Discos

Keith Richards – Crosseyed heart (EMI – Universal Music)

Parece mentira. Tantos siglos (¡Ah!, que solo son cincuenta años) en la brecha y solo haber grabado tres discos. Viniendo de quien viene, y teniendo en cuenta que su media naranja artística lleva el doble que él en el mismo período de tiempo, no parece que al tío Keith Richards le interese mucho reunir a su banda alternativa más allá de los momentos puntuales en que los Stones paran las cajas registradoras para hacer nuevo recuento de activos. Ahora, después de asombrar al mundo por enésima vez y epatar a media humanidad con sus absurdas declaraciones sobre algunos ilustres compañeros de fatigas, se ha motivado lo suficiente para llamar a su viejo padrino Steve Jordan y encargarle, amén de las baterías de este Crosseyed Heart, la coproducción y reclutamiento de los músicos necesarios para dar salida al nuevo material. Acuden a la llamada el eficaz Waddy Wachtel y otro antiguo conocido, Ivan Neville, que lo arropan y aconsejan como si fuera un chaval que empieza a juguetear con una guitarra, un piano y un bajo. Han pasado ya veintitrés años de la última vez que le fuera infiel a Ronnie, Charlie y Mick y veintisiete de aquella obra maestra titulada Talk Is Cheap y los referentes humanos y artísticos siguen siendo los mismos. Intachables, eso sí, pero inamovibles.

Ya es conocida la pasión que siente esta alma vetusta por los olvidados bluesmen que pusieron música a la rivera del Mississippi durante tantos años de depresión, y escuchando el tema titular lo volvemos a recordar. También por el country de toda la vida, como si aún le pesase (en el buen sentido) el haber compuesto una maravilla como «Wild flowers». En «Robbed blind» se transforma en uno de esos autores mínimos que hacen virguerías con una guitarra de palo y unas teclas apenas afinadas. Luego escucha y hace escuchar el saxo del malogrado y querido Bobby Keys justo antes de dejarnos para siempre en «Amnesia», la historia de alguien que, como él mismo, no quiere recordar nada de lo que pueda arrepentirse. No lo hace en absoluto, y bien que nos alegramos, de ser un devoto del reggae y demostrarlo en el homenaje a Gregory Isaacs, que coescribe la magnífica «Love overdue». Una muestra de su generosidad y apego a la música que le ha hecho ser quien es, y una señal de que está más en el mundo de lo que se intuye es la convocatoria de Norah Jones para cantar «Illusion» y del soulman David Porter para llenar de negritud «Substantial damage», con algunas de las mejores guitarras que ha grabado últimamente. Y si alguien pensaba que no habría nada de los Stones en este disco, ahí están «Heartstopper» (más bien un rock sureño y menos arrastrado), «Trouble» (con otro ex, Mick Taylor, doblando las guitarras de forma gloriosa) y los coros góspel de «Just  a gift» (en efecto, un regalito inesperado y agradecido). La tradición es la tradición.

No todo ha de ser apuntado en el haber de una vieja estrella. En el debe, la monotonía que empantana varios tramos del álbum, encabezada por la versión fallida, por fofa y anodina, del «Goodnight Irene» de Leadbelly, y el abuso de los tiempos lentos, a menudo confundidos con una supuesta intensidad que no acaba de transmitir lo que debiera. La voz de lija de Richards no le conviene a los brumosos y prescindibles episodios de «Nothing to me» o «Suspicious», y acaba por convertir un disco aparentemente atractivo en un trabajo ocioso y grabado sin demasiado control de calidad. Ni la letanía final de «Lover´s plea», con los vientos y el órgano en primer plano, consigue que el feeling general sea el deseado por todos. Sobre todo por quienes pensamos que cada disco en el que aparezca su nombre de un modo u otro ha de ser una pequeña oportunidad de disfrutar de un pedazo enorme de historia de la música popular. Esta vez nos hemos quedado a medias, pero su alma demoníaca nos contamina demasiado como para negarle una y decenas de escuchas más.

 

 

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