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101 Sun Festival. Asistimos a la primera edición del festival malagueño

(fotos:Raisa McCartney)

Intro

A un principiante que intenta hacerlo lo mejor posible y de cuya preparación no es aconsejable dudar hasta que la realidad demuestre lo contrario hay que concederle siempre ese beneficio. Las dificultades, la inexperiencia y el despiste se le suponen, pero también las ganas y la buena voluntad.

Hacer extensible todo eso a la organización de un festival veraniego de los que bañan las playas (o casi, en este caso) de nuestro amplio litoral de música conlleva los mismos puntos de vista por la parte del espectador, asistente o juez, e idénticos presupuestos por la de quienes están detrás de los escenarios, mostradores y túneles. En resumen, opinar sobre el debut de un evento como el que nos ocupa, que no es otro que el esperadísimo, por la novedad sobre todo, 101 Sun Festival de Málaga, puede resultar tan ingrato como necesario. No es labor nuestra -o sí, todo puede ser- tirar de las orejas por las posibles fallos, que los hubo, y en honor a ellas dedicaremos el párrafo de despedida, así que dediquémonos a lo que importa, o debería, importar realmente: la música, si es que ese concepto puede ser abordado en toda su grandeza cuando hablamos de este tipo de citas en las que lo habitual es que pase a un segundo o aún más rezagado plano. Hubo de todo un poco en el imponente Estadio de Atletismo de la Costa del Sol, y a eso nos referiremos con la menor objetividad posible. Si alguien piensa que aquí vamos de haters resentidos o de talibanes incondicionales, puede que tengan razón. Ya deberían haberse dado cuenta de que no estamos por la labor de discutir, sino de describir.


 

Viernes 11

Iniciar una peregrinación en torno a media tarde con La Cena no parece lo más adecuado salvo que ésta incluya una dieta estrictamente musical. El primer grupo malagueño del festival aprovechó un sol que no les hizo justicia para presentar unas canciones resultonas, las incluidas en su recomendable y explícito «Canciones para nadie», llenas de arreglos sesenteros y brioso pop para las masas con «Blackjack» o «Bienvenido al mundo» como principales atractivos. Lo intentaron, y deben seguir haciéndolo en vista del más que decente resultado. Además su brevísima actuación solo sirvió de impetuoso inicio a la improvisada pinchada que brindaron Niños Mutantes DJ Set o, lo que es lo mismo, una sesión de pop latino de los cincuenta (versión beat del «Soy tremendo» de los Sírex mediante), clásicos de los que nunca sonarían en una fiesta hipster  (Jeanette y la no menos tremenda «Por qué te vas») y guiños a los colegas más alabados («Ser brigada», presentando respetos a León Benavente) a cargo de Nani Castañeda y Migue Haro, batería y bajista respectivamente de los granadinos, llamados a última hora para cubrir la baja de The Struts, uno de los últimos hypes británicos caídos del cartel por un accidente sin graves consecuencias.

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La improvisación se notó y la indecisa audiencia que a esas horas ya intentaba averiguar cuál sería el mejor emplazamiento para ver a Franz Ferdinand unas horas después se limitaba a dejarse llevar antes de girarse ante el comienzo de la también corta actuación dePolock, valencianos bien armados de melodías que dejaron claro que su nuevo disco, un interesante «Rising up», justifica las buenas críticas y los conciertos que les han llovido en los últimos meses. «Everlasting», seguramente el único tema que los pocos que sabían de su existencia habían escuchado a conciencia, levantó a la sección de público que aún aguardaba su momento de gloria apostada en el césped. «Internet porn», «Freak city» (con un ritmo bailable más que evidente) y la recuperación de «Sometimes», de su primer disco, suscitaron la curiosidad de los escépticos y cambiaron el aceite para la puesta a punto de los siguientes en discordia. Un nombre que ya es casi un sello y que, pese a su aparición en una franja horaria algo complicada, puso definitivamente en pie (a algunos demasiado, tanto como para salir prácticamente huyendo de sus decibelios) a quienes osaron frecuentar su escenario.

