Juan Perro (Gran Teatro) Córdoba 03/07/22
No es solo loable, sino además necesario, que existan figuras icónicas a los que los años y las diversas corrientes artísticas les afectan lo justo para ser conscientes del lugar que ocupan en la memoria colectiva. Del legado musical que nos dejarán, porque aún están en ello, aún se puede escribir mucho. De Santiago Auserón en concreto, podríamos hablar y no parar en años, pues estamos ante una de los músicos más relevantes de su época y las venideras, que son las presentes. Mantenerse en activo, grabando, actuando y siendo puntal y referencia para generaciones anteriores y venideras, es un hecho irrefutable y lo suficientemente motivador para esgrimir su concierto en el marco, ya ajado, del Festival de la Guitarra de Córdoba, como argumento irrefutable de clase, calado y capacidad de resistencia.
Si alguien no ha escuchado aún su más reciente entrega, una maravilla confeccionada a base de viñetas trabajadas de sonido New Orleans, jazz bastardo, rock fronterizo y sones con alma y esencia, debería dejar de leer esta crónica de inmediato, puesto que es difícil entender el tempo de un concierto medido en su justa medida, valga la redundancia, y estricto en sus pretensiones. Escudado en los alumnos aventajados del Taller de Mùsics de Barcelona, capitaneada por el enorme Vicenç Solsona a la guitarra (su nueva mano derecha como discípulo aventajado del maestro Joan Vinyals, que en gloria esté), el sexteto de Juan Perro es hoy una máquina perfecta que elabora arreglos medidos, expansivos y ajustados a cada recinto, apta para evadirse en las disquisiciones jazzísticas de temas como “Collar de cuentas”, “Magnolia”, “Luz de mis huesos” o “El sueño”, de diversa procedencia cronológica pero equivalentes en efectividad, y a la vez adaptar el son cubano que su líder promulga como esencial en la apertura de “Quemando caña”, “A morir amores” o “Perla oscura”, esta última reiniciada en clave casi irreconocible para no desentonar en medio del nuevo repertorio. También es más que admirable el afán por popularizar, al menos durante dos horas, el grueso de una última producción tristemente oscurecida por el aluvión de novedades obviamente mucho más populares para el vulgo o el algoritmo macabro de las escuchas aleatorias. Sabe su autor de la dificultad por abrirse camino en la jungla de los sonidos de raíz, derivados de cualquier tipo de música culta y ocultos por defecto en emisoras y cadenas audiovisuales de todo trapío, y por eso insta al coro a la audiencia, al menos en los estribillos más accesibles, como los de “Aire” y “Río negro”, a la que por cierto aplica otra pátina de arreglos nuevos y brillantes. Como él y su banda, impecables en ejecución y afables en la comunicación con el público, al que en esta ocasión interpela para que sea consciente de la ciudad gloriosa en la que habitan, un lugar en el que hasta las estatuas piensan y que alberga en el subsuelo de la mezquita-catedral –sabia apreciación de un eminente doctor en filosofía- los restos del ilustrísimo Luis de Góngora. Las referencias obligan, obvio era decirlo.
A su egregia figura, a la que habría que perdonar el atrezzo de unas gafas de sol desubicadas, y a su guitarra rítmica omnipresente, se le suma el tremendo bagaje de miles de kilómetros interplanetarios y escénicos, reflejado de manera óptima en el esqueleto rítmico de “La ley del camino” y “La noticia”, restos de un pasado en el que brilló con luz propia en el pavoroso escenario de una movida cuya resaca procreó monstruos difíciles de olvidar. El legado de Radio Futura tiene prolongación lógica en unos bises escasos pero difíciles de igualar, con “El puente azul” (última canción grabada oficialmente por la banda, de la que puede contar anécdotas pseudo etílicas referidas a su paso por el estudio londinense donde lo registraron) y una irreprochable “Semilla negra” en los que bases rítmicas sintéticas y fundamentos poperos son reemplazados respectivamente por juegos de metales y arpegios de cuerdas igual de impecables. Los responsables de gran parte de la sonoridad afrocubana y básicamente de la negritud que impregna el nuevo concepto musical de Juan Perro son David Pastor y Gabriel Amargant, que junto al bajo de Isaac Coll y la batería de Pere Fover completan una formación imbatible. Así, entre historias de conquistas coloniales contadas en “Gibara”, narraciones de desarraigo en “El forastero” y conciencia global en “Los inadaptados”, transcurre un concierto magnífico, pleno de facultades, en el que prima la precisión por encima del virtuosismo, que de eso también hay bastante, y donde el pasmo por el nivel alcanzado en escena supera cualquier expectativa previa. Aunque tratándose de quien se trata, eso ya debería ser mucho.
Es tarea ardua mantener a una pequeña familia de músicos que te (y nos) dan la vida y te hacen reflexionar sobre qué es en verdad la música y por qué nos resulta tan necesaria. Por eso debemos acudir a los lugares donde una vez fuimos felices, por mucho que a veces nos resulte extraño o creamos que no hace falta mirar atrás aun a riesgo de que ello nos fuerce a mirar hacia adelante. Han pasado más de cuarenta años desde que este ilustrísimo señor iniciara una cruzada en la que se han cortado muchas cabezas y se ha pasado por encima de muchos cadáveres. La inteligencia, la constancia y la conciencia de haber sobrevivido en un tiempo en el que casi hay que pedir perdón por seguir intentando encontrar tu lugar en un mercado despiadado son virtudes inapreciables para la mayoría, pero esenciales para quienes aún podemos, y casi debemos, caer rendidos ante la evidencia: Hay gente que no debería irse nunca, sobre todo cuando sales de un concierto en el que te has dejado parte de tu alma.
Fotos Juan Perro: Raisa McCartney
Una crónica a la altura del concierto y del plantel de músicos que vimos en el escenario. Los viejos rockeros nunca mueren. Eterna es su lucha por seguir ilustrándonos con cultura y buen son.