Benjamin Clementine (Palau de la Música Catalana) Barcelona 22/11/2016
“¡Hombre! Tú también te vas a perder a Justin Bieber hoy, ¿no?” le dijo el tipo de delante a su colega recién llegado. Y es que la atención de Barcelona en la noche de este martes se la disputaron entre el canadiense de puño suelto y Benjamin Clementine, estrella revelación de un género que él solito inventó y del cual es, por supuesto, único exponente. Nadie salió con labios rotos del abarrotado Palau de la Música Catalana, a diferencia de los que se encontraban a la misma hora no muy lejos de allí, en el Passeig Olímpic. Sin embargo los corazones… De esos no quedó ni uno intacto, y las escaleras del emblemático auditorio proyectado por Domènech i Muntaner, insignia del movimiento artístico más catalán de todos, parecieron un desfiladero de almas que habían sido quebradas de una caricia. La gente se miraba una a otra mientras trataba de abandonar la sala como diciendo “¿qué nos habrá hecho este negro esbelto con el colmenero en la cabeza?”. Pues exactamente mucho daño, eso es lo que nos hizo.
Seguramente no se lo propone con mala intención; lo cierto es que se le percibe, ya sólo en su tímida y afectuosa forma de hablar con desconocidos, como un ser de pureza emocional inmaculada. Pero como él mismo cuenta en ese “I Won’t Complain” con el que aspira la vida del oyente por la boca, aquellos que nos aman, cuanto más nos aman, más nos hieren. Y Benjamin Clementine nos ama mucho, dadlo por sentado.
Nosotros también lo queremos bastante, o al menos eso translució de las literalmente interminables ovaciones que recibía de vuelta al final de cada canción, como si de su adorado Erik Satie o cualquier otro prestigioso músico clásico se tratara. Hasta Clementine se sintió abrumado en un par de ocasiones, “¿es fiesta hoy aquí o qué os pasa?”, consultó al jolgorio comedido de las gradas.
Las comparaciones son odiosas, pero en el caso de este londinense del norte, no hay forma más elegante de ubicarlo; si creyéramos en la reencarnación, apuntaríamos a que Nina Simone se ha metido a vivir entre las breves espaldas de un joven de 27 años sin apenas bagaje musical; la intensidad lograda en “Cornerstone”, ayudada únicamente de las más absoluta frugalidad de un piano, se hace sobria y vehemente al elevarse en una partitura ilógica que ni siquiera Benjamin es capaz de leer, sólo ejecutar desde su rencor embellecido.
El otro día en el Palau de la Música que tan bonito le pareció (mencionó esperar que las estatuas que sobresalían de la decoración modernista estuvieran cantando lo mismo que él) iba descalzo como de costumbre, y acompañado durante la mayor parte del set por la solemne violonchelista Barbara le Liepvre y el más bohemio y descamisado batería Alexis Bossard. La poesía musicada por casualidad de Benjamin Clementine se escuchó puntualmente y tras un aplauso que aún no se había ganado pero que igualmente merecía pasadas las 21:10, y sonó fuerte; “Winston Churchill’s Boy”, que comienza parafraseando al político británico en términos de afecto humano. Le gusta hablar en español sin saber, dice, y se nota tanto por sus enternecedores intentos mezclados con italiano como por el título de “Adios”, a la que siguió ese “London” al que siempre canta desde la distancia y “Nemesis”, para él detonante de una caída inversa a las estrellas. Creyó que podría terminar en paz con una versión del “River Man” de Nick Drake y una reverencia de despedida, pero el aplauso desesperado y el zapateo que provocó su marcha lo obligaron a salir de nuevo al escenario. Tras dos temas inéditos que provisionalmente podrían apuntarse como “Animal” y “Time”, un “The People and I” deliciosamente interminable y con la sensación de haber venido a ganar y haber perdido algo mejor, Benjamin se nos va por la puertecilla de la derecha con su candor virginal de ex vagabundo parisino.
Alguno más se debió quedar con todas las ganas de sentir directamente sobre la piel el aullido terminal e incurable hacia el final de “Then I Heard a Bachelor’s Cry”, pero no cabe duda de que la devoción de la audiencia española volverá a arrastrar a Benjamin Clementine hasta nuestro pedazo de orilla en el Mediterráneo, con la esperanza de una segunda oportunidad.
Debió ser espectacular.
Teníamos entradas y por un retraso del avión no pudimos verlo… esperemos que realmente vuelva a España, como decís.
Qué mala pata, de verdad que lo siento… Pero segurísimo que vuelve, ¡la adoración fue mutua!
Artistazo