ConciertosCrónicas

Ivankovà (La Casa Encendida) Madrid 24/08/24

Cierta pátina mística que produce el atardecer y el olor a diversos cuencos con incienso en las esquinas del escenario se antoja necesaria. No en sí por la parafernalia que a veces puede encerrar todo, sino porque, en este caso, todo contribuye a la rápida absorción de la propuesta de Ivankovà, nombre de guerra de la madrileña Irene de la Cueva y bajo el que perpetra veladas de diversa intensidad sonora como la que deparó la correspondiente a la penúltima jornada de esa propuesta denominada La Terraza Magnética.

Partiendo del hecho de que una duración tan limitada también tiene el lado positivo de la preparación casi milimétrica de la propuesta, Ivankovà parecía predisponer al público congregado a un viaje sensorial y de enorme carga personal. Y lo es no tanto por la experimentación subjetiva, sino maoritariamente por ese sello personal que ha ido construyendo a raíz de la creación de esas fábulas sonoras que recogiera en el espléndido Mogut’ Yun editado hace un par de años.

La intensidad parte en desarrollo lógico, desde una posición de baja frecuencia, casi aspirando al encumbramiento de cierto minimalismo drone, aunque poco a poco consigue transformarse en algo distinto. Parte de esa narración fabulosa se constata precisamente en lo que sucede a continuación, cuando ese periplo de mínimas decoraciones enmarca la propia voz como instrumento. Quizá Ivankovà sepa que el misterio de cómo aplica la voz no radique tanto en los cánones estilísticos, sino en esa presencia que actúa como testigo.

Existe una transfusión de principios casi primigenios, de consagrar los ritmos básicos que destila la instrumentación dispuesta sobre la mesa, esa que acerca el regurgitar similar de un armonio o la capacidad técnica de ir confeccionando el eco de la historia. En toda esa construcción, entre voz y tecnología, entre primario y futuro, penetran ciertos guiños a esa experimentación más primigenia del ruido como sonido, de zumbidos e interferencias que se convierten en elementos orgánicos de acompañamiento hasta que toman por la fuerza todo el espectro sonoro en forma de tormenta.

Ivankovà se sabe narradora, y lo demuestra desde la introspección, algo tremendamente arriesgado. Empieza a dibujar un nuevo paisaje, aunque sigue el eco de lo anterior, como dando a entender la continuidad entre las partes. Volverá a lo vocal como astilla entrometida en esa base orgánica mientras modulará sus aparatos para registrar un sonido de tintes religiosos, indicando ese trance que desemboca en la confusión de no saber de dónde viene un sonido que debate su existencia entre capas y pregrabados.

Los gestos de la madrileña certifican que ha sido poseída por su propia narración, pasando también a ser protagonista, la misma que está cómoda con que todo fluya hasta ese ceremonial, ya de pie, donde todo confluye y, a la par, se va deconstruyendo, eliminando bases, apagando uno a uno cada máquina hasta que solo queda su voz como testigo de ese algo humano.

Fotos Ivankovà: Álvaro de Benito

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