Doctor Divago – La Tierra Prometida (Bonavena Música)
Inevitable que a uno le tiemble el pulso al hablar sobre un nuevo disco (el décimo tercero, para más inri), de Doctor Divago. Y, como suele decirse, no es por miedo, es por respeto. El más profundo de los respetos. En este que escribe, se conjugan, en lo que a ellos respecta, dos circunstancias tan enfrentadas como inseparables: el hecho de que forman parte esencial de mi vida y de la cultura de mi tierra (Valencia), así como la idea recurrente -creó que compartida con muchas otras personas- de que la historia no les ha hecho toda la justicia que debiera
Difícil, pues, afrontar con objetividad esta tarea de poner negro sobre blanco impresiones sobre un disco que, no les mentiré, en un momento dado pensé que no llegaría. De alguna manera, su anterior trabajo, Complejo Alquería Frailes 13 (un número que parece querer perseguirles), me supo a despedida. Si no de los escenarios, o del local de ensayo, cuya dirección, por cierto, ponía título al álbum, sí de un mundo discográfico que cada vez es más complejo y menos motivante, sobre todo para quien no tiene nada en absoluto que demostrar. Era un disco de madurez, muy probablemente el mejor que habían hecho, y una especie de resumen magistral de sus virtudes. Una forma más que sobresaliente de decir adiós.
Pero no. De eso nada. Es más, La Tierra Prometida, que así se llama esta nueva receta del Doctor, me sabe a todo lo contrario: a renacimiento. Un renacimiento exultante no exento, por otro lado, de cierta amarga ironía. Y es que, lejos de constituir el consabido conjunto de canciones urdidas en esos ensayos que han asegurado una saludable supervivencia a esta pandilla de cinco tipos que básicamente lo que quieren es hacer música juntos, este nuevo resultado de su ahínco parece encerrar, en su título y en su contenido, cierto mensaje cifrado dirigido al mundo que escuche, que podría resumirse en esta porción de una de sus letras: “No es que no tuviera sitio, es que jamás lo encontré, asumo que esa fue mi desgracia, pero mi suerte también “.
Y es que quizá ese empeño por excluir a Doctor Divago de las diferentes “escenas” por las que han transitado sus ya 33 años de carrera, no ha hecho más que beneficiar su permanencia sobre todas ellas. Por eso brindan a esa sucesión de históricos “olvidos” la enorme pedorreta -entiéndase la expresión- que es este disco. Se ríen del destino, de los números trece, de la escena de aquí y allá y de las enteradas y enterados que algún día decidieron que ya no eran modernos, con un disco de rock and roll coagulado, como ellos un día lo definieron, pletórico, lúcido, vibrante y especialmente eléctrico. Un disco de guitarras punzantes, bases rítmicas que funcionan como locomotoras, armónicas aulladoras y letras más inspiradas que nunca cantadas con especial brío. Un disco ante el cual, cualquier calificativo de veteranos, clásicos o maduros que se dedique a sus autores, es absolutamente estúpido. A ver quién lo hace mejor que ellos. Sea joven o viejo.
A ver quién puede rugir como ellos lo hacen aquí. Es un disco urgente, que se nota compuesto durante la pandemia porque, además del ejercicio especialmente reflexivo que contienen sus letras, sus arreglos estrictamente musicales se notan planeados por un grupo de personas que en cuanto pudo corrió al local de ensayo -esa tabla de salvación- a verter toda su rabia. Y no, no se trata de un disco oscuro ni pesimista (aunque tampoco es que vayan de Mr. Wonderful, precisamente), sino de un golpe de puño en la mesa. Un “aquí estoy” dicho con autoridad y sin perder un ápice de toda esa suprema calidad de la que está sembrada la discografía de la banda.
La capacidad para componer contundentes y memorables melodías que mezclan rock, blues y psicodelia es ya indiscutible a manos de Manolo Bertrán. Y en estos diez títulos funciona con especial brillantez, con el añadido de los arreglos que aportan Chumi, David, Edu y Wally. Pero en esta ocasión son sus letras lo que más me ha hecho arquear las cejas. Si bien su uso del castellano ya era uno de los más afinados y cultos de toda la historia del pop patrio, en La Tierra Prometida la escritura de Bertrán se ha vuelto, a mi juicio, menos críptica. Aunque continúan las autorreferencias (el vertiginoso atleta moral), los homenajes a personajes cercanos (Cisco Fran, de La Gran Esperanza Blanca) o lejanos (Sal Mineo), los cantos de pájaros molestos (ese maldito autillo) o los personajes imposibles (Gigante Molina) y cierto olor a psicodelia, también encontramos reflexiones profundas. Más que nunca, quizás.
Así, la inicial “El día después”, entre lo más pop de la colección, sabe a todos esos planes ilusorios que nos prometíamos emprender tras el encierro pandémico. Quizás una pista de cómo empezó la génesis de un disco que, inmediatamente, lanza su red con “Mi suerte y la tuya después” para atraparnos del todo. Lo hacen “igual que ayer, pero diferente”, o eso canta con sorna Manolo, que usa la ironía para decirnos que, como decía hace poco el periodista Victor López Heras en el Confidencial, quienes nunca se fueron, jamás podrán regresar.
Ellos no se fueron nunca y se ríen de todo el/la que les dio por muertos. Se ríen también de los que olvidan lo realmente importante (“Tan ocupado”), de aquellos que bendicen el pensamiento único que nos adormece (“La verdadera luz”), de los que tratan de escapar de sí mismos (“De puntillas, mejor dicho, levitando”), de la inexorable erosión de la edad (“Ojos de serrín”) y, por supuesto, de sí mismos y de su circunstancia de viejales del lugar con ese magistral cierre que propina “El anciano de la tribu”.
Es quizás esta última la canción que resume el espíritu de puñetazo en la mesa del que hablábamos. Nos piden que les dejemos envejecer sin disimulo. Y es curioso, porque su música hace de todo menos envejecer. Su compromiso consigo mismos, con su idea de lo que debe ser el rock and roll, hace que esa música que ya es clásica siga sonando en sus manos con absoluta frescura y vigencia. Eso es, precisamente, lo que pretenden con esta Tierra Prometida, que no es otra cosa que una totalmente honesta muestra de amor y poder absoluto, que sin duda será verdadero maná para esa “familia Divago”, quizá no muy numerosa, pero tan perseverante y auténtica como ellos, que siempre les ha seguido. Y con eso a ellos les basta, pero yo sigo pensando que discos como éste deberían cincelar su nombre con letras de oro en el más alto partenón del pop de este país. ¡Así sea!