Medina Sonora (Parque Miraflores) Córdoba 01/10/22
Cambio de emplazamiento y un escenario extra para la nueva edición del esperado mini festival Medina Sonora, el evento que bajo el auspicio de Cervezas Alhambra empieza a adornar de música un otoño cordobés habitualmente cargado de eventos, indefectiblemente unidos en la cronología para hacer de la antigua capital del califato un hervidero de cultura y gentes de toda procedencia y condición. El corazón musical del fin de semana se situaba en el albero del Parque Miraflores, esquina habitual de paso para runners, paseantes y canes con urgencias fisiológicas. Que el sonido mejorara respecto a la anterior edición es harto dudoso, pero que la premisa de atraer más público joven y alejarse un poco de la etiqueta del indie estandarizado se cumplió con creces es ciertamente un logro reconocible. En la previa del cartel, en el capítulo de conciertos pequeños, casi encuentros íntimos con los fans de turno, nos dejamos a nombres tan atractivos como los de Tulsa, Adiós Amores, Moneo, Tarta Relena o La Plazuela que, entre otros, amenizaron la previa con sets más o menos acústicos distribuidos por otros más coquetos rincones de la ciudad. Era un aperitivo, jugoso por descontado, al que agradecimos que sembrara el apetito para los platos más calóricos, por decibelios y actitud, que habrían de llegar horas más tarde. Y llegaron, aunque en diferente presentación y causando efectos variados en el paladar.
No sé si a la mayor parte del público que decidió inaugurar el festival a una hora más propicia para otros devaneos lúdicos le gustarán las ortigas, que por si alguien no lo sabe, son una especie de alga que en algunos rincones de nuestra geografía se suelen servir bien rebozadas y salpimentadas al gusto, pero lo que sí parecía era disfrutar de un menú sencillo pero eficaz: el ofrecido por Ortiga, un proyecto con más fachada que contenido, colorido a tutiplén y concepto avanzado de cómo debe sonar la nueva música urbana. Avalados por la experiencia recién adquirida en este tipo de convocatorias, juegan sobre seguro con las píldoras festivas de “Pistolera”, la más conocida “O solar” o un “Bolero digital” que habla bien a las claras de las intenciones de la banda gallega. Una buena introducción, no demasiado lejana de los parámetros sonoros, aunque estos con menos parafernalia escénica, de los granadinos Colectivo da Silva, aficionados a quitarle importancia a base de ironía y punteos de guitarra próximos a la cumbia y al despiporre latino más reposado a aquellos que aún creen en las vacaciones en “Marina d’Or” o en el más reciente y frustrado “Amor de verano”, pero también incitando a la intimidad no exenta de humor negro en “Invítame a tu casa” o proclamando arengas más profundas de lo que aparentan en “Que dios bendiga el reguetón”. Lo suyo es eso, una pequeña fiesta con la que encontrarte de sopetón sin que las cervezas hayan hecho aún el efecto deseado para aguantar más de cuatro canciones seguidas.
Y de ahí, a la otra fiesta. La más importante de la tarde, por la que muchos y muchas de los asistentes justificaban su presencia en el escenario principal, aún horas antes de que la gran gigante roja eclipsara a todas las demás estrellas que osaren asomarse al cielo cordobés. La rave instantánea que Sandra y Sergio, Delaporte para más señas, montaron con solo disparar las bases de los primeros temas convocó al primer grupo de entregados que, como este cronista, no imaginaban en su mayoría que este dúo, reforzado en directo con teclas y percusión sintética, pudiera llegar a tener un perfil propio de festivales cuyo leit motiv sea la electrónica más o menos superficial. Lo que en disco se intuye se desparrama en directo hasta el punto de que la vocalista agradece a la misma vida su presencia en un número ya incontable de citas, y contando sus comparecencias por éxitos totales. “Cariñito”, por ejemplo, es ya un número infalible en sí mismo, como “No dirás” o esa versión infalible del “Toro” de El Columpio Asesino de la que se adueñan como si de unos coautores concienciados se tratara. Poner a bailar sin descanso a la mitad del público justo cuando el sol daba paso a las tímidas incursiones nocturnas no es moco de pavo, por mucha sorpresa que nos supusiera a algunos.
