Derrick May – Lolita (Barcelona)
Íbamos a ver a Derrick May sólo por una razón, que nada tiene que ver con una afición desmesurada por la noche. Lo íbamos a ver por el mito –Innovator sigue siendo la mejor electrónica parida jamás-, pero sobre todo para saber cual es el techno que hay que seguir escuchando, cuales son los paisajes que siguen emocionando. Y sabíamos que –como oreja inquieta que es- May sería capaz –con sus 40 y largos años- sonaría más joven, más fulgurante, más auténtico, bello y refulgente que nadie.
¿Y qué vimos? Pues la mejor versión del DJ. Un hombre absolutamente dominado por la emoción musical, que no sabe lo que es pinchar “lo que quiere el público”, sino que sabe guiarlo a su terreno hasta que éste –siempre tozudo- comprende que no está ante una sesión normal, ni patrones pre-establecidos. Quienes no le conocían comprendieron que había que tener paciencia con su estilo, nada basado en las plantillas rítmicas usuales. Engañoso y juguetón con la mesa, con una actitud humana encima del escenario –permanentes guiños a los primeros de la fila, miradas cómplices- acelera, para y hace transiciones hasta decir basta. Un virtuoso de la técnica.
Pero la técnica no es nada sin el contenido. La música que pincha es –básicamente- la misma que hace 10, 15 ó 20 años. Es decir paisajes de melodías, progresiones secretistas, ritmos provenientes de un liberador imaginario a medio camino entre ancestralidad africana y la contemporaneidad. La mirada sigue estando puesta en la escena de Detroit. Muchísima variedad, manteniendo el interés y la tensión a lo largo de la sesión, con capítulos, mini-introducciones, conclusiones, vueltas a comenzar…pareciera que llevase un guión escrito. Convierte la electrónica en funk, en música orgánica, física, llena de vida, en algo que puede ser amable y profundo al mismo tiempo. ¿Cual es su secreto? No venderse jamá al hype, al mercadeo. Su gusto por la teoría –introducir filosofía en el techno es lo suyo-, su facilidad por la elegancia extrema y su personalidad casi única –en un medio con demasiada impersonalidad y mímesis- hacen de él un Miles Davis de la mezcla. Un virtuoso, un amante del infinito.
Tres horas y media en la cumbre. Y “sin necesidad de píldoras para sentir en funk”.