Imelda May – Life love flesh blood (Decca)
Adiós caracolillo rubio, hola melena negra; adiós fiereza rockabilly, hola profundidad country soul. La nueva Imelda May viene marcada por un doloroso proceso de separación, y así lo ha querido reflejar en su música y en su imagen. Ha ennegrecido su pelo, pero también su alma y su voz, como aquellas mujeres bíblicas que se mesaban los cabellos, se rasgaban las vestiduras y se echaban ceniza sobre sus cabezas. Por suerte (para nosotros) la historia nos ha enseñado que, cuando hay talento y sinceridad, los discos de ruptura y desamor suelen ser los de mayor impacto emocional. Es lo que ocurre con este Life Love Flesh Blood (Decca, 2017), un álbum que cabe analizar dentro del contexto vital de su autora, pues de lo contrario pudiera parecer un paso atrás, un aburguesamiento musical o un intento de atraer a las masas acercándose al R&B más inofensivo o a propuestas de éxito del estilo de Taylor Swift, Carrie Underwood o similares.
Pero no, nada de eso. Lo que encontramos en este nuevo disco de la irlandesa es puro dolor, emoción a raudales y un corazón abierto de par en par. Ese equilibrio entre el country y el soul tan complicado de articular pero que, cuando sale perfecto, resulta excelso. Cerramos los ojos, escuchamos atentamente y asistimos a un desfile de las grandes mujeres que han ido construyendo y perfeccionando esa vía, desde Patsy Cline, Brenda Lee, hasta Eilen Jewell, Eva Cassidy o Alison Krauss. También hay momentos que suenan más cercanos al pop, y entonces Dusty Springfield, Carole King o Karen Carpenter son las que vienen a la mente. ¿Y por qué no hombres? Añadamos a Roy Orbison o Chris Isaak… y si “Call me” no es puro Van Morrison es que estoy perdiendo oído.
La voz de Imelda desvela que, además de fuerza y convicción, maneja otros registros más personales. Se acerca al soul y sale triunfante, con poco o nada que envidiar a algunos nombres con más larga trayectoria en el género. La producción de T.Bone Burnett le da a las canciones ese sello arenoso y misterioso tan particular que pone a temas como “Black Tears” en la élite de las torch songs y en el punto de mira de buscadores de tesoros musicales/cinematográficos como David Lynch o Tarantino. Mencionemos también que la banda que acompaña a Imelda May cuenta con las dolorosas y cortantes guitarras de Marc Ribot, Jeff Beck (en solo una canción), y el propio T. Bone, y tenemos la receta de la perfecta catarsis musical.
Ya lo cantaba Lapido hace años: el amor es la antesala del dolor. En un mundo ideal nadie debería sufrir, todos deberíamos ser felices todo el tiempo. Lamentablemente este mundo dista mucho de ser ideal y además parece que va a peor. Al menos nos queda el consuelo de disfrutar de discos como este Life, Love, Flesh, Blood, aunque sea con la íntima mala conciencia del voyeur que se alimenta del dolor ajeno.