Recordando a Jeff Buckley por los 25 años de Grace

La historia ha sido contada muchas veces, y el corolario es siempre el mismo: nunca sabremos lo lejos que podría haber llegado Jeff Buckley (1966 – 1997). Exceptuando Grace (1994), único disco en estudio registrado y lanzado como obra unitaria, su carrera apenas dejó tras de si un puñado de recopilatorios póstumos hechos a retales y varias grabaciones que documentan su arrolladora presencia escénica. Las piezas desperdigadas sólo nos permiten intuir parte de lo que podría ser la imagen final del puzzle, pero revelan varias certezas. La más evidente es que Buckley pertenecía a la misma estirpe que algunos de sus héroes musicales (Van Morrison, Nusrat Fateh Ali Khan, Miles Davis) y al mismo linaje que su padre, Tim Buckley: artistas que consagraron su arte a la tarea de ensanchar sus propios límites expresivos. Se trasluce en múltiples declaraciones y entrevistas. Detrás de su imagen dulce, Jeff rebuscaba siempre entre las palabras más explosivas la materia con la que verbalizar su concepción de la música y el canto: “gozo”, “placer”, “orgasmo”, “libertad”, “un pequeño bocado de muerte”.

Tenía el convencimiento de que su música debería ser “la culminación de todo lo que amo”. Poseía, además, una voz de cuatro octavas, un aura de ángel terrenal y el impulso explorador en el torrente sanguíneo. Tim, el padre ausente, había sido un folksingerheterodoxo finalmente entregado a una búsqueda espiritual y estética que, a la altura de su tercer disco, se había vuelto definitivamente caótica, ensimismada. Jeff, sin embargo, iba despacio. Su devoción temprana por Led Zeppelin, sumada a entusiasmos futuros de tan improbable intersección como Edith Piaf, Bad Brains, Robert Johnson o Judy Garland, fueron moldeando a un intérprete único, largamente entrenado en pequeños locales de Los Ángeles o Nueva York.

El EP en directo “Live At Sin-é” (1993, expandido en doble CD en 2003) le captura en esos años iniciáticos, relajado y seguro de sí mismo ante la audiencia de un minúsculo café neoyorquino. En él se incluye carta de presentación oficial de dos de sus futuros clásicos (“Mojo Pin” y “Eternal Life”), aquí sostenidos por un esqueleto instrumental que sólo necesita el apoyo de su guitarra telecaster. Pero la pieza más reveladora de su espíritu buscador es la torrencial versión del “The Way Young Lovers Do” de Van Morrison; una alucinación retorcida hasta los diez minutos que arranca filtrada por el registro de Nina Simone y se desvía hacia un agitado scat que sienta las bases de su característica libertad en escena.

 

Hay una fecha clave. El 26 de abril de 1991, Jeff se presenta en una iglesia del neoyorquino barrio de Brooklyn para participar en un homenaje colectivo a su padre. Allí conoce a Gary Lucas, guitarrista esencialmente vinculado a la Magic Band de Captain Beefhart,en lo que podemos considerar la auténtica escena fundacional de “Grace”. La intensa y fértil tarea de exploración conjunta, desperdigada en las once maquetas recopiladas en “Songs To No One 1991 – 1992” (2002), esconde en su maraña de esbozos las semillas de “Grace”, la canción, y de “Mojo Pin”. Las lecturas primigenias de esas canciones fueron el resultado de un auténtico método de trabajo a cuatro manos, en el que Lucas registraba en cinta bases de guitarra que Jeff trabajaría en solitario, otorgándoles la hondura y riqueza que caracterizará a las posteriores tomas oficiales.

 

El período comprendido entre aquellos apuntes caseros y el inicio de las sesiones de su álbum de debut estuvo ocupado por un intenso rodaje en directo, en el que Jeff forjaba su propio estilo a través de numeroso material ajeno. Ya convertido en la nueva promesa del sello Columbia, que le había presentado oficialmente al público a través de “Live at Sin-é”, el cantante californiano ensambló una sección rítmica compuesta por los músicos Mike Grondahl (bajo) y Matt Johnson (batería), con el añadido tardío de la guitarra adicional de Michael Tighe, y entró en los estudios Bearsville (Woodstock) a finales de 1993 para trabajar en la larga, intermitente gestación de “Grace”.

