50 años sin Jimi Hendrix, el guitarrista negro que convulsionó el mundo blanco
¿Hay algo que no se haya dicho ya sobre Jimi Hendrix? Hoy se cumplen 50 años desde su desdichada muerte y sigue siendo uno de los mayores iconos a nivel individual del rock, sobre todo en cuanto al uso de la guitarra eléctrica se refiere. Su imagen podemos encontrarla tantas veces como la de Elvis, Jim Morrison o Kurt Cobain en fotos, pósters, camisetas y demás parafernalia, que hoy día ya ni siquiera son acervo propio de aficionados a este tipo de música, sino que pertenecen enteramente a la cultura popular. Podemos encontrar su cara impresa en cualquier tienda de ropa y escuchar su música en un centro comercial,
Y es que su importancia es inmensa. Al igual que hizo Elvis, pero al revés y en otro momento, él supo conjugar a la perfección los mundos blanco y negro, dos esferas que estaban inicialmente condenadas a no entenderse, pero para las que él hizo de eslabón y de paso, revolucionó todo lo establecido, tanto en términos sociales como musicales. En los primeros, convirtió en algo natural la presencia de un hombre negro en los tabloides y en televisión, en los mismos espacios que los blancos (eso sí, para ello, primero tuvo que marcharse a Inglaterra) y en lo musical, a través del infinito mundo de posibilidades que las seis cuerdas de su Fender Stratocaster le permitían -y que él supo explorar hasta límites insospechados- hizo que ya no hubiera marcha atrás en la evolución de un sonido que fue una de los fenómenos culturales más importantes del pasado siglo.
¿Qué hizo que Jimi Hendrix, nativo de una nación terriblemente (aún hoy) segregada como es EEUU, agitara de esa manera el mundo de los blancos? Para empezar, James Marshall Hendrix (o Johnny Allen Hendrix, su nombre de nacimiento) nació en Seattle (Washington), en la costa oeste de los estados unidos, donde las cosas no estaban tan crudas como en el sur o incluso otras ciudades norteñas, como Chicago, allí la vida no era tan difícil para el hombre negro y podemos ver fotos de él en el colegio con compañeros blancos o ya en su adolescencia, tocando con primeros combos multirraciales. Jimi no creció con miedo al hombre blanco, o al menos, no tanto como muchos otros afroamericanos. Quizá fue eso el detonante de todo lo que pasó después.
Además, su padre, Al Hendrix, que a diferencia de muchas otras historias de crianza monoparental, fue el que se ocupó de él, pues su madre, amante de las fiestas, estuvo bastante ausente, era un gran conocedor del blues. Jimi creció escuchando a Muddy Waters, Howling Wolf y tantos otros magos que electrificaron el blues para hacerlo popular. Eso, unido al descubrimiento de Chuck Berry, hizo que la guitarra fuera un objetivo a perseguir. Un amigo le vendió su acústica por la “astronómica” cifra de 5 dólares y cuando Al vió que lo de su retoño iba en serio, le acabó comprando su primera guitarra eléctrica.
Jimi se pasaba horas y horas con la guitarra. Se convirtió en su amor, su vida. Sólo era persona cuando estaba tocándola. El resto del tiempo, se convertía en un ser dubitativo y tímido, pero cuando la tenía entre las manos, estallaba en un portento de creatividad y excitación, que con el paso del tiempo iría haciéndose más gigante, apoderándose de él, hasta el punto de no poder pensar en el hombre sin su instrumento colgado del hombro.
Como era de esperar, no tardó mucho en formar sus primeros combos con los que desarrollar todo ese sonido vibrante que había heredado de la tradición de su raza, pero que el recién estrenado rock and roll había hecho estallar por los aires. The Velvetones o The Rocking Kings fueron los encargados de fletar el talento de este genio, que también -le venía de casta- comenzó a hacer sus pinitos en la mala vida. Tras ser pillado dos veces conduciendo coches robados las autoridades le dieron a elegir entre la trena y el ejército. Elegir la segunda opción no le trajo demasiadas alegrías y tras dos años de adiestramiento como paracaidista, quedó patente que el ejército no era lo suyo.
