‘Rain Dogs’, el disco con el que Tom Waits cambió las reglas del juego
“Solía decir que estaba haciendo películas para los oídos”. No le extraña a uno, tal afirmación de Tom Waits, cuando contempla, por enésima vez, esa hipnótica escena introductoria de Down By Law, una de las primeras películas del recientemente laureado cineasta Jim Jarmusch, en la que viajamos a través de la cámara, en riguroso blanco y negro por las calles, cementerios y barriadas de un Nueva Orleans pre-Katrina que ganaba más sabor aún con una especie de mambo torcido y sabrosón que canta una voz ronca e intoxicada.
Entre los personajes de aquella película estaba Zack, un DJ radiofónico alcoholizado y despechado que acaba en la trena merced al engaño de un gangster. Zack estaba interpretado por el dueño de esa voz ronca e intoxicada que nos acompañaba por las calles de Nueva Orleans en la escena inicial. Un Tom Waits que andaba en boca de todos. Y es que aquí interpretaba un personaje creado por otro, pero en la vida real había creado su propio yo, un tipo capaz de conceder la entrevista más desternillante, decir las cosas más enajenadas y sin embargo inyectarles sentido y, sobre todo, capaz de fabricar canciones tan alucinantes como aquél “Jockey full of bourbon” que sonaba al principio de Down By Law, o discos tan revolucionarios como el que la contenía y nos ocupa ahora mismo, Rain Dogs, que justo ahora cumple 40 años sin envejecer ni un ápice.
El camino hasta aquél disco había sido largo. Californiano nacido en familia de clase media, creció entre novelas de la generación beat y discos de folk, blues y jazz. Comenzó a tocar en pequeños clubs de San Diego para mudarse, a principios de los años setenta, a Los Ángeles y encontrarse allí con un contrato discográfico con el que empezó a dar a conocer al mundo su particular visión de las cosas. Una percepción musical embutida entre humo de bar, toneladas de alcohol y poesía tan urbana como surrealista que fue construyendo su personaje, pero aún así, uno no podía evitar tener la sensación de que faltaba algo. Y ese algo llegó en la forma de la horma de su zapato, cuando conoció a la mujer de su vida, Kathleen Brennan, y todo cambió.
Ese cambió se saldó con una trilogía de discos de la cual Rain Dogs (1985) es el epicentro y de la cual también forman parte Swordfishtrombones (1983) y Frank’s Wild Years (1987), a través de la cual logró reinventarse definitivamente en la forma del artista que realmente quería ser. Sin parecido con absolutamente nadie, con un sonido que bebía de muchas fuentes, sí, pero era totalmente propio y con un universo repleto de personajes imposibles fruto de su calenturienta imaginación que fascinaría al mundo.
De la mano de Kathleen, que se convirtió en su socia compositiva, co-productora, manager, consejera y, en definitiva, su todo, Tom erigió un imperio destartalado y de juguete, pero un imperio, al fin y al cabo, que le ha traído a nuestros días como uno de los artistas más grandes en lo musical que el mundo moderno ha conocido. Y de eso es, probablemente, el principal responsable, este disco, Rain Dogs, que es el más conocido y apreciado de una discografía tan potente como la suya, por varios motivos.
Lo primero en lo que se fija uno, evidentemente, es en la portada. Pese a lo que mucha gente se empeña en creer, el tipo de torso desnudo que aparece arrimado al hombro de una mujer carcajeante con una mezcla de ternura, lujuria y embriaguez no es Tom Waits, sino un tipo al que todos llamaban Rose (a causa de un tatuaje en su pecho) allá en el café Lehmitz, de Hamburgo, donde un desconocido entonces fotógrafo sueco llamado Anders Petersen tomó la instantánea en 1967. La mujer se llamaba Lilly y era la más deseada de aquella feria de personajes que era el café Lehmitz. Aquella noche Rose estaba más pesado y melodramático de lo habitual en el curso de su enamoramiento de Lilly y ella se reía a gusto de su patetismo.
Una escena perfecta, en definitiva, para servir de cubierta a un disco tan singular como éste, repleto de historias parecidas o incluso más peregrinas a la que motivó aquella instantánea. Así que ya lo ven, el disco es rompedor desde la cubierta. Pero lo realmente importante es el contenido, claro está. Y su factura vino precedida de no pocos cambios en la vida de Tom Waits, su autor.
Aunque a Waits estaba plenamente establecido en la escena californiana todo aquello no le iba demasiado. No encajaba en todo aquél amalgama de pseudo hippies pasados de cocaína que cantaba soft-rock. Lo suyo estaba más centrado en el blues, el jazz y toneladas de alcohol y trasnoche. No obstante, junto a su productor Bones Howe, se las apañó bien para grabar unos cuantos discos fantásticos como Nighthawks At The Dinner (1975), Small Change (1976) o Blue Valentine (1978), en los que ya había ido sembrando todo ese universo propio que le ha caracterizado. También tuvo sonados y turbulentos romances con otras artistas como Bette Midler o, sobre todo, Rickie Lee Jones. Y bebió mucho. Pero mucho.
Pero a pesar de su relativo éxito, el artista notaba que faltaba algo. Se encontraba en una especie de dique seco. Su música no le satisfacía, era, en sus propias palabras, una especie de ventrílocuo de sí mismo. No había encontrado su verdadero ser. Quería un cambio radical, pero no sabía cómo acometerlo. Todo cambió a través de un nombre: Kathleen Brennan. En 1980 Francis Ford Coppola le llamó para que pusiera música a su próxima película, One From The Heart (Corazonada, 1982). Durante el proceso de producción, coincidió con una asistente de edición a la cual ya había conocido un par de años antes, durante su participación en Paradise Alley (Sylvester Stallone, 1978).