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Sí, hablamos de los gallegos universales Triángulo de Amor Bizarro. Su apresurada mezcla de noise, post-rock y punk anárquico no es plato de fácil digestión si no estás familiarizado con un arsenal tan prolijo. No había tiempo ni tal vez era el momento de domesticar algo un sonido tan potente, casi abrumador en algunos tramos, y la saturación apenas dejaba escuchar las letras de «Un rayo de sol», la brutal «De la monarquía a la criptocracia» y la siempre imprescindible «Estrellas místicas». Saben cuáles son sus mejores bazas y las juegan siempre que tienen ocasión, aunque se desmarquen varios cuerpos del perfil de «banda-pop-de-himnos-para-masas-conformistas» al que parece responder de mejor grado una amplia mayoría de público festivalero.

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Tampoco a ese perfil se ajusta el mallorquín Lluis Albert Segura, L.A. en los carteles, jefe de una banda que afila sus flechas en directo pero al que parece faltarle gancho en este tipo de lides. Tienen cancionero de sobra, y tiran de oficio en temazos recientes como «Under radar» o «In the meadows», muestran amplias y buenas influencias en «Older» y dejan en el paladar ese agradable regusto a banda americana (incluso en el deje a lo Eddie Vedder de la voz) que nos resulta tan confortable, pero su discurso resulta irregular a largo plazo. Por eso tal vez les beneficie tocar en condiciones tan concretas, y aún más cuando prácticamente abrían para otro de los «grandes» a los que resulta indiferente la dificultad de la plaza en la que les toque torear.

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Carne de festival desde que ellos mismos decidieron que así sería, Lori Meyers publicaron hace casi un año un álbum de desigual balance. Es cierto que su directo ya no puede ganar más, porque mejorar lo que hacen parece ciertamente complicado, pero la capacidad de sorpresa y la frescura que nos hicieron adorarlos cuando aún eran neófitos en estos berenjenales masivos hace tiempo que desaparecieron. Ahora manejan el repertorio impostando la voz como sucedió en «Corazón elocuente», recuperando -si es que alguna vez los han abandonado- bazas ganadoras como «Dilema», «Luciérnagas y mariposas», «Tokio ya no nos quiere» y «Luces de neón», dándole un innecesario espacio a Anni B Sweet («El tiempo pasará» ni gana ni pierde con su teclado) como si nadie supiera aún que Noni y ella llevan bastantes meses intercambiando algo más que palabras fuera del escenario  o soltando elogios a la geografía local para que la fiesta tenga un carácter más integrador. De su último disco destacan «Emborracharme», «Impronta» y «Huracán», pero los que ejercen de termómetro siguen siendo «¿A-Ha han vuelto?» y «Mi realidad», la dupla con la que cerraron un set list ajustado con precisión milimétrica y sudor, mucho sudor, que de nobles es reconocerles el esfuerzo y la titularidad incontestable en toda alineación musical veraniega que se precie.

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Todo lo contrario a los que les sucedieron al otro lado del estadio, los londinenses y totalmente desconocidos en España Spector, una especie de crisol brit pop con cantante de aspecto nerd a la cabeza y repertorio prescindible (apenas se podría rescatar una resultona «Twenty nothing») y sin gancho. Nos los habían vendido como unos nuevos Roxy Music y pudimos constatar que de atractivos solo tienen el nombre. El título de su debut, «Enjoy it while it lasts» («Disfrútalo mientras dure»), no encontró correspondencia entre un respetable que solo pensaba en el plato principal de la copiosa cena y apenas supo degustar el pobre entrante. Otra vez será, y eso que por referencias les teníamos especial fe.

