Patricia Atzur – Quiet Room (AU Records)
La verdad es que Patricia Atzur ha resultado ser toda una sorpresa. Ustedes creerán que todas y todos aquellos que nos dedicamos a verter opiniones en medios acerca de cuestiones musicales, les intentamos vender dos o tres epifanías por semana. No seré yo quien niegue que a veces se tiende a la exageración, en mi caso, por una cuestión de puro entusiasmo. Pero, de verdad, lo de sorprenderse no sucede tan a menudo. Y no hablo de epifanías, yo sólo pido que algo, o alguien, me haga arquear las cejas.
Y por eso digo que esta joven barcelonesa me sorprendió, porque moviéndose como se mueve en unos parámetros últimamente sobresaturados (el rollo psych-folk está ya casi tan poblado como el neo-punk), consigue destacar. Fue escuchar el adelanto del disco del que voy a hablarles, una canción soberbia titulada “Lost in all translation”, y no sólo arquear las cejas, sino quedar ojiplático durante un buen rato y necesitar, acto seguido, escucharla compulsivamente.
Algo hizo clic en mi cerebro. Ese clic no fue causado por una voz especial, ni una invención de la rueda. Como decía, Patricia se mueve en parámetros que ya eran, de por sí, pretéritos y además ahora escucho en muchas y muchos otros artistas jóvenes, pero ella lograba conjugar en aquella canción, con extraordinario desparpajo y frescura, toda una serie de cosas que a mí me resultan infalibles, pero casi nunca encuentro bien emplatadas. Psicodelia, barroquismo, melodías perfectamente ensambladas y una estructura compleja pero a la vez, adictiva; detalles en los arreglos realmente imaginativos, a la par que efectivos, y, por si fuera poco, un aroma mediterráneo (esas palmas) que es estupendo para frenar el riesgo de una excesiva -y despersonalizadora- querencia por lo anglosajón.
Ya digo, me obsesioné con la canción, con su radiante colorido. Lo difícil ahora era saber si el disco completo me iba a seducir igual. Al fin y al cabo, una diana es una diana. 12, ya es un resultado más difícil de obtener. Así que logré hacerme con este Quiet Room antes de su publicación oficial a través de AU Records, sello que viaja bajo el velo del potente Hidden Track, y debo decir -algo que no hay que ser muy avispado para haber adivinado al ver que me explayo tanto al respecto- que sí, que el disco está perfectamente a la altura de las expectativas.
No hay nada como saber qué se quiere. Patricia es Barcelonesa, pero se ha pasado varios años viviendo en el Reino Unido y allí se ha sumergido en música. Sobre todo, viejos discos de lo que se denominaba “folk británico”: Sandy Denny, John Martyn, Michael Chapman, Richard Thompson, Karen Dalton, Nick Drake, esas cosas. Pero también de sonidos californianos, de pop barroco, de psicodelia, de jazz y de vete a saber cuántas cosas más. Y es que no hay nada como una buena cultura musical para que alguien se transforme en coctelera y vierta su contenido en canciones. Canciones que, en este caso, han sido muy bien pensadas por su autora. De hecho, es en gran parte responsable de la producción del disco junto a Ferran Resines, capo de los estudios Caballo Grande, donde ha sido grabado.
El halo cristalino que inunda “Comes & goes” y nace de la desnudez de la guitarra acústica, pronto se ve superado por un estribillo totalmente pop, con arreglos beatle, que es la antesala perfecta para lo que está por venir. Melodías ligeras, pero sabiamente urdidas y moldeadas para dar forma a canciones que no caen en la habitual languidez del modelo de cantautora en el que muchos, por una cuestión de apariencias y dejadez, se empeñarán en encajonar a Patricia. Ella sale de ese y otros tiestos a través de canciones tan redondas como asombrosas, pop de ascendencia lisérgica que desvela un universo particular y hace ostentación de extraordinario gusto a la hora de reunir influencias y darles carta de autenticidad a través de la asimilación.
Tanto en orillas más amables y luminosas (“One twin flower”, “Marble”, “The white stag”), como en modo introspectivo y algo esquivo (“Quiet room”, “Sunbirds”), o incluso en miniaturas para nada anecdóticas como “Nowhereland”, sabe ser equilibrada, coherente y fascinante. Incluso se atreve con un final en clave jazz y sabor salado (“Slippery steps”), certificando de forma definitiva que estamos ante un sólido debut que debería traer grandes alegrías a su autora. Tan grandes como lo es el hecho de que personas tan jóvenes como ella prolonguen la tradición del pop de factura tradicional, o mejor dicho, atemporal. Un modo de hacer que vela por esa unidad mínima de medida que es la canción y que no debería desaparecer jamás.
Escucha Patricia Atzur – Quiet Room