Kathleen y Tom se enamoraron perdidamente. En un mes estaban prometidos y en agosto de 1980, casados. Tom no sólo se casó con una mujer bella e inteligente, también se casó con su fantástica colección de discos (le introdujo a Captain Beefheart, que sería una influencia básica para él), sus muchísimos libros y una mente preclara para reconducir su vida y su carrera. Así que dejó el tipo de vida autodestructivo que había llevado hasta entonces, comenzó a componer de otra manera y sobre todo, despidió a su manager de siempre, Herb Cohen, asumiendo dichas labores Brennan y, escuchando su consejo, despidió también al productor Bones Howe y se dispuso a producir él mismo sus discos.
Tom diría: «Ella me rescató. Quizás yo también la rescaté a ella; así es como suele suceder. El resultado es que ambos nos metimos en el mismo barco con fugas. Quizás el peso lo hunde, porque ahora son dos personas las que van dentro. ¡Lo siento, cariño! Pero por otro lado, también tienes la imaginación de dos personas para remendar la situación. Todo el mundo sabe que ella es la mente maestra de papá, como habría dicho Dylan. Yo solo soy la figura decorativa. Ella es quien dirige el barco». La canción “Jersey girl”, publicada en su último disco para Asylum, Heartattack and Vine (1980) y popularizada por Bruce Springsteen, es para ella.
Tom empezó también a pensar en otros términos musicales, a comprar todo tipo de instrumentos musicales raros (marimbas, percusiones africanas, pianos desafinados…) y a intentar ensamblarlos en todo lo que él y Kathleen tenían en la cabeza. El resultado de todo eso fue una maravilla titulada Swordfishtrombones (1983), que como Asylum no quiso publicar, se encargó de ello el británico Chris Blackwell y su Island Records, iniciando una relación muy fructífera de la que éste sería el primer y exitosos paso.
Pero todavía habría más cambios. Junto a aquél disco nacería la primera hija del matrimonio Brennan-Waits y más o menos al mismo tiempo, la decisión de trasladarse desde la soleada California a la fría y dura New York. Allí comenzaría Tom a pensar las historias sobre personajes olvidados, defenestrados y torcidos que acabaría convirtiéndose en Rain Dogs. Empezó también a relacionarse con la comunidad de músicos underground de la ciudad, como John Lurie, líder de Lounge Lizards, que le introduciría al genial guitarrista Marc Ribot, el cual terminaría siendo básico para su sonido.
Se trajo de California al batería Stephen Hodges y al bajista Larry Taylor, que junto a él y Ribot forman el núcleo que grabará Rain Dogs, con alguna que otra ayuda ilustre de, por poner el ejemplo más significativo, Keith Richards, del que Tom acabaría siendo gran amigo. Tom Waits se descubrió como un productor muy original, intentando capturar el espíritu de banda en unas canciones que rara vez se ensayaban antes de registrarse y para las cuales daba indicaciones como “Toca como si estuvieras en el Bar Mitzbah de un enano”.
El sonido es destartalado, como torcido, pero a la vez grande y tremendamente bien ejecutado. El disco da varios pasos adelante con respecto a la maravilla que ya fue Swordfishtrombones. Son primos hermanos, pero aquí hay más concreción y más espíritu de canción. El vodevil (con Kurt Weill en el punto de mira), el blues torcido de Beefheart, el rock and roll de versos sueltos de Hasil Adkins, el country de Hank Williams, el mambo o el jazz están presentes, sí, pero no evidentemente reconocibles, en unas canciones que cobran vida por sí mismas en un espectacular conjunto de 19 piezas apretadas en las dos caras de un vinilo hasta completar casi 54 minutos de música.
Los ladridos de “Singapore”, el misterio pantanoso en “Clap hands”, el latineo chulesco de “Jockey full of bourbon”, la feria surrealista de “Cementery polka”, el blues serpenteante de “Big black Mariah”, el romanticismo resacoso que configura “Hang down your head”, la mastodóntica resonancia guitarrera de “Rain dogs”, el rockabilly urbano y desarrapado de “Union square”, la vaquerada imposible de “Blind love”, el insólito single pop en “Downtown train” (más tarde recuperada para los charts por Rod Stewart) o la fanfarria final de “Anywhere I lay my head” conforman, entre todas y sin que sobre ni falte nada, un disco absolutamente descomunal, increíble, titánico, homérico.
Rain Dogs fue bastante bien recibido teniendo en cuenta su espíritu rematadamente underground. Un nada desdeñable puesto 29 en las listas británicas y una discreta pero segura entrada en los charts americanos aseguraron una resonancia hacia el futuro que fue sobre todo la prensa musical la que se encargó de enfilar. Fue frecuente en lo alto de las listas de lo mejor del año y posteriormente jamás ha faltado en cualquier lista que se precie con lo mejor de los años ochenta, o por supuesto de la historia.
Y es que es así, se trata sin duda de uno de los discos más importantes de un artista que, a partir de él, no dejaría de acertar. Quizás, precisamente por ello, su disco más importante. Y sin duda también uno de los más importantes de la historia del rock, que abrió un camino prácticamente inédito en el curso de la historia. Demostró que la iconoclastia, cuando se combina con personalidad, con seguir tu camino a ultranza, siempre da unos frutos dignos de tener en cuenta. Tom aquí se encumbró como nadie. El disco, al contrario que muchos otros aparecidos en la misma época, sigue sonando tan bien y tan moderno como lo hizo en su día. No envejece un ápice. Y nosotros no podemos sino rendirnos a su encanto torcido, alcohólico y apestando alcantarilla, pero encanto, al fin y al cabo, una vez más.

