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Bob Dylan (Plaza de Toros) Valencia 07/05/2019

Dylan, Bob Dylan. ¿Cómo se puede describir la sensación de verlo a quince metros, de sentirse blanco de sus miradas, de ser destinatario de su Ministerio? Las palabras se quedan cortas para describir lo que se pudo ver el pasado martes en Valencia, en el concierto que cerraba su gira española, pero lo vamos a intentar. La plaza de toros de la capital levantina no se llenó del todo, pero presentaba una muy buena entrada. El concierto no fue excesivamente publicitado, era entre semana y a una hora relativamente temprana, las entradas eran caras y además quedarán pocos fans verdaderos en la ciudad que no lo hayan visto ya en directo, quizás más de una vez. De todos modos la ocasión no podía dejarse pasar. Las críticas de los conciertos anteriores venían siendo espléndidas, el setlist (no era ningún secreto) muy atractivo, la gente no paraba de hablar maravillas de un Dylan rejuvenecido, con una voz muy mejorada, y que había dejado de lado el American Songbook para centrarse en su propio cancionero. Había que comprobarlo, verlo con nuestros propios ojos.

Unos ojos que se quedaron fijos sin parpadear durante muchos segundos en el momento en el que, tras los pertinentes avisos de que no se podían hacer fotos ni usar móviles o cualquier tipo de aparato electrónico que permitiese grabar o fotografiar, salieron los músicos al escenario y tras ellos un Dylan pequeño, encogido, frágil. Dylan, Bob Dylan. Allí, delante de nosotros. El tipo que ha compuesto al menos una decena de las cien canciones favoritas de casi todo el mundo. A las nueve de la noche, puntual, se sentó al piano y la banda, espléndida toda la noche moviéndose entre el blues, el rock and roll y el country, arrancó con “Things have changed”. Enorme el sonido, enormes los músicos. Tipos experimentados a los que, sin embargo, se les veía asentir casi con admiración a los comentarios que el Maestro hacía prácticamente después de cada canción. Desde el principio se veía que la voz de Dylan estaba en gran forma, llegando a todos los tonos que se proponía, arengando a las canciones y empujándolas hacia nosotros. Cuando sonó “It ain’t me babe” y nos escupió casi aullando aquello de “it ain’t me you’re looking for” ya estaba todo claro. Las cartas sobre la mesa. El gran Dylan había vuelto. Además se le veía suelto, entregado. Apenas aguantaba sentado al piano, cada pocos minutos se levantaba, aporreaba las teclas de pie, mirándonos retador, al estilo del gran Jerry Lee Lewis. Tras casi cada canción se movía pesadamente hasta el centro del escenario, se quedaba mirando al público en un gesto que, para lo que nos tiene acostumbrados, podríamos interpretar como un agradecido saludo. Nada en comparación con lo que vendría más tarde, pero ya llegaremos ahí. No hay prisa. Tampoco había prisa durante el concierto. De hecho hubiese querido que durara toda la vida. Cada vez que acababa una canción sentía alegría por haberla escuchado, y pena porque terminase.

El primer gran momento emotivo de la noche llegó con “Simple twist of fate”. Recitada más que cantada, con ese spoken word que Dylan utiliza para deconstruir sus canciones, también para adaptarlas a su voz actual, nos sacó una lagrimita cuando la remató con la armónica. Otra señal. Aquello iba a ser grande. Con el paréntesis de “When I paint my masterpiece”, el tema que dieron a conocer The Band, Dylan dedicó el segundo tercio del concierto a recordarnos el milagro que supone su impecable discografía de los últimos veinte años, cuando todos los daban por más que amortizado. Enlazó “Cry a while”, la mencionada “When I paint my masterpiece” (otro gran momento con la armónica), “Trying to get to heaven”, “Scarlet Town”, “Make you feel my love” y “Pay in blood”. Mención especial para “Scarlet Town”, que Dylan interpretó de pie, en el centro del escenario, agarrando el micrófono por su pie y contorneándose como un crooner romántico, como un Elvis picarón, como un Chris Isaak nocturno y crepuscular. Grandísimo, chulesco, entrañable. De vuelta al piano, con pasos lentos, a una señal suya los músicos arrancaron lo que, inmediatamente, intuimos que eran los primeros compases de “Like a rolling stone”. La gente reaccionó con gritos y aplausos, reacción que se repetía cada vez que Dylan nos interpelaba, “How do you feeeeel?”. Pero Bobby no se conformaba con tan poco, quería chulearnos de nuevo, confundirnos, no ponerlo tan fácil. Jugaba con los silencios, las paradas, los cambios de ritmo, nos manejaba a su antojo. Nos llevaba al cielo, nos bajaba y nos volvía a subir cuando se arrancaba con el inmortal estribillo de la que ha sido considerada mejor canción de la historia en muchas listas de prestigio.

