Raphael – Teatro de la Axerquía (Córdoba)
Ser una estrella es lo que tiene. Hablan de ti, mejor o peor, pero hablan y no paran. Nadie se detiene a leer lo que han escrito sobre tu vida y tus canciones, y menos aún a escuchar esas que varios miles de personas cada noche corean sin que la diferencia generacional tenga la menor importancia. Ni siquiera interesa el hecho de que tu nombre figure como cabeza de cartel en uno de los festivales de más postureo (perdón, quería decir de mayor asistencia) de los que inundan la oferta veraniega ofreciendo en la mayoría de ocasiones más de lo mismo. Al discutible lema de «yo soy más indie que nadie» se apuntaron muchos de los que solo lo son por fuera, y a veces ni eso. Claro que aquí cabría preguntarse qué es la dichosa independencia y cuáles son las reglas para entrar en su solicitado club. Pues eso, que la importancia de un artista solo tiene que ver con su obra y nunca con juicios de valor, opiniones sesgadas y prejuicios atávicos. Esa es la lección teórica que debimos aprendernos antes de pasar a la práctica, mucho más entretenida y esclarecedora. El resumen de la experiencia bien podría abrumar al no iniciado, tanto en el bueno como en el mal sentido, pero afortunadamente íbamos preparados para una clase de características muy concretas. Ser y llamarse Raphael es lo que tiene.
Apoyarse en una banda impecable es otro tanto a favor. Unos músicos que ejercen de expertos profesionales en la recreación de unas canciones que fueron compuestas incluso antes de que alguno de ellos naciera. Tampoco conocerán a Manuel Alejandro, el tutor musical de su jefe, y a lo mejor se emocionan por primera vez en su vida tocando los temas que les gustan a sus madres y abuelas. Todo es posible cuando aparece en escena la sombra de un brujo inmortal nacido en Linares y su figura perpetua empieza a contonearse en señal de agradecimiento. «Si ha de ser así», canta él, mejor que sea cuanto antes y en posición de disfrute. Asombra comprobar el porte regio de alguien que atesora arrugas de más de medio siglo de actuaciones y la vehemencia con la que recuerda al astro del pop que un día fue, porque guitarras, bajos, baterías y teclados, con el piano siempre inundando el caudal de su voz, se prestan a que revivamos dicha impresión como si de verdad hubiésemos estado allí en su momento. Pero el día, la noche y el lugar eran aquí y ahora. 3.500 almas, con diferentes grados de nostalgia y equivalentes gramos de curiosidad, solo podían seguir pasmados ante el espectáculo. Ni la excesiva gesticulación que aún acompaña a magníficos himnos como «Mi gran noche», con sus habituales pases de baile, «Digan lo que digan» y «Maravilloso corazón» ni el recogimiento histriónico que hace más excesivas las impresionantes «Qué sabe nadie», «Cuando tú no estás» y «En carne viva». Apoyarse en un repertorio inigualable suma muchos puntos a favor.
Del joven superdotado que cantó en Eurovisión con el alma en el puño de un país sumido en la oscuridad queda el grito de esperanza de «Hablemos del amor», aun con las mermas del tiempo y el espacio; del gesto despechado y esquizoide del intérprete extremo resta el gemido de «Detenedla ya»; del divo amable y cercano colea el estribillo de «Estar enamorado»; del orgullo de quien se reivindica día tras día y obstáculo tras obstáculo nace «Gracias a la vida», que en sus manos recobra el brillo que se le niega a los clásicos manidos; y de tanto cantarle al amor y al desamor (el leit motiv de la enésima gira es precisamente ese) parece que otra piedra de toque del sentimiento descarnado como «Se me va» pudiera perder entidad. Pero no, y hasta el mismísimo Bambino sentiría amenazada su supremacía. Una auténtica «Provocación» para quien fuera a ver por qué se habla tanto de Raphael, ese símbolo rancio de unos tiempos mucho peores, pero no para quienes nos esperábamos un espectáculo tan medido, eficaz y efectista como este. Sin matices peyorativos que valgan. El astro se atreve a coquetear con el rock en «La canción del trabajo» y con el jazz melódico en «Los amantes», y se queda tan a gusto con esa sonrisa que fuerza la alegría que oculta la mayoría de su repertorio. Esas joyas de la corona a las que apela desde casi siempre se transforman cada noche, a cada zancada de falso orgullo que lo aproximan a un perfil terrenal, y en «Estuve enamorado» señala a una inexistente partenaire que hace universal una frase que todos hemos pronunciado alguna vez. Ves cómo se conmueve y se retuerce con los ojos como platos en los versos de «Dile que vuelva» y «Desde aquel día», y no te cansa tanta grandilocuencia. Sorprendente, cuanto menos.
Sí, cuando canta «Yo sigo siendo aquel» es que realmente lo siente así, porque si no se lo cree él, ¿quién se lo va a creer? Aunque le cueste llegar a las cumbres vocales que antes superaba sin aparente esfuerzo y sus interminables paseos no alcancen el recorrido de antaño, le sobran fuerzas para robarle parte de su alma a Carlos Gardel -¿sacrilegio?- en «Nostalgias» y acabar sentado al piano y espantarse de su propia imagen en «Frente al espejo», un momento en que la interpretación es igual de necesaria que el recitado. Y se indigna, increpa al público, hace que nos levantemos sin que nos lo pida nadie y que coreemos estrofas que acabamos de aprendernos, vuelve a irse sin dar explicaciones, deja que su banda se explaye como debe y busca su momento apoteósico con el «Escándalo» que supone nuestra mera presencia ante él.
Rendidos ante un espectáculo que no parece tener final, comprobamos que ya son casi tres horas las que han pasado sin que miremos la pantalla del móvil más que para encender puntualmente la cámara que inmortalizará el gran momento cada quince minutos y que el septuagenario hombre de negro no da señales de cansancio. Es más, creo que podría estar ahí un par de días seguidos sin despeinarse, quitándose la chaqueta y la corbata una y mil veces, y no pediríamos el libro de reclamaciones. Esto, lo que es hoy Raphael más allá de lo que representa, no es en absoluto ninguna broma, y parece mentira que sea ahora cuando esté sacándole todo el partido posible a unas canciones maltratadas desde tiempo inmemorial. Ahora, mientras escribo para describir lo que no se puede describir escribiendo, lo veo de nuevo acercándose, inesperadamente y por la espalda, para susurrar un «Como yo te amo» que ya es más nuestro que suyo. Y la gente, cinco generaciones unidas por un señor que se ha sobrepuesto a todo (debate entre la vida y la muerte incluido) y a todos, le devuelve la frase con un sutil «Ámame» que él, agradecido y engrandecido, convierte en eco hasta la próxima noche. Que será mañana, en cualquier ciudad y con otro público, que es el mismo en esencia.
Quiero ponerme prosaico para terminar la crónica de un triunfo anunciado, por lo que ruego comprensión, ahorrémonos las objeciones por demasiado obvias y vayamos al grano: Raphael es el puto amo.