Robert Forster – Strawberries (Tapete Records)
A estas alturas, nadie le tose a este hombre. Robert Forster hace lo que le da la gana. Y siempre con excelencia. Los discos, a su edad y con su bagaje, se han convertido en algo terapéutico que nada tiene que ver con las exigencias de una “carrera artística” al uso. Una manera de echar a volar los fantasmas, como los del largo tratamiento del cáncer de su mujer, Karin Bäumler, que desembocaron en un disco, The Candle And The Flame (2023), cuyo sucesor es éste que nos ocupa: Strawberries.
Forster nunca ha sido un compositor prolífico, ni rápido. Sus discos han ido cayendo con cuentagotas desde que su compañero de fatigas en The Go-Betweens, el llorado Grant McLennan, dejase este mundo, y también a él, huérfano de quien fue su socio o necesaria balanza. Sorprende, por tanto, que este Strawberries llegue tan solo dos años después que el anterior, un tiempo récord teniendo en cuenta sus estándares. Quizá la necesidad de mostrar la luz al final de ese túnel que fue todo el proceso de curación de su esposa (ahora ya recuperada), haya obrado el milagro. O tal vez simplemente a partir de todas estas cosas que le han ido pasando, Robert ha adquirido conocimiento de la futilidad de la vida y se da prisa en decir lo que tiene que decir. El tiempo se esfuma, que cantaba Neil Young.
El caso es que aquí tenemos su nuevo ramillete de canciones, que mantiene su esencia, cómo no, pero es bastante diferente al anterior. Donde The Candle And The Flame fue un disco urdido de forma familiar (junto a su esposa e hijos, mayormente), jugando con la espontaneidad y con un sonido, digamos, más de andar por casa de lo habitual, en este nuevo álbum todo está, se nota, más pensado.
Grabado en Suecia bajo la batuta de Peter Morén (Peter Björn & John) y con una banda creada para la ocasión, el disco muestra otra vez la búsqueda de ese sonido desnudo y luminoso (“that stripped sunlight sound”) que siempre trató de alcanzar tanto solo como en compañía de McLennan. Que lo consigue con creces se nota desde la primera nota de un trabajo breve y poco generoso en lista de canciones (sólo ocho), pero claramente certero en cuanto a sus objetivos: la inmediatez de “Tell It back to me” es todo un golpe de efecto que reclama nuestra atención. De maneras pop y guitarras resplandecientes, pero sin perder de vista la mejor época de Dylan, la canción es, sin duda, uno de los mejores pepinazos que podemos encontrar en sus ya nueve álbumes en solitario.
Tanto la citada como “Good to cry” brindan un comienzo incontestable que muestra a su autor pletórico y expresando felicidad por ver, al fin, esa luz al final del túnel. La luminosidad es patente incluso en canciones de tono más lóbrego, como la insólitamente extensa “Breakfast on a train”, preciosa historia de amor que trae a la mente maravillas como el “Simple twist of fate” del inevitable maestro Bob.
Y esa fabulosa letanía romántica da paso a la pieza central: “Strawberries” es una celebración de la felicidad familiar tras haber superado el bache. A voz compartida con Karin y con tonalidades tomadas prestadas a Ray Davies y John B. Sebastian, no hay más que ver su videoclip – en el que aparecen ambos en la placidez de su hogar- para entender el alivio que sienten y el claro mensaje de esperanza que intentan transmitir a su audiencia.
Algo que la de nuevo pletórica “All of the time” se ocupa de confirmar con ese riff de guitarra obsesivo marca de la casa y, atención, nada menos que una sección de viento que le añade un inédito acento soul a una composición de nuevo radiante y que significa el paso de ecuador de un disco que no da respiro ni opción a cambiar rápido de pista. “Such a shame” con su textura casi de nana nos mece placenteramente en una serie de reflexiones de su autor sobre la experiencia en el mundo del pop, a través de una especie de fábula, como casi todo el material lírico que contiene el disco, que contempla a un artista al que su manager le dice: “cabreas a la gente / ¿por qué no eres como todo el mundo y tocas los Hits?” ¿Algo de autobiografía hay?
No creo que lo de Robert Forster se pueda denominar “hits” al uso. Son, simplemente, enormes canciones y cuando uno le ve tocar, realmente da igual si toca unas u otras, siempre es pertinente. Igual que discos tan perfectos como este, que acaba con una dupla tan soberbia como la que forman la cristalina “Foolish I know” y la rotunda “Diamonds”. Y es que, en realidad, todo el listado de canciones de este álbum es digno de pasar a lo mejor del repertorio de un artista que podemos sentirnos afortunados de seguir teniendo dispuesto a regalarnos con relativa frecuencia su música, siempre sincera, bella y profundamente emocionante. El mundo con él y sus canciones siempre será un poquito menos feo de lo que nos cuentan los periódicos.
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