ConciertosCrónicasDestacada

Turnstile (Palacio de Vistalegre) Madrid 27/11/25

“¡Has visto las imágenes de Baltimore! ¡Has visto las imágenes de Baltimore!”. Pocas frases han viajado tan lejos con tan poco. Quién iba a decirle al tertuliano José Miguel Villarroya —académico, serio, con ese entusiasmo involuntario que aparece cuando alguien habla un poco más alto de lo que pretendía— que su exclamación acabaría convertida en la banda sonora no oficial de los conciertos de Turnstile en Barcelona y Madrid. Pero así funciona internet: un comentario lanzado al aire hace unos años, descontextualizado y exagerado, se transforma en un meme colectivo capaz de recorrer una sala entera y también los días previos al concierto. Nada tiene sentido y, al mismo tiempo, todo lo tiene.

Y sí: las hemos visto, José Miguel. Las imágenes de Baltimore forman ya parte de nuestra educación musical. Aquel concierto de mayo, en Wyman Park Dell, se convirtió en un pequeño mito contemporáneo. Miles de personas que parecían salidas de esos conciertos históricos: cuerpos al unísono, un desorden luminoso, una alegría tan expansiva que no cabía en la pantalla del móvil. El vídeo voló, de feed en feed, hasta convertirse en una referencia inevitable: algo así como el listón emocional que, queriendo o no, todos llevábamos en la cabeza antes de ver a Turnstile en directo.

Unas semanas más tarde, en junio, llegó Never Enough. Y lo que para algunos había sido un fogonazo se convirtió en una combustión lenta, sostenida, casi inevitable para una mayoría. A partir de ahí, la bola de nieve no dejó de crecer: el boca a boca, los clips virales, los comentarios que aparecían en cualquier conversación musical, una gira que se fue expandiendo con paradas promocionales tan celebradas como su ya histórico Tiny Desk Concert. Y, sobre todo, un disco perfecto, o casi. Probablemente el mejor del año, con permiso de Geese, y quizá uno de esos que dentro de diez años señalaremos como decisivo en la década.

La puerta que abrió Glow On ya no es una puerta: es un muro derribado. Por esa grieta entra una luz nueva, más funky, más sintética, más elástica, un espacio donde Turnstile se mueve sin miedo a estirar los límites del hardcore sin traicionar su pulso original. Siempre hay una banda que empuja el género hacia otro sitio, y cuando lo logra, como en esta ocasión, lo hace sin pedir permiso ni disculpas. Y muchos hemos seguido esa luz como si fuera una referencia inequívoca en medio del ruido contemporáneo.

Las imágenes que me deja su paso por Carabanchel siguen dando vueltas en la cabeza: el cuidado de la escenografía, las luces bajas y coloridas, la humedad de la sala, la sensación de que el suelo vibraba un poco más de lo habitual y ese movimiento constante del público, como si todos supieran exactamente cuándo saltar, cuándo empujar y cuándo dejarse llevar. Fue un concierto excepcional, quizá incluso uno de los grandes del año, pero más allá de eso, a muchos de los presentes nos dejó la impresión de haber estado en el lugar preciso y en el momento justo.

Para quienes estamos entre los veinte y los treinta, acostumbrados a llegar tarde a casi todo, a las escenas que ya no existen, a los grupos que ya no están, a los discos que descubrimos cuando ya son historia, esta vez fue diferente. Aquí llegamos cuando tocaba. Sin nostalgia, sin el duelo silencioso de haber llegado tarde, sin él “ojalá haberlo visto entonces”. Pasó aquí, pasó ahora. Y es un alivio, un alivio extraño, sentir que llegas a tiempo por primera vez en mucho tiempo.

Quizá por eso todo quedó tan nítido en la memoria: porque no lo mirábamos desde la distancia, sino desde dentro. Porque la sensación generacional no fue la de ir a remolque, sino la de estar vivos en el minuto exacto en que las cosas suceden. A mí eso solo me ha pasado con Fontaines D.C. en Europa y, en España, con los primeros conciertos de Carolina Durante: esa punzada en el estómago que te dice “esto importa, y estoy dentro”.

Pero volvamos al concierto. Lo primero que impactó en Vistalegre fue la energía: inmediata, casi brusca, como si el concierto hubiera empezado antes de que entráramos. Lo más interesante, sin embargo, fue el tipo de público que se reunió allí. Por un lado, la vieja guardia del hardcore: gente que ha visto salas arder, que sabe cómo colocarse, cómo reaccionar, cómo leer el movimiento. Por otro lado, toda una ola nueva de fans (un servidor) llegados por Glow On y Never Enough, atraídos por esa mezcla de groove, melodía y contundencia que Turnstile ha convertido casi en ciencia exacta. Son mundos a priori distintos, sí, pero durante el concierto no existió ninguna frontera. Se movía todo como una sola cosa, un organismo inmenso que reacciona por impulso. Una especie de “inteligencia colectiva del pogo”, por decirlo de alguna manera.

