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La respuesta está en la canción (III): Save the last dance for me

El reciente obituario nos ha arrebatado a algunas de las más relucientes joyas que adornaron el collar del soul y el blues en su época dorada. En el caso que nos ocupa, durante el tramo que derivaba las corrientes de los grupos vocales de los 50 en la intensidad rítmica de los 60, unos cuantos tenores negros bautizados como The Drifters y reclutados por Clyde McPhatter, una estrella de la escudería Atlantic que acababa de abandonar a The Dominoes, consiguieron la mayor trascendencia comercial desde su nacimiento en 1953. Solo que para esa época ya no quedaba entre sus filas ni un solo miembro de la alineación original.

A cambio, la bombilla que se le encendió al mánager George Treadwell al escuchar la asombrosa voz de Ben E. King (sí, a él se refería la pérdida aludida al principio, pues nos dejó en 2015) provocó que el grupo en el que este se integraba cambiara su nombre por el de la famosa marca aún en activo, lógicamente con otros componentes ya puramente mercenarios, para grabar un himno que pondría patas arriba las listas norteamericanas y provocaría un repentino y renovado interés por las maravillosas composiciones que un avezado equipo de producción diseñaba para ellos. «Save the last dance for me» fue escrita por Doc Pomus y Mort Shuman, y en ella se narraban las aventuras que podrían suceder a alguien que decide alejarse de su amante para liberar mente y cuerpo en aras de quién sabe qué otras promesas de todo tipo que podrían aguardarle al final de la noche. Eso sí, siempre habría tiempo para volver al redil y reservar el último baile junto a la persona amada. Paradojas sentimentales que, cantadas así de bien, se quedaban en poco más que minucias.

 

Contaba Lou Reed, gran amigo de Pomus, en una mítica entrevista para el programa de Elvis Costello, que el escritor redactó la letra después de ver cómo el día de su boda su ya flamante esposa (la entonces famosa actriz y bailarina Willi Burke) se contoneaba al ritmo de la música sin pudor alguno con varios de los invitados ante su condescendiente mirada. El compositor padecía de poliomielitis, con lo cual sus eternas compañeras de paseo eran unas muletas, y como se comprenderá no eran el instrumento adecuado para exhibirse en una danza post matrimonial.

Tal vez por eso, o por un extraño impulso que le hizo «responder» no solo a este sino a otro de los clásicos salidos de la garganta de King -años después también remedó la inmortal «Stand by me»-, la bella Damita Jo le dio la vuelta al tema en «I’ll save the last dance for you». Se ignora si al hacerlo se metió en la piel de la mujer del autor y quiso devolverle los buenos deseos a su manera. Y tampoco era una cualquiera, pues esta mujer grabó con monstruos como Ray Charles o Count Basie sin que su nombre pasase jamás a la primera línea de créditos. Le valió más arrimar el ascua a los rescoldos aún calientes de un éxito incontestable para pasar a la historia de los más célebres dimes y diretes de la historia de la música.

 

Se confirma una vez más que a esta serie le podría extraer todo el jugo posible cualquiera que escarbe en el frondoso bosque de los géneros negros. Pero el color es lo de menos, aquí queda constancia de que lo único que se necesita para escribir una canción complementaria a otra es conocimiento de causa y capacidad de respuesta. Hay muchas otras escondidas acá y acullá, y ya están siendo desenterradas para su posterior análisis y disfrute en esta misma serie. Continuará.

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