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«Right thoughts, right words, right action». No siempre es fácil buscar las palabras adecuadas ni adoptar la actitud correcta para contentar a todo el mundo. El disco que continúan presentando Franz Ferdinand ha perdido fuelle a fuerza de repetirse, y de eso tienen ellos gran parte de culpa. Su presencia semiuniformada, sus tics de rock stars, algo que igual no son, y sus forzados saludos en español pueden agotar a algunos que conocieron mejores versiones en vivo de «No you girls», «Evil eye» o «Bullet». Alex Kapranos y sus amigos hoy se aplican a lo suyo en ráfagas sin mordiente, con una «Love illumination» que no precisa aditivos, una excesivamente perfecta «The dark of the matinée» o una aparentemente menor «The fallen» a la que dedican algo de más espacio.

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Claro que siempre sacan los ases que todos suponemos, y por mucho que sospechemos de sus trucos, nunca sabemos en qué momento decidirán darnos gato por liebre y dejarnos sin demasiados argumentos. Esos siguen siendo «Ulysses», «Do you want to» y, claro, «Take me out», dejando más perdido el ritmo de «Outsiders» y viniéndose arriba con las definitivas «Jacqueline» y «This fire».

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Un desfile de profesionalidad sin complicaciones, una banda que ha perdido gas disco a disco y una actitud coherente con los tiempos y las circunstancias. Puede que su tiempo haya pasado o puede que lo mejor esté aún por llegar, aunque creas que lo tienen muy difícil cuando escuchas su extraordinario debut y descubres que las canciones que más te han gustado del concierto son las mismas que más te gustaban antes.

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Con evidentes síntomas de agotamiento y alguna que otra deserción, malagueños y allegados recibieron con más escepticismo del que merecen a unos Havalina a los que alguien debería aconsejar (resituar sería la palabra justa) sobre la conveniencia de tomar parte en este tipo de congregaciones. Por deméritos no es, más bien al contrario, pues su rock pesado y sus trotes instrumentales desprenden hermosura y sus discos son de todo menos aburridos, pero programarlos a unas horas en las que el cansancio por un lado y la fiebre por acabar la noche bailando como merece una cita así no pareció beneficiarles. Con todo y con eso, la evidencia de que son unos músicos competentes y dotadísimos fue constatada una vez más. Las canciones de h fueron resumidas y acondicionadas entre el grueso de una producción que se detiene con placer en «Incursiones» o «La Antártida empieza aquí» para dejarte la sensación de que no quieres escucharlos aquí, sino en otro lugar y ocasión más propicios para la concentración y el disfrute que siempre suelen brindarnos.

Sí, en cambio, era el momento para el lucimiento funk de los franceses Rinôçérôse, un combo siempre eficaz con el curriculum perfecto para cerrar una jornada de trasiego y consumo mínimo impuesto (volvemos a remitir al lector al cierre de esta crónica para el mejor entendimiento de la frase). Sobra decir que los supervivientes que atendieron al show de la pareja abandonaron el recinto convenientemente satisfechos con el discurso apto para el despiporre -bien entendido, no nos escandalicemos- de balazos del calibre de «Cubicle» con los que estos angelitos se transforman a placer en demonios («Angels & Demons» es el nombre del EP que acaban de publicar) y que hollaron un terreno fértil en el que pondríamos los pies apenas unas horas después.


Sábado 12

Volver al recinto principal a primera hora de la tarde solo por saber cómo suena una banda que se ha reunido después de quince años puede ser tan buena idea como buscar la sombra y el refrigerio interior y exterior antes de arrimarse al sol nocturno de los grandes nombres. La misión no era otra que escuchar las canciones incluidas en Parafina, el disco de regreso de los otros malagueños invitados, los Fila India, por quienes el tiempo no parece haber pasado más allá de las barbas y alguna prominencia abdominal. En apenas media hora el objetivo era justo ese, enseñar lo que han grabado, nada más y nada menos que una nueva ración de joyas pop como «Crescendo» y «La hora del baile», por las que ojalá que no pasen otros tres lustros. Para despedirse eligieron «Yo tenía un novio que tocaba en un conjunto beat» de la admirada Rubi y el estribillo final de «Alright» de Supergrass. Un aperitivo que supo a poco, la verdad sea dicha.

