Discos

Torres – Sprinter (Partisan Records)

Sigue intentando encontrar su lugar la interesante Mackenzie Scott, el verdadero nombre que se esconde tras la máscara artística de Torres, una jovencísima -apenas 24 años- apasionada de la música que le canta a las cosas que la preocupan y al mundo despiadado que la conmueve cuando se mete en el estudio. El matiz hay que ponerlo en esta ocasión en el evidente arrojo que demuestra al grabar un disco difícil de escuchar de una sentada y en la creciente indefinición estilística, aquí bastante más evidente, lo cual puede convertirse en virtud con el tiempo. No obstante, el intento por afilar las aristas de su propuesta le sale bien en varios momentos de Sprinter, un álbum que no es otra cosa que un tratado de sus experiencias y pensamientos lleno de detalles en clave , una exhibición de intimidad y un ejercicio de exposición permanente. Como hasta ahora, pero algo más directo.

La señorita se empeña en contarnos las vicisitudes de su infancia y post-adolescencia como hija adoptada, y lo hace en «The exchange» a lo largo de casi ocho durísimos minutos de instrumentación parca y versos hirientes, para que nos demos cuenta de que no estamos escuchando un disco de Paulina Rubio precisamente (no viene a cuento la comparación, pero sirve). Ningún tema polémico escapa a su canto, por eso habla de perversión religiosa con guiños electrónicos en «The harshest light» y de los cuartos oscuros de su pasado en «New skin». No se corta y se sumerge en el pozo de las que otras como PJ Harvey o Cat Power han extraído petróleo, hasta recluta al productor de la primera, Rob Ellis, para que el ambiente esté lo más cargado posible, y a Adrian Utley, de Portishead, para que lo sintético intente disipar el humo de lo orgánico. Consigue de ese modo un grado de electricidad inédito hasta ahora, no tan lejano del folk pero a medio camino de muchas estaciones.

«Cowboy guilt» es el tema más arriesgado, por novedoso, en el que una «nueva» Torres parece ser posible, liberada de ataduras sonoras y abierta a un rayo de luz que pugna por brillar en otros temas como el titular y vuelve a disiparse en brutales confesiones como «Son you are no island» o «Ferris wheel», casi un vals lúgubre y poco apto para el baile. Se requiere un estado especial, un momento de privacidad suprema e invasora para cogerle el gusto al susurro desesperanzado de «Strange hellos» y apretar los puños con cada grower que amenaza con engullirte en la oscuridad. Sin embargo, a este trabajo le falta concreción y no culmina lo que promete en varios de sus grandes momentos, se demora en la caricia y da el puñetazo demasiado tarde. Es una forma como otra cualquiera de explicar que al material contenido en «Sprinter» le haría falta el arrojo y la ambición de una Sharon Van Etten, por ejemplo. O que cada uno ponga el nombre que estime adecuado.

 

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