuenta del número de veces que el poeta abandono el escenario adornándose con un gracioso baile, para volver sólo unos segundos después y continuar recitando sus textos disfrazados de canción. “So Long, Marianne”, “First We Take Manhattan”, “Closing Time”, hasta llegar a las definitivas “I Tried To Leave You” y “Whither Thou Goest”, tras la que nuestro anfitrión se arrodilló por enésima vez, agradecido y radiante. Un mito, tan inconmensurable como encantadoramente terrenal, del que seguramente disfrutamos por última vez sobre un escenario.
Cuando las luces se encendieron, aparecieron incontables ojos vidriosos acompañando satisfechas sonrisas. Seguramente más de los que nunca antes había visto tras un concierto. Porque durante ciento ochenta minutos Leonard Cohen nos había regalado una treintena de canciones, haciéndonos creer que nosotros mismos formábamos parte de la historia de la música. Sólo por estar allí. Viéndolo. Escuchándolo. Sintiéndolo hasta los huesos.