Y tiene mérito, porque el sonido del Palacio de Vistalegre volvió a demostrar por qué tiene tan mala fama. El eco, las voces que se desdibujan, ese rebote desagradable que convierte los temas en una especie de borrón. Sobre el papel, era un mal escenario para un grupo que vive tanto del impacto físico de cada golpe, de cada giro rítmico. Pero en la práctica ocurrió lo contrario: cuanto peor parecía sonar, más fuerte respondía la pista. Como si el público hubiese decidido suplir con cuerpo lo que faltaba por los monitores.

Desde abajo se veía claro: no había apenas un segundo de pausa. La pista estaba en un movimiento constante. Todo funcionaba por impulso. Turnstile entraba con un tema y el público lo devolvía amplificado; la banda acelera y la sala contestaba como si hubiera sido entrenada para ello. No era un pogo caótico, sino un flujo continuo, una coreografía involuntaria. Un “estoy aquí, estoy ahora y estoy vivo”. Y esa sensación de estar rodeado de desconocidos en el mismo punto en el que tú te encuentras, viendo cómo desde cualquier lado se encienden brasas, es algo irrepetible.

Y ahí es donde el concierto se ganó su sitio. No porque sonara perfecto, no sonó bien, sino porque todo lo demás estaba alineado: la banda en un momento de forma incontestable, un público entregado y esa sensación colectiva, difícil de explicar, de estar en una noche que importa. Esa clase de noches que luego recuerdas con una claridad extraña, no por un momento concreto, sino por la suma de pequeños impulsos que te empujaron hacia adelante durante hora y pico. Por eso, incluso con Vistalegre en contra, la cosa salió grande. Grande de verdad. No por épica, ni por simbolismo, sino por algo más simple: porque a veces la música funciona por acumulación de energía, y esa noche Turnstile generó la suficiente como para desbordar todo lo demás.

En lo estrictamente musical, Turnstile fueron quirúrgicos: ochenta minutos largos, más de veinte temas encadenados, ni un descanso innecesario. El concierto empezó pasadas las 22:30, horario extraño para una gira de invierno, pero la pista ya estaba abarrotada y las gradas casi llenas gracias a los dos conciertos anteriores: High Vis y The Garden.

El setlist equilibró Glow On y Never Enough con una lógica impecable. Del primero, los himnos inevitables: “Don’t Play”, “Holiday”, “Blackout”, “Mystery” o “T.L.C.”. Del segundo, prácticamente todo: “Never Enough”, “Light Design”, “Sole”, “Sunshower”… incluso el interludio de “Ceiling” y la transición “I Care / Dull”, integradas con naturalidad en la narrativa del concierto. Los temas más antiguos  como “Real Thing”, “Drop”, “7”, “Pushing Me Away”, o “Keep It Moving” funcionaron como recordatorio del trayecto recorrido, una prueba viva de cómo una banda puede expandir su sonido sin traicionarlo. Para mi gusto faltó “Blue By You”, esa pequeña joya que habría encajado como pausa emocional, quizá enlazada con “Drop”. Un detalle menor en un concierto que avanzó como una corriente.

La recta final trajo algunos de los momentos más celebrados. En “Seein’ Stars”, la bola de discoteca convirtió la pista en una nube cálida. En “Birds”, más de una docena de fans subieron al escenario en un estallido de comunión absoluta. Todo se movía con una fluidez que pocas veces se ve: los grooves expansivos, los estallidos punk, los respiros luminosos… cada pieza encajaba en un conjunto que funcionaba como un único movimiento. Lo único que chirrió fue el merchandising: sorprendentemente pobre para una banda que cuida tanto lo visual. Camisetas por encima de cincuenta euros (más caras que en su propia web) y diseños que parecían improvisados. No es grave, pero sí desconcertante en una banda que tiene tan claro su universo estético y del cual hacen tanta gala.

Lo que queda, y es lo primero que se te viene a la cabeza cuando las luces se encienden y te invitan a despejar la zona, es la relevancia que esta banda puede tener en la música de esta década. Han llevado su género matriz a lugares que hace treinta años parecían imposibles. No es solo una actualización del hardcore —aunque, siendo sincero, no sé si lo necesitaba, pero eso es otro debate—, sino una expansión de sus límites. Es fácil imaginar que esta influencia se filtre en otros rincones del underground, en otros estilos, en otras bandas, dando lugar a discos futuros tan eclécticos como inesperados.

Puede sonar contradictorio, incluso incomprensible para algunos seguidores más ortodoxos, que ven esta evolución como un desvío final del camino. Pero lejos de ese fundamentalismo, Turnstile está llamado, si no lo es ya, a convertirse en un eslabón clave del rock de esta década. Una banda que abre puertas, derriba fronteras y redefine lo que muchos esperamos de un concierto de guitarras. Hago mías las palabras de mi compañera Amaia en la crítica del disco para este medio: “Never Enough es mucho más que un paso adelante para Turnstile, es el primer capítulo de lo mucho que está por llegar”.

A la salida, sudado, magullado y feliz, lo segundo que me volvió a la cabeza fue la frase de Villarroya. Claro que hemos visto las imágenes de Baltimore. Pero ahora, después de esta noche en Carabanchel, ya tenemos las nuestras. Y quizás, solo quizás, esas son las que realmente importan.

Fotos Turnstile: Víctor Terrazas

WP-Backgrounds Lite by InoPlugs Web Design and Juwelier Schönmann 1010 Wien