David Woodcock – Normal Life (Blow Up Records)
Siempre me ha entusiasmado esa capacidad que tienen los ingleses para trasladar su ironía a burbujeantes canciones pop llenas de sugerentes guiños vodevilescos. Ray Davies, al frente de The Kinks, fue quizá pionero en explotar esto, pero luego otros continuaron y completaron su tarea, como Ian Dury, Madness o Blur, con discos como Parklife o The Great Scape.
Quizá hoy sea un tanto demodé reivindicar este formato de pop, pero la cosa es que, de cuando en cuando, aparece algún talento capaz de continuar esa tradición y plasmar en canciones excitantes todo ese encorsetado costumbrismo inherente a las vidas ordinarias, del cual los brits son incapaces de escapar y, precisamente por ello, necesitan banalizarlo riéndose un poco del tema, aunque eso sí, con ternura, que tampoco hace falta machacar al semejante.
De toda esa tradición, de ese modo de plasmar la vida en arte pop, es un aventajado heredero David Woodcock, un prácticamente desconocido cantautor procedente de Southend-On-Sea, que ha dado precisamente el título de Normal Life a su segundo disco, aparecido este año al abrigo de la independiente Blow Up Records y que representa seguramente la mayor sorpresa y descubrimiento, sin perjuicio de que pueda haber otros discos mejores o peores, de 2019 para el que suscribe.
Y es que es una alegría que aún aparezcan de la nada discos como éste, que lo iluminan todo cuando suenan, pero también una pena, porque, de haberlo hecho hace 20 años, seguramente hablaríamos de un disco de los que dejan huella. Sin embargo, aún tratándose de un tipo de canción pop lo suficientemente atemporal como para no resultar anacrónica hoy día, en la era de la sobreinformación y la enorme cantidad de artistas que acceden a la producción discográfica a través de la autoedición, ha quedado diluido entre toda una maraña de referencias que se cuentan por miles semana tras semana, pasando sin pena ni gloria para todos aquellos que no sean sus vecinos, amigos y los cuatro enterados de turno (¡hola!).
Es el signo de nuestros tiempos, efectivamente, pero uno no deja de asombrarse cuando sin saber cómo -bueno, sí, buceando mucho, pero mucho, por la red- cae en sus manos uno de esos discos que no aparecen ni en Pitchfork, ni en Allmusic, ni en Rate Your Music, ni cristo que lo fundó y que sin embargo se convierten en esenciales durante un tiempo, quizá precisamente por el morbo de estar ante algo bueno que nadie más conoce, pero también y sobre todo, porque hay detrás un talento sobresaliente que es incomprensible que permanezca soterrado.
Seguramente, David Woodcock ya desistió hace tiempo de cumplir sus sueños de juventud, si es que los tuvo. El deseo ferviente de ser una pop star ha dejado paso a una comodidad en la vida normal y aburrida de una ciudad de provincias que le proporciona el suficiente caldo de cultivo para componer pequeñas píldoras infalibles para propagar alegría en el cerebro humano, como son las 13 canciones que integran este álbum, que ya de entrada presenta en portada al músico, arreglao pero informal, o sea, de lo más anodino, haciéndole caso a su perro, que le reclama. Pero que nadie se lleve a engaño, toda esa normalidad encierra un fundamento y brillantez que se sale mucho de lo ordinario.
David, como todo buen compositor típicamente british, mezcla de todo y le sale bien: emula con soltura a los maestros Davies y Dury con la canción titular, que inicia el disco a ritmo de pub rock, para seguir con aroma a Jamaica en el single “Fixtures and fittings”. Ambas sitúan el listón de la diana pop a una altura de complicado alcance para cualquier compositor. A él, sin embargo, ni le arruga esta circunstancia ni baja en absoluto el nivel: los preciosos tonos otoñales en “My escapism” traen a mente a los Pulp o Smiths más delicados, que al igual que “No need for violence”, puro Richard Hawley, sirven de contrapunto al banquete de riffs de guitarra nuevaoleros que encontramos en “Don’t hold my hand”, “Lover and a friend” o ese arrebato de perfección absoluta que es “Broken”. Y es que en realidad, todo tiene valor aquí, nada es desechable ni merece una calificación tibia. Hasta se permite jugar a ser Cole Porter en el final con “Old town” y sale airoso del intento. Y eso es así porque, amigos, más allá de todo lo que podamos decir o analizar, el hecho, la realidad plausible, es que nos encontramos ante un excelente compositor de canciones. Uno que podría mirar de frente a los altos referentes que se muestran en su música, pero que por nacer en el lugar y el momento equivocados se tiene que conformar con vender unos cuantos vinilos en conciertos y obtener unas cuantas escuchas en Spotify. Decididamente, el mundo ya no es un lugar confortable para todos aquellos que amamos esta particular manera de hacer canciones, no obstante aún quedan pequeños rinconcitos en los que acurrucarse y descansar. Y este disco es uno de ellos.
Escucha David Woodcock – Normal Life