Hank Idory – Sentimental Jamboree (Pretty Olivia Records)
Hay gente que es pop. Mejor dicho, hay gente que no es gente. Es rematadamente insólita, fuera de tiesto. Y no, no es porque les guste un tipo de música, vistan de una manera determinada o piensen de esta u otra forma. Es porque desprenden color, emoción y melodía a raudales y con ello quieren hacer felices a los demás. Así es quien nos ocupa. Un madrileño criado en València y enamorado perdidamente de Brian Wilson, al que casi nadie conocía hasta que un amigo le convenció de que grabara sus canciones. Unas canciones sorprendentes, celestiales, que parecían abrir arcoíris a su paso y que él metió en un disco que tituló como el sobrenombre que se puso para ocultar su enorme timidez: Hank Idory. De nuevo, siempre, el pop…
Ese nombre en referencia al disco de Bowie oculta a Juancho Alegrete, un tipo de lo más normal en su vida privada, pero que en su mente vive, como decían los Flechazos, en la era pop. Una persona ensimismada en los discos de The Millennium, The Association, Billy Nichols, Big Star, Raspberries, Dwight Twilley, Matthew Sweet o Greenberry Woods. Que, en fin, respira música, música de otro tiempo, de otro lugar. Alguien para quien hacer canciones es algo más que una vía de escape. Es su forma de estar en el mundo. No hay trampa ni impostura, por tanto, en este disco del que vamos a hablar. No hay intentos de ser otra cosa que ese tipo que vive en la era pop.
El trabajo en cuestión se llama Sentimental Jamboree y viene, ni más ni menos, a corregir y aumentar las virtudes de su predecesor. De hecho, todo sigue imperturbable, nada ha cambiado: vuelve a estar el dotado Carlos Soler Otte a la producción, vuelven a hacerlo todo, musicalmente hablando, entre él y Juancho; y vuelve a publicarse en un sello tan entusiasta como el alicantino Pretty Olivia Records (calidad, por tanto, garantizada). Demostración de fidelidad que, aunque podría significar un más de lo mismo que no aportara nada nuevo, es todo lo contrario: refuerza virtudes ya demostradas y remata detalles a los que su debut sólo apuntaba.
Y es que poco puede objetarse a un comienzo tan rotundo como “Nadie sabe nada”. De nuevo se dibujan en el aire espirales de colorines. Es como si algo inexplicable nos elevara del suelo. Todo está dicho y hecho de la manera más simple posible y, sin embargo, logra el efecto más complejo. Hay algo que le envuelve a uno, que le agarra por dentro y le fuerza a proseguir viaje. Exactamente en el minuto 2:00 de la canción, cuando entra el puente con los coros, todo está perdido. Ya no hay remedio. Nos quedamos a vivir aquí, en el mismo ensimismamiento en que vive su autor.
El trote ligero de la guitarra acústica que inaugura “Por primera vez” confirma que la promesa de felicidad absoluta que intuíamos con la anterior no era espejismo. Aquí llega otra canción absolutamente perfecta. Dotada de esa atemporalidad que tiene el pop hecho con guitarras, cuando las intenciones son sinceras. Aquí, por supuesto, no pueden ser más sinceras. Juancho sólo quiere invitarnos a su habitación, llena de posters de los Beatles, de los Beach Boys, de guitarras, clavicordios y, claro, discos. Susurrarnos allí melodías bonitas, bien hechas, a ser posible que recuerden remotamente a Pet Sounds, a Revólver, a todas esas maravillas que él no es sólo que haya asimilado, las ha hecho suyas de tal manera, que tiene la autoridad para reivindicarlas. Y eso no puede decirse de cualquiera. En absoluto.
Y así podríamos desmenuzar una a una las 10 canciones que integran este maravilloso disco, pero eso sería, como se dice ahora, espoilearles un tesoro que deben descubrir por sí mismos. Por eso sólo espero haber despertado la suficiente curiosidad a quien me lea como para adentrarse en este cuadro impresionista, esta piedra filosofal de la mejor tradición pop. Porque, desde luego, si la melodía es lo que les cura a ustedes el alma, este disco es su diazepam.