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Pero como no hay plato que no pueda ser aderezado a gusto, ahí estaban Grises, con la gimnástica Amancay Gaztañaga apuntando voces y teclados a un conjunto que se debate entre la electrónica de andar por casa y el pop modernista (que no es lo mismo que «modernito») y plantando un «Cactus» en mitad del desierto, por lo elevado de la temperatura a media tarde, para a continuación llamar al siempre efectivo «El hombre bolígrafo», que vino acompañado de su amiga «Wendy» a vendernos un «Plástico eléctrico» que no suena desgastado pese a su excesivo uso. Una banda bien conjuntada, siempre sorprendente y agradecida con el escaso tiempo concedido.

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Con el último acorde de los vascos se situaron al otro lado de la pista sus paisanos We Are Standard, uno de esos grupos que te recuerdan a veces a Happy Mondays, otras a Stone Roses y, para que no todo quede en Manchester, en ocasiones a Foster The People o, al menos, a parte de la producción de los norteamericanos. Han ganado concursos, se han paseado por media Europa y aún les cuesta ser aceptados por el público nacional, y no es porque no les sobren motivos para la empatía. Deu Tkakartegi es además un excelente frontman que gusta de utilizar la ironía para, en este caso, arengar al «tendido sombra» e intentar sobreponerse a las reservas iniciales del grueso del festival que sin embargo terminó entregado al baile inteligente de «Bring me back home», «Love me» y «The good ones» y quedó a la espera de «Something bigger» que, pese a materializarse en sonido, pudo haberse hecho efectivo de haberse prolongado su presencia en escena. Un contraste evidente con la siguiente en comparecer, llamada a protagonizar en principio uno de los conciertos «imperdibles» de esta primera edición del festival andaluz.

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Que no era otro que el de la controvertida Russian Red. Sería conveniente que todos los que leyeran esta crónica hubieran escuchado los comentarios previos y posteriores a su actuación. Del menosprecio injustificado hasta la devoción incondicional, con toda la gama de opiniones intermedias, y todo para apenas cincuenta minutos de bolo en los que el escenario se preparó a conciencia para su indiemucho menos superficial de lo que parece. Las escuchas hacen ganar enteros a las canciones de su última entrega, y «Michael P» y «Casper» se engrandecen pese a la escasa voz de Lourdes. Encima, un contratiempo con el amplificador de su guitarra, que la dejó a medias en medio del concierto, valga la redundancia, le complicó ligeramente la labor a ella y a su banda, aplicada en cualquier caso y aderezada con las anécdotas climáticas que rememoró respecto a su anterior visita a la capital malagueña y una versión con mucha más pegada del delicado «Every day, every night», una perfecta «I hate you but I love you» que podría servir como definición de lo que algunos sentimos hacia su música y el pop simple pero eficaz de «The sun the trees». Su presencia escénica dista ya varios kilómetros de la de aquella chica acomplejada con la que se presentó hace casi una década. Su look y sus convicciones la han transformado en un personaje tremendamente atractivo, y no solo por sus labores artísticas, a tenor de los gritos y frases laudatorias hacia su anatomía que pudimos oir entre las primeras filas.

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Toundra, una banda de rock instrumental en el más amplio sentido del término, puede que sean la cara opuesta a la madrileña. Juegan en una liga bien distinta y son conscientes de que no todo el mundo está preparado para una ráfaga de temas sin tregua dibujados con contundencia y celeridad. Decir que presentaron un par de temas del que será su cuarto trabajo es lo mismo que no decir nada, a menos que uno se haya estudiado el material previo con la suficiente claridad como para distinguir el polvo de la paja. Grandes músicos, pequeños logros los conseguidos al ser incluidos en un cartel donde era complicado que les alcanzara el brillo de las estrellas cercanas.

