Ainara LeGardon + Junior MacKenzie – 16 Toneladas (Valencia)
Mientras los grandes medios discuten y se tiran los trastos a la cabeza reclamando «apertura de miras» y quejándose de «sectarismo», algunos nos remangamos, sacrificamos horas de sueño un jueves y nos hacemos 80 kilómetros para asistir a un concierto al que, intuimos aunque nos gustaría equivocarnos, no acudirá ninguno de esos medios con «miras abiertas». Una lástima, porque el de anoche fue uno de los mejores conciertos que se han podido ver y se verán este mes en, ojo al dato, la tercera ciudad más grande de nuestro país. Pero en fin, quién quiera seguir mirando el dedo, la luna o al vacío infinito que lo haga: otros preferimos disfrutar sin más del verdadero rock and roll. Hablando de rock and roll… ¿podría calificarse así lo que vimos anoche sobre el escenario de la magnífica, tanto en distribución como en acústica, sala 16 Toneladas? Pues en lo que se refiere a la música, puede que sí; en cuanto a la actitud sobre el escenario, sin ninguna duda.
Aunque quizás sería más adecuado hablar de actitud punk. Dos músicos, uno en solitario y otra con banda, se presentaban ayer ante su público (apenas veinte personas, muy respetuosas y atentas) esgrimiendo una forma de ver la música y de andar por la vida basada en el do it yourself. Quizás por obligación, como muchos otros, pero en el caso de Ainara LeGardon y Junior MacKenzie, creo apreciar que también hay buenas dosis de convicción.
El castellonense Juan Fortea, el hombre tras el gran músico que es Junior MacKenzie, abrió la velada sin más ayuda que su guitarra acústica colgada al hombro. Me pareció que empezaba algo cohibido, pero la timidez le duró justo el tiempo que le llevó encontrarle a su guitarra claves ocultas, formas de extraerle sonidos que algunos no sabíamos que existían, lamentos, quejidos, gritos, explosiones y sollozos. Presentaba su EP Mr.Good Horse enfrentándose en solitario a la difícil tarea de recrear los sonidos, intensos y variados, del folk eléctrico y el rock de raíces que ofrece, con banda, en su último trabajo. Lo consiguió, como he dicho, a base de aporrear, acariciar y rasgar su guitarra con intensidad y fuerza. A destacar una magnífica «All my friends have children» con el acompañamiento de su armónica. Buen instrumentista con buena voz, actitud, ganas y amor por el rock. Músico a seguir.
Después de bajarse Junior MacKenzie del escenario vimos subirse al mismo a Ainara LeGardon y los músicos que la acompañan en esta gira, los mismos con los que ha grabado Every Minute, el álbum que venía a presentar: Rubén Martínez al bajo y Héctor Bardisa a la batería. Tras la preparación de rigor, Ainara arrancó el concierto del mismo modo que empieza Every Minute: con «Last day», la canción a capela que abre el álbum preparando el terreno para la montaña rusa emocional que viene a continuación. Resultó una interpretación ciertamente emotiva y escalofriante que a la postre resultó beneficiada por la poca asistencia de público, ya que el sepulcral silencio que brotaba desde la platea parecía colaborar, como un extraño y mudo coro, con los propios silencios de Ainara que forman la columna vertebral de la canción. A partir de ahí quedó claro que había una conexión.
Siguiendo con el orden del álbum, sonaron a continuación «No end», «Magnetic» y «White», todas ellas ya en medio de una tormenta desatada en la que Ainara destrozaba su guitarra y se enfrentaba con su amplificador buscando el acople imposible, mientras Héctor parecía tocar con cinco o seis baquetas, yendo más allá del ritmo y entrando en terrenos en los que el rock podría confundirse con el jazz más vanguardista. Mientras, el bajista hacía lo que podía para recoger los restos de la batalla y recomponerlos. El concierto atravesó por momentos ciertamente densos, como denso y a veces infranqueable es Every Minute, pero así, entregada y difícil a partes iguales, es la música que realmente desea establecer un diálogo de desafíos con el oyente.
El último tercio del concierto fue realmente espectacular. Guitarra, bajo y batería se enzarzaban en luchas y juegos de los que los espectadores con más atracción hacia el riesgo fueron los mayores beneficiados. El cariño de Ainara por la improvisación marcó alguno de los mejores momentos de este vertiginoso descenso formado por «Thirsty», «Every minute» y «Speeding South». Los músicos se retiraron entre aplausos para volver, unos minutos después, y regalarnos una espectacular «Before waking up» y atacar la que, según el setlist, es la enésima revisión de «A second of…», que a mí me pareció bastante cambiada respecto a su versión de estudio y me resultó difícil de reconocer. No importaba: a estas alturas lo de menos eran las canciones, si esta o aquella, de uno u otro álbum, si las tocaba igual que en el disco o diferente… Lo importante es que habíamos asistido a una clase magistral de amor por la música, de actitud sobre un escenario, de dominio de unos instrumentos (brutal lo que hace Ainara con la guitarra), de profesionalidad sobre las tablas y humildad al bajarse de ellas: Ainara se sentó en un taburete, junto a la barra, a vender sus discos y charlar con quien quisiera acercarse. Tuve la oportunidad de hablar unos minutos con ella. La encontré sudada y cansada pero parecía feliz. Le comenté que me pareció que disfrutaban mucho sobre el escenario y me respondió que sí, que así era. Hablamos, no lo olvidemos, de una artista que ha pasado por el FIB y que lleva cinco discos a sus espaldas. Resulta que, después de tantos años, disfrutó como una chiquilla en un concierto ante 20 personas. Eso, amigos, es la música, la verdadera esencia de la música. El resto, como decía Alex Ross, es ruido.