Ser mujer en tiempos de merecido empoderamiento, tener apenas veinte años, provenir de una tierra tradicionalmente musical como la valenciana y grabar un primer disco titulado Cómo Decirte Mi Amor serían características suficientes para adorar a una autora como Jimena Amarillo. La levantina no se corta en absoluto y se deja llevar por el sentimiento, que no por la vehemencia, en las letras de “Ni se nota” o por la cotidianeidad de “Cafeliko”, explicitando su militancia en la ideología de género con otros temas de suave digestión como “3 amigas tuyas”. A medio camino entre el rap, el pop minimalista y las dosis de urban patentes en el uso del auto tune –tampoco sabría decir si con efectos positivos sobre su mínimo caudal vocal-, da la impresión de que no le da importancia a lo que hace más allá de cantarlo con identidad propia y conciencia de tiempo y lugar.
La primera guarnición importante de la noche, subseguida en el segundo escenario por los aguerridos músicos de Karavana, expertos en facturar un pop aséptico pero musculado, con abundancia de guitarras y riffs más o menos eficaces. Es de agradecer que intenten recordar a sus admirados “Strokes” en el tema homónimo e incluso que le den un toque más naif a sus melodías en “Qué bien los dos”, pero saben que sus bazas triunfantes pasan siempre por el himno a su ciudad de procedencia, un “Madrid” que dibujan levemente pero con conocimiento de causa, y de paso ponen a botar a un núcleo de fans bastante más numeroso del esperado.
Tampoco es despreciable, más bien todo lo contrario, que después de ver y escuchar en directo a uno de esos artistas a los que, todo sea dicho, no les prestas demasiada atención porque simplemente crees que no es uno-de-los-tuyos (la gran lacra de los tibios de vocación y perezosos de oído), decidas dedicarle alguna que otra escucha en el dios spotify y acabar de cerciorarte de que jamás debes decir que no porque sí. O al contrario, que viene a ser lo mismo. En fin, que al bueno de Alizzz, productor y músico de prestigio en el mundillo del trap –C. Tangana entre otros tienen que agradecerle sus servicios y su contribución a su salto de status-, le cogí cierto cariño después de que, encabezado por “Todo me sabe a poco”, soltara su arsenal de voces a medio tratar y músicos bien capaces de encajar guitarras de cierta enjundia con bases y sintes más pendientes de la melodía que de otras florituras. Hasta el deje populista de otras piezas, como “Disimulao”, fue perfectamente camuflado en una actuación ejemplar. Y en el capítulo de concesiones, tal vez el lado más prescindible de su repertorio, “Antes de morirme”, dedicada a los fans locales, que sin embargo antes también habían disfrutado de la habitual versión, nada desentonada por cierto, del himno planetario “Un buen día”, otra razón para empezar a quererlo un poco más.
Era la hora y el momento. La ocasión para rubricar con todos los honores una velada de sensaciones encontradas y mayormente positivas. Los amos del cotarro. La banda que ha revolucionado la escena del pop patrio, sin etiquetas ni predisposiciones absurdas. Los dos últimos álbumes grabados por León Benavente son un catálogo anárquico y maravilloso de sonido en el que tienen cabida plug-ins, programaciones, teclados analógicos, guitarras eléctricas, acústicas, bajos tratados y por encima de todo una batería sencillamente brutal. Ellos, César Verdú, Luis Rodríguez, Edu Baos y el mayor carisma que haya salido de un escenario en tiempos recientes un Abraham Boba en plenas facultades, arrasan cualquier territorio que pisen y sobre el que suenen. Desde “Líbrame del mal” hasta “Ser brigada”, temas lejanos en el tiempo pero gemelos en el pulmón creativo de la banda, pasando por “Di no a la nostalgia”, “La canción del daño”, “Amo”, “Mítico”, “Canciones para dormir”, “Gloria”, “Disparando a los caballos”, “La ribera”… Se acaban los adjetivos y continúa la admiración. Se puede hacer música a lo grande, con más o menos recursos, pero se debe hacer como la hacen y la entienden estas bestias. Imprescindibles desde la primera vez que nos volaron la cabeza en directo, cerrar cualquier evento con ellos –o incluso empezarlo- es un acto de fe en la música y en la propia vida. Por presencia, por contenido, por capacidad para triturar cualquier tópico, y por otras muchas razones, este ha sido el año de la consagración definitiva de un grupo de músicos que empezaron a ser quienes siempre quisieron ser, aunque aún no lo sabían, después de que abandonaran, en el buen sentido de la palabra, a Nacho Vegas para volar por su cuenta y riesgo. Y bien empleado que estuvo y que está dicho tiempo.
El espectáculo continuará dentro de un año, si nuestras cuentas no fallan y el tiempo y las circunstancias son propicias. Para entonces, aún guardaremos en el recuerdo un par de tardes y en especial una noche que dio para mucho más. Puede que en la próxima crónica podamos contarlo con el mismo interés.