Lucky Peterson (Teatro De La Axerquía) Córdoba 11/07/19
A vueltas de nuevo con el blues. Esa raíz, la fruta que todo lo puede y sigue fertilizando nuestro triste devenir. La simiente de la que partimos un día en el que descubrimos que el rock and roll no es otra cosa que el vástago bastardo y anarquizado de la negritud más absoluta. Tradicionalmente asociado a músicas eternas, entreveradas de autenticidad y conducidas por el único timón del sentimiento. Tiene, en efecto, muchas conexiones con lo jondo, a través de una intención folclorista nunca intencionada, y un aperturismo que a veces se le niega por la vía del pensamiento conservador. Las fronteras muchas veces no conviene derribarlas, sino reformularlas en su más amplio sentido. Para eso doctores tiene la iglesia, y nunca mejor traído dicho sustantivo, dado el origen eclesiástico de muchas de las tonadas que un día, y aún hoy, nos hicieron creer en una única religión. Tintada de color, inmersa en parajes lejanos y climas húmedos, con absoluto fervor y devoción titánica. Una forma de aferrarse a la vida como cualquier otra.
Lucky Peterson es un señor sabio de cincuenta y tantos años, nacido en Buffalo (New York), que grabó su primer disco con cinco añitos y que tal vez por eso podría lucir con justicia la etiqueta de Mozart del blues. Pero también de otras muchas cosas, como la constancia, la prestancia y la importancia. La constancia de no haber dejado nunca de creer en sí mismo y en su esencia; la prestancia de saberse apoyo imprescindible de los que otrora fueron maestros en su traqueteo vital, dígase desde el primer mentor, de nombre ilustre Willie Dixon, hasta la penúltima encarnación del monstruo B.B. King o el apoyo en estudio de damas de impresión como Etta James o Mavis Staples; la importancia de impartir cátedra a los teclados, a ese órgano divino que parece una pieza de mobiliario más integrada en su pequeño y entrañable universo. Ahí, parapetado con su barriga y su sonrisa desdentada, es donde despliega reverencias sentidas a diestro y siniestro, comenzando por el padrino Wilson Pickett, a quien recuerda en el primer desfase rítmico de la irresistible “Funky Broadway”, y continuando con el arcángel Ray Charles en “I can see clearly now” (la visión preclara de un invidente avispadísimo) o la herencia bluesera del gran Stevie Ray Vaughan en el sorbo rápido y energizante de “Cold shot”.
Su generosidad es tanta que reserva el repertorio propio para un medley a mitad de actuación en el que se pone hasta romántico y expande su radio de influencias hasta casi los años ochenta, década en la que triunfó a la escala adecuada un olvidado bluesman llamado ZZ Hill, autor de “It ain’t safe” y “Steppin out steppin in”, sendas gemas ahora recreadas por The Organization, la banda que acompaña al orondo Peterson y que se explaya en los principios y finales de cada show bajo el mando del apabullante guitarrista Shawn Kellerman y el soporte del bajista Alain Nyame, el baterista Julien Charley y los teclados, estos menos apegados al terruño, de Rachid Guissous. Enciclopédica sabiduría la del hombre que saluda desde el sur de Europa a su amigo Keb’ Mo’ y hace su “Don’t try to explain” saltando sobre el taburete e incitando a la comunión fuera de la parroquia. Y si suena “Little red rooster” de Howlin’ Wolf como música de fondo, medio teatro –lo único que había habitado en otra demostración de incoherencia y desconocimiento- lo reconoce como el mismísimo predicador del infierno. Arder así es un placer.
En su tercera comparecencia ante el público cordobés, primera en un escenario de la amplitud del Teatro de la Axerquía, Lucky Peterson tuvo tiempo de presentar a su imponente esposa Tamara Tramell y dejarla lucirse en “Back in charge” y “Last night you left” como una reivindicación de sentimientos, elegante y profunda, antes de salir por la puerta de atrás (solo la del escenario, obviamente) y sentarse, como ya es su costumbre, entre el graderío y ante el regocijo de fotógrafos oficiales y chavalería con ansias de notoriedad en redes sociales, para intimar durante un buen rato con propios y extraños mientras alternaba roles de guitarra solista y rítmica y concluía su paseo con los archiconocidos acordes del “Johnny B. Goode”. Después, uniendo bises y despedida sin un solo adiós, ondeaba la camiseta con el rostro impreso de Prince (su carrera también tiene mucho que ver con el funk) que vestía un hombre macerado en las esencias de la música de su país y alguna que otra, que vio cómo su padre se las veía y deseaba para sacar adelante uno de los clubes más importantes de su ciudad, en el que empezó a reconocerse a sí mismo. El negro que quiso ser aún más negro y al que tantas leyendas han rozado hasta hacer de la suya una más. Esto, señoras y señores, es un lujo que merecemos darnos de vez en cuando, y no pregunten por qué. La respuesta, recuerden, no está en el viento, sino siempre en el blues. Siempre