I Like Festival – Teatro de la Axerquía (Córdoba)
Decíamos hace un año que esperábamos volver a darle al «like» no virtual en una segunda edición de un festival que, lejos de perder fuelle en sus intenciones, ha ganado en asistencia y presencia en el calendario festivo de la capital cordobesa. Con el auxilio económico de la mayor institución bancaria de la ciudad y un cartel rediseñado para volver a cobijar a uno de los grandes nombres del rock independiente actual, la ocasión era perfecta para cotejar el estado de las cosas en lo que respecta al dudoso ánimo local cuando de asistir a eventos en los que no hallar grandes señuelos para las masas se refiere. No fue el caso, lógicamente, hasta la aparición estelar de los madrileños de los que hablaremos al final, que no solo llenaron el recinto de un Teatro de la Axerquía hermoso y con una acústica más que decente, sino que colmaron las expectativas cuando solo unos pocos habían tenido tiempo de escuchar su reciente entrega. Tiempo y líneas tendremos para contarlo.
Era de esperar que Tuya, los encargados de colocar la diana en la que resbalaron los primeros dardos sonoros (la saturación y puede que las prisas por hacer de la puntualidad una virtud), no despertaran más que unos tibios aplausos y cortas alabanzas hacia un pop distorsionado, hipercalórico y rabiosamente experimental que los mantiene con la vida suficiente para publicar un inminente nuevo trabajo tras el estimable «Waterspot» publicado en 2012. David T. Ginzo ha dejado de ser el cuarto Sidonie para ser el primer espada de un proyecto intrincado en la psicodelia de «Cake» y «Wooden house» y el rock pasado de rosca que anticipan los próximos pasos. Era temprano, brillaba el sol y esto no era el FIB, obviamente, así que lo mejor era avanzar hacia el escenario principal -y el único- para recibir a los siguientes diestros, en teoría ataviados con muletas mucho más punzantes.
Y sí, fue para eso y algo más. Pasajero demuestra en directo que los vítores recibidos tras la publicación de su excelente «Radiografías» no eran ni gratuitos ni infundidos por su cada vez más gruesa legión de seguidores. Se lo trabajan, tocan como auténticos bestias y además saben hasta dónde pueden llegar y potencian precisamente eso, sus puntos fuertes. Si repasamos la trayectoria anterior de sus miembros, procedentes de bandas como Zoo, Nudozurdo o La Casa del Árbol, toda incógnita debería quedar despejada. La voz de Daniel Arias no es solo rotunda en cualquier tono y nota, sino que también el muro de sonido que construye junto a sus compañeros se torna inquebrantable, haciéndonos sospechar que de seguir defendiendo así sus composiciones pueden transformarse sin complejo alguno en una obligación en cualquier evento similar. Hay que escucharlos sí o sí, y deleitarse en una perfecta y meditada «Autoconversación», otra cuestión nada dudosa que siempre hace necesario «Volverme a preguntar» o un final más que feliz junto al clan de percusionistas formado por Jorge González de Vetusta Morla, Javier Couceiro de Havalina (colaboradores ambos en su primera grabación) y Juan Diego Gosálvez de Tuya. La liaron, si se nos permite la expresión, y de no haber sido la primera vez que la sorpresa nos cogió por ídem, habríamos pedido más y más. «Borro mi nombre» es una canción enorme que tocada como la tocaron te agarra de la entrepierna y no te deja respirar. Hipérbole, sí, pero puede que no exageremos tanto como parece. Gratísimo e intensísimo recuerdo el que dejó el cuarteto, y grandes ansias por reencontrarlos.
