Black Sabbath – 13 (Vertigo / Universal)
Ya he dicho en más de una ocasión que estos ataques de nostalgia me dan algo de miedo. Me vienen a la cabeza ciertos precedentes, y no puedo evitar ponerme a la defensiva. Además esta reunión de la formación original de Black Sabbath parecía maldita (de hecho falta Bill Ward, sustituido por Brad Wilk de Rage Against The Machine): el primer intento, tras su disco en vivo de 1998, se quedó en nada; el segundo, para el que ya tenían previsto contar con la producción de Rick Rubin, tampoco fructificó; finalmente, este tercer intento parecía también estar gafado (el ya mencionado plantón de Bill Ward, la enfermedad de Tony Iommi…) pero al final tenemos de nuevo a Ozzy, Butler y Iommi juntos en un álbum. De entrada, manías personales aparte, es una buena noticia.
Una buena nueva que había que refrendar escuchando el disco, por supuesto. Y ahí salta la chispa. Black Sabbath han conseguido borrar más de 30 años de un tirón, grabando un álbum que podría haberse editado perfectamente en su glorioso periodo de esplendor durante la primera mitad de los 70. La mano de Rick Rubin se nota para lo bueno (ese ojo mágico que tiene para hacer que sus clientes saquen lo mejor que tienen dentro y vuelvan a su esencia) y lo menos bueno (cierta obsesión por llenar todos los huecos). Ozzy y sus muchachos suenan a sí mismos en sus mejores momentos, además con la suficiente inteligencia (¿otra vez Rubin?) para homenajearse sin cruzar la línea roja, para saber aprovechar la actual voz de Ozzy con todas sus limitaciones y para reutilizar el enorme arsenal de riffs (y su no menos enorme talento para fabricarlos en cadena) de Iommi.
El disco se abre con dos enormes temas de más de 8 minutos, «End of the beginning» y «God is dead?» que suenan a clásico. De hecho, sobre todo el primero, recuerdan mucho a su debut. Ahí está aquella oscuridad que sobrecogía, tanto en la música como en las letras, como si el tiempo se hubiese detenido en 1975. Dos canciones que huelen a clásico, pero sobre todo a reivindicación, a un «aquí estamos, nosotros inventamos esto». «Damaged soul» desprende el poder del blues por todos los poros de la guitarra de Iommi, con el sonido de una armónica como guinda del pastel. La letra de «Live Forever» hurga en lo más profundo de nuestros propios temores («I don’t want to live forever, but I don’t want to die«), y «Dear Feather» debería cerrar el álbum con ese sonido final de tormenta, truenos y campanas que cerrarían un círculo grandioso de más de 40 años. El resto de temas transitan por ese mismo camino plagado de referencias a sus primeros álbumes, pero también suficientemente actualizado y revigorizado como para sonar interesante. De hecho es de agradecer que no se hayan esforzado por sonar actuales ni ponerse a la vanguardia de nada: saben cuál es su sitio y lo único que hacen es reivindicarse a lo grande. Para ser justos no quiero terminar sin mencionar que Brad Wilk hace un gran trabajo a la batería, aunque lógicamente los grandes protagonistas sean la voz de Ozzy, las letras de Butler y los riffs de Iommi.
Con todos mis respetos, que son muchos, para el grandísimo Ronnie James Dio y también para otros grandes como Ian Gillan o Glenn Hughes, tengo que decir que ESTO es Black Sabbath.