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No nos referimos precisamente al de The Family Rain, nombre que agrupa a tres hermanos de Bath apellidados Walter que han tenido el reciente honor de telonear a los Rolling Stones y que gracias a su poderoso blues-rock algo deshilachado se han hecho un hueco en el calendario festivalero, en este caso como una de las apuestas «a ciegas» (es evidente que casi nadie los conocía, y eso siempre representa un riesgo para la organización). Por horario y ubicación la afluencia fue ciertamente nutrida y la energía de «Trust me, I´m a genius», por ejemplo, hizo agitar las cabezas en señal de aprobación primero y de diversión después. A lo mejor porque no venía mal escuchar a un trío de estas características antes de meterse en harina de otro costal.

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La que se usa en la cocina de Temples para embadurnarlo todo de tenue psicodelia y melodías que salen a flote entre líneas de teclado, percusión marcial y lírica rabiosa. Son los responsables de uno de los discos del año y de uno de los inicios de concierto más tremendos de todo el festival, con la sensual «Mesmerise» incrustada a fuego en los títulos preparados para su comprimido set y la oscuridad resplandeciente de «Keep in the dark» abrumando a creyentes y no conversos (aún). Muchos ni nos queríamos mover después de quedar boquiabiertos con estos nuevos Tame Impala -si existen las jerarquías, los británicos les comerán el terreno a poco que se descuiden- que cerraron su impresionante presentación con «Shelter song» y cánticos que felicitaban el cumpleaños al líder, James Edward Bagshaw, que probablemente nunca imaginó escucharlos en español y en contraste con su frialdad, todo sea dicho. Sencillamente alucinantes.

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Costó deshacerse de la impresión, pero pese a nuestras dudas, Amaral consiguieron que así fuera. No vamos a entrar en estériles debates sobre lo idóneo de añadir su nombre a unas jornadas eminentemente basadas en los sonidos independientes, ni tampoco discutiremos con los freaks que a pie de escenario se empeñaban en que la voz de la discrepancia se escuchara más que las de los cientos de rendidos fieles (siempre hemos admirado, por lo absurdo de dicho comportamiento, a quienes se acercan a un concierto que no les interesa o se meten en conversaciones ajenas que ni le van ni le vienen solo para expresar su opinión y hacerla pasar por la única válida y verdadera). Ya les respondió la propia banda, con Eva en plenas facultades vocales y Juan Aguirre ejerciendo su habitual papel de escudero infatigable. En uno de los cuatro únicos conciertos que ofrecerán este año antes de publicar nuevo material, el paseo por sus grandes éxitos era inevitable. «Kamikaze» y «Esperando un resplandor» recuerdan a los sordos de vocación que Amaral es hoy lo que ha sido siempre: una banda de rock.

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Con concesiones, sí, como «Días de verano», «Moriría por vos» o «El universo sobre mí», pero sin dejar de mirar de reojo a la Velvet Underground, Television, los Beatles y sobre todo a David Bowie, cuyos «Heroes» siguen homenajeando tras el estribillo de «Revolución». Una cantante espectacular, unos músicos reclutados de los mejores estudios británicos (Chris Taylor al bajo), la historia reciente del pop hispano (Toni Toledo a la batería) y el indie de los noventa (Jaime García Soriano, ex Sexy Sadie, a la segunda guitarra) y una actitud guerrera y confiada. Las intensas «Antártida», «Estrella de mar», «Montaña rusa», «Hoy es el principio del final», «Van como locos», «Hacia lo salvaje» contrastan con las más lejanas «Cómo hablar», «No sé qué hacer con mi vida», «Salir corriendo» pero también con los inéditos que ensayan en vivo antes de darles la vuelta definitiva.

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Del conocido y polémico «Ratonera» ya se ha escrito lo suficiente, y de «Unas veces se gana y otras se pierde», con Aguirre a los teclados, deberíamos empezar a hacerlo. Lírica y melodías de primera, otro gancho ganador que escucharemos oficialmente en breve. El forzado bis (fueron el único grupo al que se lo permitieron) con «En solo un segundo» funcionó más como resaca de todo lo anterior que como subidón final, pero a ellos les sirve. A nosotros, de momento, también.

