Fernando Alfaro y Antonio Arias (Bodega Los Olivares) Montilla 23/3/19
El problema con algunos conciertos –y este no es ninguno al uso- es que la mayor parte del personal asistente no sabe realmente lo que va a ver, y normalmente le suele fallar la intuición. Pedirle a dos monstruos de la escena independiente del rock nacional, casi me atrevería a decir que dos mitos, que se dediquen a tocar sus canciones y se dejen de charla es, en el contexto en el que está desarrollándose esta gira conjunta, tan absurdo como pedirle a un faquir que no trague fuego por si acaso se acaba quemando. El espectáculo es el que es, por muy limítrofe con el aburrimiento que a algunos les resulte a veces, y pretender que sea otra cosa es ignorar demasiadas otras. Para más inri, los que elevan sus voces por encima de los ejecutantes no solo demuestran una galopante falta de respeto sino que también exhiben una ignorancia supina al abonar el precio de una entrada guiados únicamente por el buen nombre de los protagonistas. Eso, que nadie se confunda, no les da ningún derecho a dinamitar el transcurso del concierto, y no hablo solo de los propios artistas, sino del grueso de oyentes que acudíamos con pleno conocimiento de causa, asumiendo riesgos y disfrutando en la misma medida. El cáncer más difícil de extirpar sigue siendo el mismo: la estupidez absoluta.
Fernando Alfaro y Antonio Arias, o Arias y Alfaro (recuerden nuestra vídeo entrevista con ellos), tanto monta, apenas se conocían personalmente (la apuesta inicial con dinero físico de por medio para dilucidar si, como afirma el granadino, habían coincidido alguna vez o no acaba en tablas) cuando alguien les propuso girar en formato acústico para tocar una serie de temas que ellos mismos debían decidir cada noche, y además para desvelar públicamente y sin pudor las motivaciones, génesis y consecuencias de los mismos. Es evidente que hay puntos en común, como el “Hallelujah” coheniano cuyas líneas maestras suenan hasta en tres ocasiones a modo de reivindicación, pero también océanos de distancia entre canciones inspiradas por el verso libre de Val del Omar, como “Énfasis” e historias de post adolescencia entre vinilos marcados por las huellas de los que ya no están, como “Sangre en los surcos”, y de todo ello dan buena cuenta entre copas de vino rellenadas una y otra vez y acordes de guitarras bien ensamblados en re, sol y fa para dar el toque adecuado a los puntos de conexión recién descubiertos. Donde uno te remite a la grabación de uno de los álbumes fundamentales de los noventa en España como Hermanos Carnales con los versos desnudos de “Efervescente” y “Fuerte” el otro se pasea por la herencia de Morente en “Yo, poeta decadente” o la ahora atemperada revolución de “La curva de las cosas”.
Uno asegura, hablando de sus vecinos Los Planetas, que el estribillo de “Santos que yo te pinte”, sin acento en la e final a diferencia de los que así lo transcriben por cuestiones de rima, no es obra suya sino de las interacciones de la poesía popular por las calles del Albaicín granadino; el otro secunda con sonrisa cómplice y rabia contenida la afirmación de que “Dominó” o “Flores sobre el estiércol” son ejemplos de prosa enferma, con mil y una referencias divinas y humanas, y nadie puede rebatirlo. Otra cosa son las reminiscencias tóxicas de Alfaro, que rememora aquel tiempo en el que creía día sí y día también que estaba condenado a morirse en breve después de que los resultados de las pruebas para averiguar si en verdad era seropositivo se retrasaran eternamente. Y diferente también, pero complementario, es el afán de Arias por reivindicar la figura de Lorca y especialmente del genio canadiense, muerto en plena resurrección de facultades y autor de una de las canciones más conmovedoras jamás escritas. Sí, a “Suzanne” le dedica un esbozo tras intentar adiestrar a su escéptico colega en los rudimentos del fandango flamenco, tan arraigado en una tradición a la que el albaceteño se siente tan profundamente ajeno. Y eso que, según cuenta, en los montes de Alcaraz, cercanos a su geografía natural, hay estribaciones que si se mira el mapa con atención conectan a Andalucía en una lengua de tierra que se transforma en música e intercambio de fluidos sonoros. Disquisiciones provocadas por el vino o no, el debate entre los dos amigos se podría eternizar por mil y una vías insospechadas, pero el tiempo es limitado y mucho me temo que lo suyo es difícil de comprender, o más bien aguantar, para ese sector de público que ve en un escenario improvisado en mitad de una bodega la ocasión perfecta para que todos nos enteremos de los muchos conciertos de Surfin Bichos y Lagartija Nick a los que han asistido en sus entretenidísimas vidas. Menos mal que a ellos, a los que beben y hablan en las tablas, les trae al pairo. Si hay “Melodía y sombra” puede haber a mano una “Camisa hawaiana de fuerza” que ponga en su lugar tanto despropósito.
El pueblo es soberano, y nunca podrá posicionarse totalmente en contra de la ilusión de unos músicos a pleno rendimiento, a los que no les hace falta ni electricidad ni interacción alguna con el público (tal vez el gran pero de este experimento por otra parte magnífico) para que el jurado haga efectivo su veredicto. Es imposible que todos se vayan a casa satisfechos con la sentencia, pero la presunción de inocencia es algo que en casos como este resulta absolutamente necesario.
Ese decorado mola más que el que vimos en Madrid. Lo pasé en grande
Estuvo muy bien el concierto, pero lo estropearon tres o cuatro personas, sin respeto alguno, que no pararon de hablar. Una de ellas era el propio Fernando Vacas, que se encargó de presentar el evento; fue él mismo el que gritaba a veces eso de «¡Más canciones!». Curioso. Nosotros estábamos en primera fila. Hacia la mitad de la actuación me levanté y, de cuclillas, le pregunté a Vacas si él había organizado aquello. Me dijo que sí, y que, además, se había dejado dinero en ello. «Entonces, ¿por que estáis jodiendo la actuación?», le pregunté. No contestó. Volví a mi sitio: de nada sirvió mi toque de atención. Tal vez era el peaje a pagar por celebrar aquello allí. Ni idea.
Uno de mis acompañantes me comentó que tal vez aquello estaba preparado. ¿Qué sentido tendría, aunque así fuera? Una pena. Por lo demás, noche para el recuerdo.