Tras una “Early Roman Kings” en la que la banda se acercó todavía más al blues, llegó el segundo gran momento emotivo de la noche. Una “Don’t think twice, it’s alright” bellísima, turbadora, melancólica, triste, alegre, conmovedora, vital. Otro solo de armónica que puede que no fuera brillante pero tocaba mucho la fibra. Más lágrimas. A esas alturas del concierto ya hacía un rato que pasaban sobre nosotros unos amenazantes nubarrones que parecían presagiar lluvia. Yo diría incluso que, cuando estábamos en plena fiesta de “Thunder on the mountain”, presentada como un rock and roll primitivo y enérgico, a lo lejos se vio un rayo. Solo uno, breve. Espectacular casualidad. No pasó nada, no llovió, pero aunque lo hubiese hecho no creo que nadie se hubiese movido del sitio. No nos podíamos haber perdido una excelente “Soon after midnight” y sobre todo un cierre brutal con “Gotta serve somebody”, una canción que en directo siempre suena a sermón y en esta ocasión todavía más, con Dylan levantándose, mirándonos de nuevo con gesto de predicador. Qué gran canción, y que infravalorado está su Slow Train Coming. Toda su “etapa cristiana” lo está, pero ese disco en particular más que ninguno. El contraste entre el Dylan frágil y lento que se movía del piano al centro del escenario y volvía, con el Dylan que rejuvenecía veinte años cada vez que empezaba una canción, era chocante. Debe ser cierto que la música tiene un poder sanador, mágico. Con “Gotta serve somebody” terminaba el concierto, y Dylan nos lanzó besos desde el escenario. ¡Bob Dylan! ¡Lanzando besos! Más lágrimas, teniendo en cuenta lo poco que se prodiga Bob en ese sentido, y pensando también que cada vez es más probable que sea la última.

Tras una breve pausa en la que ni las luces se apagaron del todo ni los músicos abandonaron el escenario, otra gran dosis de emoción: “Blowin’ in the wind”. Escucharla de voz de su creador debe ser algo parecido a ser un estudiante de filosofía y que se te aparezcan Descartes o Nietzsche para darte una clase. Sí, ya sabemos que nunca la volverá a cantar como aquel jovencito de veintipocos que quería ser Woody Guthrie. Lo de ahora es otra cosa, igualmente maravillosa, más deudora de los Apalaches que del Greenwich Village. Para el final dejó “It takes a lot to laugh, it takes a train to cry”, una nueva fiesta de eso que llamamos Americana que acabó otra vez entre besos lanzados al aire y la gente levantada aplaudiendo, un gesto que repetimos varias veces a lo largo de la noche. Dylan se juntó con sus músicos para saludar haciendo una reverencia que nosotros le devolvimos. Qué menos.

Si es cierto, como dice una cita de Heráclito retocada por Platón, que uno no puede bañarse dos veces en el mismo río porque el río (y también uno mismo) cambia cada vez, es asimismo cierto que uno no puede ver dos veces al mismo Dylan. Incluso aunque le sigas durante toda una gira, siempre hay algo distinto cada noche. Puede ser un matiz, una canción, un gesto. En todo caso, anoche no vimos a Bob Dylan, así en general. Ni siquiera vimos a uno, o varios, de todos los Dylan posibles. No, lo que vimos anoche fue una lección magistral de Historia de la Música Popular Norteamericana. Cien años de música condensados en dos horas. Un cóctel de todos los sonidos creados en aquellas latitudes pasados por la batidora de quien, con toda seguridad, es el tipo que más los ha amado, absorbido, reelaborado y divulgado. El que nos ha enseñado, del que lo hemos aprendido casi todo. Dylan, Bob Dylan.

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