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No era demasiado tarde pero tampoco demasiado temprano. Había que estar muy fino para apreciar la densidad de la música deBlack Rebel Motorcycle Club, una banda que no suele ponerlo nada fácil al oyente. En directo, asombra ver tocar la batería a una chica, Leah Shapiro, con la precisión de un robot programado en modo aleatorio. Ella es el aceite de un motor engrasado permanentemente, que arranca y se detiene sin el menor chirrido en «666 conducer», un viaje al centro mismo de la perversidad. Son solo tres músicos, pero suenan como un ejército ante el que cabe preguntarse justamente «Whatever happened to my rock and roll» sin que la respuesta nos importe en absoluto. Una banda a redescubrir con paciencia y conciencia, que recargaron las pilas de gran parte de un público con la batería baja y se marcharon con la misma rotundidad tocando «Spread your love» e incitando al colectivo a seguir practicándolo.

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Amor a la música, eso es todo lo que necesitamos para seguir adelante. Y mucho de eso hizo falta para aguantar todo el concierto de Crystal Fighters, por lo farragoso en sí de su propuesta y porque el sonido no se alió precisamente con ellos. Saltos, coros, parafernalia estética y despreocupación por las canciones parecen ser razones justificadas para aceptar un infierno sonoro que la mayoría decidió pasar por alto. Los temas de «Cave rave» son más de lo mismo, un crisol sin aparente orden ni concierto que sin embargo funciona a las mil maravillas en directo. Cuenta en gran medida la devoción de los fans, claro, y las facciones musicales de una banda capaz de disimular con brillantez las carencias de temas poco inspirados. Fue el telón de colores esperado, el cerrojo a un estadio que desde ya se prepara para la invasión que recibirá el próximo año.

Lo de Kill The Hipsters, unos djs ibicencos a los que por cortesía de las autoridades (in)competentes se les concedió apenas un cuarto de hora para intentar retener a las buenas gentes que aún vagaban por allí a horas tan impestivas, es difícilmente comprensible. El sueño y las ganas de irse a casa parecían primar en el ánimo del personal encargado de los controles y les aplicaron, desgraciadamente para ellos, la ley del mínimo esfuerzo. En resumen, que si se hubieran borrado del cartel, pocos se habrían enterado. Era momento de retirarse, coger el último impulso y despertar a tiempo para acudir a La Térmica, el centro cultural donde el sol del mediodía dominical pondría el punto final a una bonita historia que pudo serlo aún más.


Domingo 13

Otro precioso detalle de la autoridad, o eso nos contaron: adelantar una hora todos los conciertos previstos y forzar a la organización a anunciarlo durante la tarde anterior, con la lógica consecuencia de la escasa asistencia a las primeras actuaciones. Casi en familia tocaron Maine Coon, el nuevo proyecto, e igualmente escaso de fortuna, de la ex Carmen Virus (hermana de Manolo García para los más allegados) con idénticos presupuestos y junto a la respetable guitarra del alemán Andreas Bräunig. Potenciando los tiempos acústicos, en solo veinte minutos resultó imposible digerir la por otra parte enorme sencillez de «Turquesa» y la ingenuidad de «Me siento igual que un perro sin collar». Aparte de todo esto, una persona encantadora que sigue intentándolo con la ilusión del principiante.

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Una de las revelaciones del último lustro en festivales, circuito de salas y discos de debut eran los segundos en discordia. El calor ya hacía estragos, y el mérito de estos sevillanos fue directamente proporcional a sus inmisericordes rayos. «Mi primer atraco» significa solo eso, el asalto inicial a un panorama pop saturado de oportunidades a la vez que necesitado de savia nueva cada año. Influencias reconocibles (Second quizás como una de las más claras) y color en la voz de Javier Valencia, y una pena que les tocara subirse al estrado en tan adversas circunstancias.

