Yo La Tengo – La Riviera (Madrid)
La segunda de las tres fechas programadas en nuestro país por la banda norteamericana Yo La Tengo, con motivo de la presentación del espléndido Fade (2013), contó con un aforo completado en su totalidad por aficionados deseosos de disfrutar con ese abanico de virtudes que han convertido al trío en justificado grupo de culto.
Bienvenidos, por tanto, al maravilloso universo Yo La Tengo, en la noche en la que Ira Kaplan, Georgia Hubley y James McNew compartieron con unos fieles rendidos de antemano a sus atípicas visiones artísticas. Un mundo, el del trío de New Jersey, que resulta repartido entre variadas inquietudes y facetas, y que fue trazado para la ocasión en dos partes bien diferenciadas entre sí. Dos caras de la misma moneda, provenientes de la misma inspiración y que sin embargo lucen en apogeo precisamente en lo marcado de su contraste.
Apenas una hora duró el espacio destinado a la faceta más intimista e introvertida del combo, desarrollada en formato semi-acústico y con un volumen delicado desafiando al público mayoritariamente inmerso en las hipnóticas sutilezas susurradas desde el escenario. Fue momento de degustar los placeres de «Nowhere Near», «I´ll Be Around» o «Cornelia And Jane», composiciones éstas últimas recibidas con amplio entusiasmo a pesar de su reciente aparición, lo que prueba la pegada e inequívocas excelencias del último trabajo del grupo.
El incómodo paréntesis de veinte minutos que siguió a continuación fue ágilmente olvidado, para asumir en todo su esplendor el torrente eléctrico de incontestable intensidad mostrado a lo lago de interpretaciones inolvidables como las de «Before We Run», una segunda versión de «Ohm» o los diez minutos de «Pass The Hatchet, I Think I´m Goodkind». Una banda de tres piezas irremplazables que mutan posiciones incansablemente, encajando siempre en poliédrica simetría sea cual sea la particularidad demandada por la situación. Apropiaciones ajenas como el «Gates Of Steel» de Devo y una anarquía deliciosa desataron las vistosas aptitudes de un Kaplan que, junto a la inexcusable colaboración de sus compañeros, fue derivando progresivamente hacia el indie-noise santo y seña de la casa en los 80 y 90, hasta desembocar en un éxtasis definitivo y compartido.
Más de dos horas y media de música bella y violenta, dotada de singular bipolaridad y generadora de inevitable controversia entre los testigos. Sin embargo, la escena final protagonizada por el propio Kapalan y la menuda Georgia Hubley autografiando incansablemente discos en el puesto de merchandising, disipaba cualquier tipo de duda y confirmaba lo extraordinario de la velada recién concluida. Pura magia. Ni más ni menos.