Guadalupe Plata es a Andalucía lo que Elvis a Memphis, y que cada uno establezca los lazos por su cuenta. Criados musicalmente a caballo entre Úbeda y Granada, acababan de aterrizar de un satisfactorio tour por México y todavía latía en el escenario el zumbido pantanoso de su última actuación a escasos metros de donde ahora les tocaba hacer de terceros en discordia. El barreño de Paco Luis Martos construido como mera caja de resonancia, la guitarra desbocada de una pequeña divinidad conocida como Pedro de Dios y las maracas, abalorios y básica batería de Carlos Jimena incendiaban con su maravillosa luz roja nuestro particular infierno. Lo suyo ya es bien sabido a estas alturas, y lo hemos compartido tantas veces y con tantos ditirambos que no nos queda fe para volver a recrearnos. Solo para asentir al escuchar por enésima vez «Milana bonita», «Lorena», «Rata», «O my bei», «En este cementerio» o «I»d rather be a devil» y sentirnos orgullosos de que aquí, en una tierra nada fértil para extraer agua de acequias en las que escasean los adornos florales y solo fluye eso, el líquido elemento en su extrema pureza, podamos poner un pie en el delta del Mississippi cada vez quea estos tres bárbaros les apetezca. Por mucho que su habitual despliegue (el sonoro, porque siguen haciendo gala de lo escueto de su comunicación con los espectadores) se viera mermado en tiempo por las exigencias del guión, quienes aún no conocían sus credenciales o simplemente habían pasado por alto sus brillantes y continuistas grabaciones prometieron arrepentirse a riesgo de arder en el fuego eterno, aunque puede que esta última opción sea la mejor para quienes ya nos confesamos devotos de su congregación. Músicos de sangre, inspirados y siempre alertas, justo lo que necesitamos.
Si alguien se preguntaba si a estas alturas de la noche hacía falta que un nuevo miura saltara al ruedo, vería saciada su curiosidad cuando el despliegue lumínico que acompaña, proyecciones incluidas, la nueva puesta de largo de las canciones de Vetusta Morla, deslumbraba casi igual de inesperadamente a la multitud. Ahora sí, ahora esto parecía un festival de verdad, y de los grandes. Los capitalinos no arrasan solamente en promoción, enlaces compartidos en redes sociales, comentarios y debates por doquier y presencia casi perenne, sino que se saben lo suficientemente poderosos para comenzar un concierto igual que un disco, «La deriva», con el vocalista ejerciendo de aparato percutor y el resto de la banda tomando posiciones tras sus bien templados instrumentos. Bien pensado (y su directo lo confirma al cien por cien), lo tienen todo para hacer lo que han hecho hasta ahora y para que lo sigan haciendo: vender todo el papel en la mayoría de plazas en las que se presentan. Nos faltan varias escuchas para juzgarlo con la distancia suficiente, pero las primeras impresiones se traducen en adjetivos como enérgicos, poderosos y por momentos apabullantes. No engañan las crónicas que hablan de su justificado poder de convocatoria, y más que tendrán después de adaptar a los nuevos tiempos sus mimados pequeños clásicos «Maldita dulzura», «Un día en el mundo» y sobre todo «Lo que te hace grande», el primer estallido de comunión con los manos al viento -y sus apéndices con pantallas táctiles y cámaras de alta definición, por supuesto- por el que tienen que pasar sí o sí para seguir siendo quienes son. En cambio, «El hombre del saco» o «Copenhague», seguramente todavía la joya de su corona, suenan menos poderosas a fuerza de repetirse. Lo remedian con el ímpetu de «¡Alto!» y la extraordinaria «Pirómanos», con bajos y guitarras en plenitud alimentando de gasolina un motor de alto voltaje y prestaciones más que fiables. La sección de chapa y pintura continúa con «La grieta», «Cuarteles de invierno», «La mosca en tu pared», «Las salas de espera» (el momento Radiohead presente en todos sus discos es aquí más evidente que nunca) y «Fiesta mayor», y hasta que no encuentran una vez más «La cuadratura del círculo» perfecta no deciden enfilar el camino de vuelta que será el de partida hacia «Los días raros» que los devuelvan a su entorno natural. Nada de derivas, un rumbo seguro y sin turbulencias, al menos en el despegue, para una banda que podrá complacer gustos más o menos exigentes pero que jamás, y esa es su gran baza, decepciona sobre un escenario.
Por segunda vez reconocemos el acierto de bautizar a un festival con el nombre del botoncito mágico, un «I like» que no necesita mayores aclaraciones. La música, como ya se puede entender, tampoco es preciso analizarla demasiado. Tan solo disfrutarla.