Mono + Helen Money – Teatro Barceló (Madrid)
Nueva cita fascinante con el mejor rock instrumental de amplio calado emocional dentro del ciclo Sound Isidro. Si hace poco vibrábamos por todo lo alto con Russian Circles, tocaba ahora sucumbir con los cincos sentidos ante el huracán de sentimientos que supone enfrentarse a un directo de Mono.
Si bien es cierto que en estudio hace años que no consiguen seducirnos como antaño, la exhibición de talento, pasión, solemnidad y sutileza infinitamente embriagadora de la pasada noche en Madrid atestigua la infalibilidad de los japoneses sobre un escenario; su directo carece de fisuras y es un auténtico viaje del que siempre nos cuesta regresar, a la altura de muy pocos –Sigur Rós se me ocurre a bote pronto-.
Abrió la velada Helen Money. Armada de su chelo y de una pedalera con la que transformaba y retorcía el sonido que salía de sus cuerdas, la norteamericana cuajó una propuesta agreste y exigente, dirán unos; o bien un soporífero coñazo que no llevaba a ningún sitio, dirán otros.
El caso es que, más allá de lo acostumbrados o receptivos que nos encontráramos ante ella, labró un nuevo ejercicio de terror en el que zambullirnos en la inestabilidad incomprensible de estos tiempos.
La seriedad artística es un valor que siempre he reivindicado en los artistas: lograr a través de su halo posicionarse en una especie de limbo tan cercano y lejano a la vez, algo inmaterialmente majestuoso que, sin embargo, está ocurriendo a unos centímetros de ti. Eso es Mono. Una sensación en sí misma, un suspiro profundo que crece y crece hasta asfixiarnos. Una vez más lo pudimos comprobar, tanto los que nunca habían acudido a la experiencia como los que ya llevamos unas cuantas sobreviviendo ventricularmente a su experiencia mientras la vida nos da y nos quita, trascurre a nuestro lado, casi sin pertenecernos, pero sin dejar de acompañarnos.
Poco importa que sus dos recientes discos del año pasado, Rays of Darkness y The Last Dawn, estén lejos de su grandes logros; o que For my parents (12) resultara, a la larga, casi hasta un trabajo autoparódico -; o que no posaran su vista más atrás de su, válgame la redundancia, inmortal Hymn to the immortal wind (09); o, ya puestos, que, inexplicablemente, una mano misteriosa borrara de su interpretación esa noche «Halcyon (beautiful days)», tal y como estaba anunciada en el set list que, al terminar el concierto, pude llevarme en mis manos (algo así como un exorcismo chamánico que anunciaba la inexistencia para siempre jamás de aquellos bellos días).
Ya digo: poco, muy poco importa: un sonido impecable, rotundamente grande, nítido, detallista, cuidado, insultantemente perfecto, nos embriagaba y dejaba llevar por un vals ensoñador del que no hubiéramos querido salir nunca más. La interpretación de «Unseen Harbour» fue, desde ya, una de las más asombrosas que mis ojos y oídos han contemplado jamás. Y, si bien este segundo movimiento fue magistral, no le fue a la zaga la apertura con la intrincada «Recoil, ignite».
Tras la muy prescindible, dado el potencial del repertorio de la banda, «Kanata» llegó un tour de force encadenado en el que ya las lágrimas afloraron, los corazones explotaron y la catarsis nos llevó adonde nada nunca podrá hacerlo: la tormenta lacerantemente bella de «Pure as snow (trails of the winter storm)», su última obra maestra resplandeciente, «Where we begin» y el poder indiscutiblemente magno de «Ashes in the snow», supusieron un recorrido por nuestro sentir epitelial que merece, en sí mismo, ser motivo suficiente para haber nacido.
Y con ganas de mucho más, y con una sensación placentera, pero no exenta de rabia al comprobar el peso demoledor de la realidad que muerde cada día, aún nos quedaba un cierre elevado, pomposo, excelso con «Everlasting light» metáfora de esa luz que nunca, nunca dejará de alumbrarnos: la de la música y la de todos los sentimientos que nos brinda a través de su recreación de situaciones, vivencias y personas que siempre estarán con nosotros allá donde suene, hasta el más puro final.