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Rara Avis: La seminal imperfección de la BSO de Liquid Sky

Rara Avis es una sección quincenal en la que nos adentraremos en algunos lanzamientos que, quizá, hayan surgido en los márgenes de lo habitual. No, no vamos a sentar cátedra con ese “disco que no conoces”, porque el objetivo no es caer en lo fácil y arriesgado menospreciando la cultura musical de cada uno dando por hecho que no conoces lo que vas a leer. En estas líneas que publicaremos, queremos ampliar estilos, conocimientos y, por qué no, ablandar el oído para sonidos algo subterráneos, investigar las posibilidades sonoras a través de discos o tocar lo que ahora llaman “distintas geografías”. Esperamos que esta sección te descubra algo nuevo, o desempolve ese sonido que disfrutaste, o, simplemente, alerte tu curiosidad ante los preciados desvaríos y preciosos experimentos que pululan por ahí. Porque, en el fondo, todos somos esa rara avis.

Rara Avis: La seminal imperfección de la BSO de Liquid Sky

En 1982 se estrena Liquid Sky, una locura maravillosa ideada por el cineasta soviético Slava Tsukerman que, sin quererlo, acabaría siendo seminal en la estética y en la música de alguno de los géneros de entonces y de décadas después. La historia es muy simple y rocambolesca: un ovni aterriza en una azotea en Manhattan en busca de cerebros en pleno chute de heroína o en pleno orgasmo para poder alimentarse. Mientras, la cámara se explaya en las andanzas de un grupo de camellos, artistas y fiesteros que pasan su tiempo entre moda estrafalaria, opiáceos y clubes.

Así dicho, la película y la estética, ambas de bajo coste y recorrido inicial, tenían todos los visos de convertirse, si es que se podía convertir en algo, en una película de culto. La maravillosa interpretación de Anne Carlisle en su doble papel andrógino o una de las escasas interpretaciones que Paula Sheppard dio al mundo se conjugaban con la exageración deliberada de neón, maquillaje, vestuario, escenografía y una banda sonora que crearon, desde la new wave y el olor a cuchara quemada, un mundo propio.

Si el argumento y la puesta en escena es un baile continuo al desenfreno, la música no podía ser menos. Slava Tsukerman añadió a su función de director la del creador de la banda sonora, para lo que se sirvió, esencialmente, de las posibilidades de un Fairlight CMI. La manipulación digital incipiente que proporcionaba esa máquina otorgaba la reducción simplista de muestreos que fueron usados por el cineasta y por Brenda Hutchinson y Clive Smith, encargados de ordenar compositivmaente semejante caos de minimalismo cacofónico.

Además de la creación propia, Tsukerman quiso incorporar algunas partituras clásicas al proceso mecánico. Puede que esta acción lleve al oyente rápidamente a Wendy Carlos y su acción pionera con Bach y otras creaciones pasadas por el tamiz del vocoder y la electrónica. Sin embargo, el resultado es distinto. Mientras que Carlos podría aspirar a cierto reconocimiento de vanguardia, Tsukerman y sus acólitos parecían tener más la funcionalidad y el presupuesto por bandera.

La programación por códigos era suficientemente real y futurista como para emplearla en la creación de la estructura sonora de una película que nadaba en la saturación sensorial. No podía ser de otra forma, y los cortes dispuestos en la película se presentaban sin edición o con un resultado, cuanto menos, extraño. Pero eso fue lo que, en la escala de lo culto, triunfó. Sonidos creados de cero, casi atrapados entre un futuro algo distópico, dieron con canciones alejadas de la hiperproducción que se le presumía a las bandas sonoras de los ochenta.

En la película, hay una escena radical desde el punto de vista musical. Paula Sheppard, quien interpreta el papel de Adrian, a la vez que deambula por los clubes con un micrófono, una caja de ritmos y un amplificador portátil, interpreta “Me & My Rhythm Box”. La esencia de la imagen de Sheppard, la música en sí y la reacción del público se convirtió en una poderosa imagen para cuando, décadas después, el electroclash reivindicó la película como su gran influencia.

 

Enfilando el siglo XXI, ciertos clubes de Berlín o Londres comenzaron a construir un género que aludía al bajo presupuesto, al sonido electrónico bello en su imperfección y a una exageración estética bañada en neón que deambulaba entre lo histriónico y lo vanguardista. Artistas como Peaches o Miss Kittin en su periodo sociativo con The Hacker modernizaron la semilla de Liquid Sky para perpetrar uno de los últimos movimientos estéticos y vanguardistas de cierto impacto creativo.

La banda sonora de Liquid Sky otorga ese punto de partida a una concepción lúdica y extraña de la composición musical para películas. Si bien todo partió de unos ochenta incipientes en los que comenzaban a fraguarse lenguajes cinematográficos de ciencia ficción y fantasía que podían encajar como la parte seria de lo que Tsukerman propuso, la parte musical fue una propuesta personal y radical. El reconocimiento por parte del electroclash y cierto electro de su banda sonora eleva, formalmente, su acierto e influencia, al igual que en el nuevo siglo lo fueron otros compositores para la retrowave o el outrun.

Escucha la la BSO de Liquid Sky

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