Conciertos

Niños Mutantes – Sala Boogaclub (Granada)

El pánico escénico no debería ser un mal habitual en el ánimo de quienes se saben triunfadores de antemano, por muchas precauciones que siempre deban tomar y meticulosos preparativos que hayan dispuesto para prevenirlo. Jugar en casa, para algunos más que para otros, puede convertirse la mayoría de las veces en sinónimo de tranquilidad y confianza. Pero de sabios es prevenir, y a ello dedicaron los días previos a su comparecencia doméstica estos cuatro músicos que sabían lo que se jugaban y lo que podían perder si el concierto más íntimo que han dado en los  últimos meses hubiera resultado un inesperado fiasco. Nada de eso nos preocupaba en absoluto, pues ya teníamos constancia de la solvencia en vivo de una de nuestras bandas de cabecera, unos pequeños clásicos de nuestra discoteca que acaba de grabar sus dos mejores y más significativos discos -y ahora es el turno de los que, imbuidos del espíritu más militante, reniegan de ellos y les llaman «vendidos», el lugar común de quienes son incapaces de entender los peajes del inmovilismo y/o abrir la ventana a cualquier brisa de aire fresco en su acogedora atmósfera-. Más de quince años capitaneando una escena que cada día gana más adeptos y pierde más etiquetas garantizan muchas cosas, entre ellas un impecable repertorio, minuciosamente elegido y restaurado para la ocasión.
Otra de sus virtudes es que son plenamente conscientes de que tienen canciones para llenar un recinto de cualquier característica. Las hay íntimas, como «Mejor morir de sed que ir a lo fácil», aptas para bajar la intensidad entre tanto fervor; implicadas con la época en la que fueron compuestas, como «Caerán los bancos» (tal vez uno de sus nuevos himnos); individualistas, como «Isabelita» (la reivindicación de su primer trabajo, el espléndido «Mano, parque paseo», hizo de la noche algo definitivamente especial); olvidadas por su público más reciente («En avión»), y por supuesto inconfundibles y convertidas casi en seña de identidad («Errante» tenía que cerrar, y así fue, la primera parte de la actuación, para que el apetito se renovase en la prórroga). La excusa de un concierto semiacústico les hizo mirar atrás sin ira para recuperar un tema perdido «En algún sitio, en algún lugar», justo entre los surcos de otro gran álbum como «Sol de invierno» y darle un inesperado protagonismo al injustamente tratado «Todo es el momento», en sus propias palabras la superproducción por excelencia de Niños Mutantes. Allí se comprimían algunas de sus canciones más trabajadas y una radical apuesta por la continuidad de un grupo que en el momento de su grabación albergaba más de una duda. Y sonaron radiantes en su nuevo disfraz «No sabes estar bien», «No sabías que era tu oportunidad», «Ayurveda» (sorprendentemente el mejor momento de los bises), «No puedo más contigo» (un tema que debería estar en un hipotético top ten de su discografía) y sobre todo una desnudísima «Sapos y culebras», con Juan Alberto Martínez a pecho descubierto, apenas guitarra acústica y voz para introducir al resto de la banda. Migue Haro al bajo subió los graves hasta el cielo de la sala, Nani Castañeda varió el habitual rumbo de su aparato percutor para dar más empaque al adaptado set list y Andrés López, presentado como «el hombre que trajo la música a Niños Mutantes», intercambiaba guitarras consigo mismo y confirmaba su enorme polivalencia a las seis cuerdas. La alineación titular abría así «La puerta» y se presentaba como solía, como unos «Náufragos» que salen una y otra vez a flote a fuerza de trabajo y canciones como puños. Antes habían allanado el camino con «Las horas perdidas» (la conexión con, para muchos, el mejor tramo de su carrera, la época de los singles recopilados en «Canciones para el primer día en la tierra») y habían abierto fuego con «Florecer», otra joya a la que dar nuevo lustre con cada relectura.
La parada en «Las noches de insomnio», probablemente su mejor disco hasta la fecha, fue tan obligada como de costumbre, con «Las chicas en bikini» cobrando protagonismo acústico y «La voz» perfilándose como la despedida perfecta. Y lo más reseñable del peculiar abordaje a su última entrega fueron las nueva formas de «Querer sin querer» y «El miedo», lógicamente sin los vientos originales pero con el doble de entrega.
Esta podría haber sido la corona, el broche de oro a una gira triunfal (llenar salas de doscientas personas hoy día puede considerarse un triunfo) confeccionado a mano y en casa, pero aún quedan algunos naufragios a los que sobrevivir y muchos testigos más de su lustrosa supervivencia. Será en Madrid, en la emblemática Joy Eslava, donde pongan en unos días los créditos finales a una película que comenzó hace más de un año y que solo ha significado la prolongación de un guión escrito bastante tiempo atrás y al que la sangre granadina de Niños Mutantes ha dado vida y riego continuo. No es la primera vez ni, a buen seguro, será la última que asistamos a tan espléndida demostración de vitalidad.

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