Tras su experiencia militar, siguió camino: se dedicó a patearse arriba y abajo el conocido como Chitlin’ Circuit, el recorrido de locales a lo largo y ancho del país que era la vértebra de la música negra, entonces ya con el rhythm and blues y el soul como bandera. Así, además de tocar con bandas propias, logró ser músico de acompañamiento de nombres tan relevantes para la historia de la música como Wilson Pickett, Don Covay, Slim Harpo, Sam Cooke, Jackie Wilson o incluso The Isley Brothers y el mismísimo Little Richard, con los cuales dio sus primeros pasos en el estudio de grabación.
Su forma excéntrica de estar en el escenario y su actitud nada dócil hicieron que fuera muy complicado integrarse en este tipo de bandas de acompañamiento (aunque no mucho después muchos de esos artistas se vanagloriaban de haberle tenido en nómina) y Jimmy, que así se hacía llamar todavía (no Jimi, como quedaría para la historia, a sugerencia de su futuro bajista Noel Redding), decidió ir a Nueva York a buscarse la vida. Allí daría forma a su primera banda “propia”, Jimmy James and The Blue Flames, y comenzaría a componer el material que poco después le daría la fama. La chispa de suerte saltó cuando la por entonces novia de Keith Richards, Linda Keith, cayó rendida a sus encantos artísticos en un conocido club del Greenwich Village y comenzó a cantar sus alabanzas a todo el que podía. Obviamente, primero a su novio y al entonces manager de los Stones, Andrew Loog Oldham, que pasó olímpicamente de ella, pero con Chas Chandler, que ya estaba pensando en abandonar a los Animals de Eric Burdon para labrarse carrera como representante, hubo más suerte.
Chas se lo llevó a Londres, con la firme intención de conseguirle una banda que estuviera a la altura de los grandes planes que tenía para él. De esta forma entran en juego el dotado batería Mitch Mitchell y Noel Redding, un guitarrista metido a bajista que deslumbró a Hendrix con sus conocimientos enciclopédicos y técnicos del blues. Nacía así The Jimi Hendrix Experience, power trío por antonomasia, con el permiso de los Cream de Eric Clapton, que en poco tiempo y gracias a los no pocos contactos de Chandler, ya estaban tocando para la flor y nata del swingin’ London, encabezada por supuesto por los Beatles, que quedaron boquiabiertos igual que todos los demás ante el espectáculo de pura excitación que ofrecía el de Seattle, con todos los trucos y cabriolas que había ido aprendiendo por el largo camino pateando clubes de mala muerte para que otros se llevaran la gloria.
No se hizo esperar el primer single de ese artista americano negro que estaba en boca de todos. Su versión de “Hey Joe”, canción tradicional actualizada poco tiempo antes por Tim Rose, llegó fácilmente a los primeros puestos de las listas británicas, al igual que lo hicieron los dos siguientes sencillos, ya con canciones del propio artista: la insuperable“Purple haze” y la sofisticada “The wind cries Mary”, todas ellas a la postre incluidas en Are You Experienced, disco aparecido en 1967, en clara pugna con el Sgt. Peppers de los Fab Four y que representa uno de los debuts más colosales jamás editados. Jimi, de este modo, demostraba que no sólo era estratosférico como guitarrista y showman, sino también como compositor de temas tan fuera de órbita como “Foxey lady”, “Fire” o “Third stone from the sun”, que catapultaban al blues a la altura de las estrellas y le daban una tonalidad pop extremadamente energética y completamente desconocida hasta entonces por el público blanco.
La mecha de la revolución estaba encendida y ya no habría marcha atrás. En un club de Londres a todo un Eric Clapton se le caían sus testículos al suelo al dejar subir al escenario junto a sus Cream a aquél tipo que reventó todo con solo dos canciones y le dejó a la altura del betún. Así se las gastaba él, que ahora que además contaba con el beneplácito del público a través de las ventas de discos, no iba a frenar fácilmente su ascenso. Poco después del debut llegaba Axis: Bold As Love, otro álbum que, si bien no registraba igual nivel de acierto compositivo que el anterior, sí que suponía un nuevo avance en el camino de evolución vertiginosa de exploración de nuevos sonidos que había iniciado y contaba, además, con una asombrosa pieza de orfebrería llamada “Little wing”, una maravilla delicada y majestuosa que dejó boquiabierto al mundo. Todos querían ser Hendrix.
