José Ignacio Lapido – Sala El Tren (Granada)
Siempre nos pasa lo mismo antes de un concierto de Lapido: el fantasma de 091, de la Granada de Joe Strummer -al que un par de días después de esta cita le abrían una plaza en la ciudad-, de unos días en los que el punk campaba a sus anchas por el Albaicín, compartiendo cuevas en el Sacromonte de Morente y Lorca, y de una poesía hecha música que abarrotaba las calles y las titubeantes tablas de unas salas que aglutinaban toda la inquietud de unos jóvenes posteriormente desencantados. El dinero -escaso-, el trabajo -inexistente-, el tono oscuro del horizonte y el «no future», con otra acepción pero igualmente válido, se encargarían de enturbiar las esperanzas y la fe de las generaciones que vieron florecer una escena que se niega a darse por vencida. Y he citado a 091 como podría haberlo hecho con TNT, Delayo, Lagartija Nick, Mama Baker y otros rescoldos que circundan aún hoy un fuego que jamás se apagará. La banda de la que José Ignacio fue alma y corazón sigue siendo hoy tan importante en el desarrollo del rock en español que era inevitable que varios sentimientos se encontraran y hasta se contradijeran ante un nuevo encuentro con su figura. De su maestría lírica y sus poderes como músico comprometido ya se ha hablado tanto, y seguramente seguiremos haciéndolo en estas mismas páginas, que se interiorizaban los elogios y los parabienes se dirigían hacia los fajados instrumentistas que arropan al jefe -sí, ya sé que a él no le gusta nada que lo llamen así, pero nobleza obliga- en esta nueva gira eléctrica que presenta otra colección de canciones única, unas «Formas de matar el tiempo» escenificadas en la más temida ficha de dominó, la blanca doble, retorciéndose en una espiral sin principio ni final, como sus letras, en la que perdernos sin temor a quedarnos atrapados allí para siempre.
Evolución, la justa. Precisión, de sobra. Emoción, la habitual. Pedirle a estas alturas que haga discos diferentes o que investigue en las posibilidades sonoras de tal o cual amplificador sería tan inútil como pretender que el rock and roll vuelva a cambiar el mundo. No está por esa labor, obviamente, sino por la de darle otra vuelta de tuerca, y ya van unas cuantas, a su particular visión de la realidad, con sus luces y sus sombras y su optimismo disfrazado de pesar, entreviendo siempre la luz al final del túnel pero sabiendo que para alcanzarla aún tienen que acecharnos sombras de múltiples formas y tonos. Así nos lo anuncia nada más correr el telón, afirmando que «Nadie supo decirme la verdad» y confirmando que «Algo falla» sin que sepamos qué ni por qué. En cambio, sumergirse en sus temas es un remedio infalible contra el tedio de sabernos tan pequeños, y los últimos que ha escrito surten el efecto acostumbrado. Tiene la sana costumbre de agrupar las referencias a su más reciente entrega en el bloque central del concierto, para que no nos perdamos demasiado. Uno tras otro, sonaron los esperanzados versos de «Un día de perros», el rabioso rock and roll de «La ciudad que nunca existió» y «Cuando por fin», la melancolía de «Desvaríos» y «40 días en el desierto» y la contención de «Muy lejos de aquí», sin dejar de recordarnos que aún quedan «Cosas por hacer» y que «No hay vuelta atrás» si decides intentar terminarlas antes de que sea demasiado tarde. La situación, ya se sabe, «Está que arde», aquí y en muchos otros sitios.
La guitarra de Lapido es totalmente reconocible en sus punteos y encuentra el diálogo más fluido posible en la de Víctor Sánchez, otro músico al que habría que echar de comer aparte. Paco Solana al bajo, Jean Paul -un músico que promete grabar discos magníficos bajo su nombre- en los teclados y Popi González en la batería, sus fieles escuderos desde hace tiempo, refrendan una formación que nunca estará «En medio de ningún lado» y que sabe que «Nadie besa al perdedor», de ahí que sigan esforzándose en hacer lo que ya saben hacer: tocar como pocos tocan (sus instrumentos y nuestra fibra sensible), y demostrar que con ellos nunca llegaremos a «La hora de los lamentos». Todo lo más, a tomarnos la penúltima copa en «La antesala del dolor», un bar perfecto para darle descanso a los huesos «En el ángulo muerto», donde nadie nos ve y donde esperaremos el caprichoso giro del destino. «Cuando el ángel decida volver», otro medio tiempo habitual en su repertorio, pone el contrapunto para acercarnos a «El más allá», que como él mismo dice, puede que solo alcancemos tras buscar al «Dios de la luz eléctrica», si es que existe.
Al subir la distorsión al punto justo y enroscar bien las cuerdas a los mástiles, llegamos a la parte más intensa, donde las guitarras rugen y la cosa termina de encajar: «Lo creas o no» y «Luz de ciudades en llamas» encienden las del público y toda la sala, ahora sí, le da al César lo que es del César. Lapido, el capataz de la desesperación hecha música, se calza sus «Zapatos de piel de caimán», con el betún siempre a punto para disimular los años de camino, mira a «Un cielo color vino» que ya ha superado la época de las tormentas imaginarias y asegura orgulloso que hay «Otros como yo» (como él, como todos) a los que pueden acercarse jóvenes y menos jóvenes en señal de respeto y admiración. Es más, casi diría que deben hacerlo. Tras casi dos horas dejándonos la garganta y los recuerdos en la sala, solo nos queda constatar algo que ya nos temíamos. La música de este país es injusta, muy injusta con algunos artistas. Afortunadamente, ellos lo han entendido hace tiempo y eso les permite sobrevivir haciendo magistrales demostraciones de entrega a la profesión, atrayendo fieles con cada disco y cultivando poco a poco una devoción incondicional. Otra gira que pasará desapercibida para la mayoría, otro escalofrío que conservar en la piel.