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Martha. Música para el recuerdo. El debut en la novela de Fernando Navarro

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A García Márquez le preguntaron más de una vez por qué su Crónica de una muerte anunciada empezaba desvelando el trágico final de su protagonista, tanto en el mismo título como en la ya mítica frase con la que arranca el libro. En una de las ocasiones respondió “de este modo la gente descansa de la intriga y puede dedicarse a leer con calma lo que pasó”. No sé si Fernando Navarro(Madrid, 1981) tenía en mente al gran escritor colombiano cuando empezó a darle vueltas a Martha, pero yo apostaría a que su intención era la misma. Consciente o inconscientemente, el primer párrafo de la novela es un perfecto resumen de todo lo que va a acontecer posteriormente, no dejando nada importante por desvelar. De esa forma el lector puede centrarse en lo verdaderamente importante de la primera novela de Fernando: el poder evocador de la música. Un poder que va más allá de despertar un recuerdo o transportarnos en el tiempo: en ocasiones llega a moldear nuestros sentimientos, dar forma a nuestra biografía e incluso influye en nuestras respuestas emocionales a determinados acontecimientos. Eso mismo es lo que le ocurre a Javi, el otro protagonista de la novela.

Eso mismo, es inevitable pensarlo, le debe haber ocurrido más de una vez al propio Fernando, trazos de cuya trayectoria profesional y quizás vital pueden rastrearse a lo largo de toda la historia de Javi y Marta, sobre todo en la pasión de los personajes por la música y la literatura. Una pasión que, me perdonarán quienes hayan caído en un lugar tan común, no tiene nada que ver con la de los personajes de Alta Fidelidad (Nick Hornby, 1995). La obsesión por las listas y por las recopilaciones en casete que fascinan a Rob Fleming y sus amigos en la novela de Hornby es solamente un reflejo superficial, a la vez que una caricatura exagerada, de lo que la música puede hacer con una vida. Digamos que Alta Fidelidad sería, en todo caso, el reverso humorístico y friki de Martha: lo que en la primera es pretexto, aquí es causa y consecuencia; donde Hornby describe relaciones descarriadas por la música, las que fabrica Fernando se van construyendo y fortaleciendo a partir de ella. Si la de Javi y Marta no fructifica no es por culpa de esas canciones que han forjado su amistad, ni por enfermizas obsesiones mitómanas, ni por el extraño ensimismamiento que la música puede provocar en mentes generalmente ya clausuradas en sí mismas. Aquí los protagonistas son gente normal, con problemas normales y con aficiones comunes que les llevan a entablar una entrañable amistad que, por diversos motivos más vinculados al típico desconcierto adolescente que a cualquier otra razón, no llega a ir más allá. Es una historia en la que cualquiera de nosotros puede verse reflejado.

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De hecho, ese es uno de los principales valores de la novela (mérito de su autor, evidentemente): construir un relato con el que el lector puede identificarse más allá del nivel de monomanía al que cada uno haya llevado su relación con la música. Es más, la historia puede leerse y disfrutarse perfectamente por alguien que considere la música como un entretenimiento, un simple recurso para combatir el aburrimiento o la soledad. No hace falta ser un erudito para seguir la trama ni para emocionarse con la historia de Javi y Marta, aunque por lógica será más fácil gozar con los guiños musicales si conocemos las referencias (no demasiado rebuscadas, por otra parte) que maneja Fernando Navarro como banda sonora del argumento, sean las nuestras o no: uno siempre puede sustituir los discos y canciones de Los Rodríguez, Tom Waits, Quique González, Van Morrison o Springsteen por sus propios referentes, dejando intacto el mensaje que se quiere transmitir con aquellos. Un mensaje en realidad universal e imperecedero, tal como han puesto de manifiesto grandes personajes de la cultura como, por poner unos pocos ejemplos, Oscar Wilde (“el arte de la música es el que más cercano se halla de las lágrimas y los recuerdos”), Bernstein (“la música puede dar nombre a lo innombrable y comunicar con lo desconocido”) o Nietzsche (“sin música, la vida sería un error”).

Las idas y venidas en el tiempo sirven para enhebrar diferentes historias dentro del relato general, algo que que el autor aprovecha para atraer la atención sobre distintas realidades personales y sociales (el amor, la amistad, la adolescencia, pero también la inestabilidad laboral, la crisis y la vida en pareja), pero sobre todo para mostrar como la música puede servir de hilo conductor de toda una vida, desde las primeras canciones que nos marcan en nuestra infancia, pasando por su uso como expresión de rebeldía en nuestra adolescencia, hasta llegar a esa edad en la que un acorde no escuchado durante años puede, de repente, despertar en nosotros recuerdos del pasado, sea este vivido o imaginado. O al revés: ocurre también con frecuencia que un suceso inesperado, como de hecho sucede en la novela, nos hace volver la mirada a canciones que parecían enterradas en nuestra memoria y que, cogiéndonos por sorpresa, vuelven a establecer su antigua soberanía en nuestro pensamiento y se convierten de nuevo en fundamentales. Fernando es capaz, con una habilidad que sorprendería en un debutante si no fuera por su larga y reconocida experiencia escribiendo sobre música y emociones, de hacer evolucionar a los personajes en el tiempo no solo en su periplo vital sino también en su relación con aquellos discos y canciones que marcaron su niñez. De esa forma, repito, muy hábil según mi apreciación, consigue no caer ni en la parodia ni en la nostalgia innecesaria, huyendo tanto del demasiado obvio “cualquier tiempo pasado fue mejor” como del complejo de Peter Pan musical que demasiadas veces nos atenaza, pero manteniendo ese vínculo con los recuerdos, con el tiempo, las amistades y los amores extraviados.

Hoyo de Manzanares es, volviendo a García Márquez, ese Macondo que todos habitamos de pequeños. Ese pueblo menudo al que algunos iban de vacaciones mientras otros, quizás más afortunados o quizás no, vivíamos allí todo el año. La típica localidad más o menos turística que celebraba sus fiestas en verano con aquellas añoradas verbenas en las que conjuntos desconocidos recreaban los éxitos del año, ocasión que los más lanzados aprovechaban para sus primeros contactos con las chicas. Los más tímidos, por nuestra parte, empezábamos a construir nuestro propio mundo interior, donde las ensoñaciones, los deseos y la música se entrelazaban con desesperación creando una personalidad sensible e introspectiva que nos marcaría, como a Javi, hasta la vida adulta.

En cualquier caso, aún tratando aspectos de la existencia y las relaciones humanas que a ninguno de nosotros nos resultarán ajenos, la máxima complicidad con la historia de Javi y Marta, como es de esperar, solo podrá ser alcanzada por aquellos que alguna vez hayan sentido la ineludible necesidad de grabarle una cinta (o un CD, o un recopilatorio en mp3) a otra persona, se hayan visto retratados de manera despiadada en una canción triste, o hayan perdido la oportunidad de comunicar sus sentimientos a una persona querida por no encontrar las palabras adecuadas. ¿Por qué es tan difícil, muchas veces, encontrarlas? La respuesta para unos cuantos de nosotros, y esto podrá entenderse como una muestra de frikismo o de extrema sensibilidad, es muy sencilla: pensamos que nunca podremos expresar lo que sentimos mejor de lo que ya lo hacen nuestras canciones favoritas. Así que me tomaré la libertad de hacer mía y alterar un poco una conocida frase zen para resumir este fenomenal debut de Fernando Navarro como novelista: si tus palabras no pueden mejorar la canción que está sonando, mejor cállate. Aunque después te arrepientas durante toda una vida.

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