Quizá por eso el mismísimo Paul Mc Cartney fue el que recomendó su presencia en el cartel del Festival de Monterrey, evento en el que la Experience al final explotó como es debido en el país de origen de su líder, merced a un concierto que es sin duda uno de los más míticos de la historia del rock. Tras ello, el músico comenzó a trabajar en su tercer álbum, en el que al fin exploraría todas las posibilidades de la electricidad de su instrumento y del propio estudio de grabación, que él usó como otro mecanismo de creación más y que le ayudó a que Electric Ladyland resultara uno de esos discos que lo contiene prácticamente todo. Una obra maestra, además doble, que le catapultó todavía más al olimpo de los dioses intocables y que sirvió de puerta de entrada para su presencia en Woodstock, festival ideado para certificar el momento más álgido del sueño hippy y que él se encargó de llevar al éxtasis a través de otra de esas actuaciones míticas de las que dejó sembrados sus cuatro años de actividad frenética.
Lamentablemente, estos fueron sus últimos pasos verdaderamente firmes y seguros. Complejos problemas contractuales de representación, adquiridos antes de viajar a Inglaterra, y las leoninas condiciones de su discográfica que tampoco le dejaban libre para manejarse como él quería, así como su decisión de dar por finalizada la existencia de la Experience para montar Band Of Gypsies junto a Buddy Miles y Billy Cox, le sumieron en un período de inseguridad y ansiedad que él combatió, además de con bastante droga, no parando de crear, grabar y tocar, pero sin definir claramente una continuación de estudio a su cénit del año 1968.
Dos años pasaron, por tanto, y su única novedad discográfica fue un desganado álbum en directo junto a su nueva banda y muchos proyectos que no llegaban del todo a fructificar. Aún así, la noticia de su muerte ahogado en su propio vómito el 18 de septiembre de 1970 por sobredosis de barbitúricos a la tierna edad de 28 años sorprendió absolutamente a todos, que lloraron su desaparición como la inmensa, incalculable pérdida que suponía para la evolución del arte en su tiempo. Un disco póstumo, The Cry Of Love, salía poco después para dar testimonio de esos proyectos inacabados que dejaba atrás y con los que pretendía ahondar más en sus raíces negras. No estaba a la altura de lo anterior, aunque tenía sus virtudes, como tampoco lo han estado nunca la práctica totalidad de obras póstumas con las que se ha sembrado un mercado siempre ávido de música oculta de uno de los ídolos más colosales jamás conocidos por el hombre. El último de esta larga lista de rasca-bolsillos de fans es un suculento Live In Maui, directo de reciente aparición y excelente sonido.
Se añora mucho al guitarrista, al compositor de temas aventureros y excitantes, pero poco se habla, sin embargo, del significado que tuvo el desparpajo con el que tomó al asalto un mundo eminentemente blanco como era el del pop dejándolo patas arriba y mezclándolo todo tuvo a nivel cultural. Su verdadera revolución está ahí, no en tocar con los dientes o con la guitarra a la espalda, no en el uso de efectos, ni siquiera en quemar sus guitarras en escena o grabar alucinaciones psicodélicas embadurnadas de blues, lo que realmente importa es que liberó una serie de tabúes que impedían avanzar y de paso abrió camino a que su raza fuera tenida en cuenta de una manera en que jamás habría podido de no ser por él. Y todo eso en tan sólo cuatro años. Cuatro años prodigiosos que demostraron que hablamos de uno de los genios más portentosos a nivel musical que hayan pisado la tierra. Siempre imitado, siempre reivindicado, pero jamás igualado. Jimi Hendrix sólo hubo uno. Y justo hoy hace 50 años que dejó un vacío demasiado grande. Nadie ha podido ni podrá llenarlo jamás.
Recordemos a Jimi Hendrix y sus grandes canciones:
Pedazo especial. He acabado llorando. Por cierto, murió a los 27 años. De ahí la generación maldita.