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Las mismas que acompañaron a la incipiente Nora Norman, de la que todavía ignoramos si se convertirá en la realidad que por momentos apunta o se quedará en el acostumbrado bluff de revista de temporada. Conocida por los vídeos que colgaba en youtube y sin disco largo que vender, se apoya en versiones de Robyn («Dancing on my own») y Michael Jackson (afortunadísima  aproximación a «The way you make me feel») para dar a conocer su soul de andar por casa, cantado con voz melindrosa y completado con una imagen de lo más cool. La chica brilla en los chispazos rítmicos de «Feel what I feel» y la contención de «Dust», que hacen presagiar gozosas escuchas a no muy largo plazo.

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A medida que el personal se desperezaba  y acudía tímido pero seguro al recinto menor, la temperatura no solo se elevaba en los termómetros. Smile, los amigos más country de Getxo, se erigieron en insospechados protagonistas del programa matutino. Cantaron a la libertad en «Do as I want to», plantearon un divertido juego con el que sería posible incluir los nombres de cualquier multinacional de las gasolineras en una canción de los Beatles y a su habitual recurso de «All we need is love» añadieron una intro a capella antes de bajar a mezclarse con la parroquia para entonar «Give me back» y recibir el mayor aplauso en lo que llevábamos de día. Tienen tablas, sí, y un par de discos apañadísimos.

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¿Queríamos saber lo que es sudar con sumo gusto a las tres de la tarde? Sí. ¿Necesitábamos que una dama negra rodeada de varios músicos blancos nos explicaran detalladamente lo que es bailar sin querer? Claro. ¿Conocíamos a Lisa Kekaula en cualquiera de sus múltiples encarnaciones? Por supuesto. ¿Alguien se acuerda de The Bellrays? Ahí lo tienen. Con una base más asentada en el rock y unos The Lips que cambian de piel y apariencia según lo demande el guión, Bob Vennum secunda a esta impresionante mujer que ejerce sabiamente de maestra de ceremonias entre una explosión de vientos, bajos inundados de funky irresistible y mucho y extraordinario groove. Su amor por nuestro país es tal que después de grabar estas diez canciones en Madrid, la buena de Lisa se embarcó en una gira que empieza a prolongarse para nuestro regocijo. Fuerza y corazón en «Stop the dj», explosión de negritud en los teclados de «You might say» y exhibición total en «Come back to me».

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El resumen perfecto de una trayectoria a la que los programadores parecieron faltar al respeto por permanecer fieles a la premisa no escrita de «al indie lo que es del indie», a la que daban ganas de responder con un «lo que se están perdiendo muchos». Afortunadamente, nosotros no fuimos de esos, aunque sí deberíamos ser cronistas de los últimos en discordia, la sorpresa que figuraba en el programa camuflada bajo signos de interrogación y que hizo ganar varias apuestas: Dorian.

Prometemos que la próxima vez no se nos escaparán, pero nos cuentan que estuvieron muy lejos de fracasar, lo cual sospechamos desde el primer anuncio de su presencia. Lo que sí pretendíamos comentar al inicio de este reportaje es lo siguiente, y con esto concluimos.

Es incomprensible que en cualquier local, recinto o instalaciones lúdico-recreativas te obliguen literalmente a cambiar 10 euros (los abonos ya costaban otros 59) como mínimo en la moneda local, bautizada como token, para invertirlos en algo como la hidratación y el sustento. Si tenemos en cuenta que cualquier pieza comestible costaba otro mínimo de 4 euros, el consecuente negocio está asgurado. El lógico recurso de venirse comidos de casa (ejem…) o recurrir al condumio envuelto en papel de aluminio se verá ampliado en próximas ediciones de persistir en semejante desatino.

Por otro lado, el desbarajuste en las colas para entrar a los insuficientes baños se solucionó levemente en la segunda jornada, acierto de una organización que, atinó plenamente en la alternancia de conciertos en ambos escenarios y apeló a la puntualidad como signo de distinción de otras citas similares. Para todo debe haber una primera vez, y esperamos que falte justo un año para que haya una segunda para nosotros.

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