 

Los años han depositado en el debut de Jeff Buckley una especie de sensación generalizada de obra suspendida en el tiempo, aislada de las numerosas experiencias musicales (Portishead o Nine Inch Nails eran centros importantes) que se arremolinaban en su periferia. Sin embargo, parece más correcto entenderlo como un disco fuertemente anclado a su época. La presencia de Andy Wallace en la producción y mezclas es significativa, y fácilmente identificable en un álbum cuya pura sonoridad pertenece realmente a una época y lugar muy concretos. Wallace tenía en su historial trabajos tan definitorios como las polémicas mezclas del “Nevermind” de Nirvana, y su nombre figuraba en los créditos de álbumes de Rage Against The Machine, Sonic Youth o Sepultura. Y Buckley no era, ni mucho menos, un músico ajeno a lo que sucedía a su alrededor: “Grace” no es sólo un trabajo de banda, sino el disco de una banda de rock de los años 90, imposible de entender en otro momento histórico. Se palpa en sus atmósferas, en el tratamiento sonoro de su núcleo instrumental, e incluso en la textura de sus arreglos de cuerda.

 

Una de las cosas que más sorprenden al escucharlo hoy en día es la impresión de estar ante una obra muy calculada, sometida a una intensa reescritura. Resulta particularmente chocante comparar las tomas congeladas en estudio con el múltiple material registrado en directo, donde las interpretaciones de Jeff muestran una constante tendencia hacia la improvisación y la coronación de montañas, a priori, fuera de su alcance. Si tomamos como base los testimonios de quienes le trataron, todo apunta a que la sobreescritura de“Grace” fue el resultado de una insatisfacción persistente. Es algo que desconcierta al pensar en el alcance emocional de su obra, pero los testimonios coinciden en el retrato de un artista profundamente inseguro de su talento, atormentado por una autoexigencia obsesiva de la que nunca lograría desprenderse. En consecuencia, cada una de las diez canciones que componen el disco (y que constituyen el núcleo básico de la corta carrera de su autor) parecen acuñadas en el debut en su versión definitiva. Una impresión extensible a sus tres apropiaciones de material ajeno: la volátil reconstrucción de “Hallelujah”, una pieza de Leonard Cohenoriginalmente grabada por éste en 1984; el estandar “Lilac Wine”, históricamente asociado a la voz de Nina Simone, y “Corpus Christi Carol”, composición renacentista británica que el director y compositor Benjamin Britten reubicase en el siglo XX.

 

De hecho, las versiones en “Grace” son muy representativas del espíritu general del disco. Su ubicación en la secuencia de canciones las convierte en el auténtico eje del álbum, y las tres están conectadas por su fuerte fondo místico. A su alrededor, las composiciones de autoría propia tampoco eluden las grandes cuestiones, donde la interrogación sobre la vida, el amor y la muerte apuntala el meollo temático de “Eternal Life”, “Grace” (la canción), “Last Goodbye” o “Lover You Should´ve Come Over”. Como en los discos clásicos de Van Morrison, el abordaje de Jeff como vocalista consolida en ellas su característico canto, anclado en búsquedas interiores que recorren un amplio espectro entre lo vaporoso, lo febril y el exceso domado en el último segundo, para evitar finalmente el artificio y la pólvora mojada que pronto caracterizaría a su amplia colección de imitadores.

 

En lo que concierne a su construcción sonora, “Grace” es un auténtico reto para los partidarios de la crítica genética, pues revela cierta dificultad a la hora de decodificar sus influencias inmediatas. Hemos aludido a la contemporaneidad de su producción, y también al ecléctico bagaje musical de su autor, pero el personalísimo ensamblaje final es lo que le confiere un marcado carácter de obraúnica, más allá de su falta de continuación. La desnudez originaria de la música contenida aquí deja al aire un chasis consistente, que el trabajo final de overdubs y mezclas llena de recovecos, dotándola de un complejo y estimulante subtexto.

 

Hay extrañas, improbables resonancias: a “Corpus Christi Carol”, flotante cuento de hadas del que brota el lado femenino de su voz, le sucede la contundente “Eternal Life”. El oyente familiarizado con los sonidos ásperos de la época tal vez detecte en el rasgueo de guitarra inicial una puerta que podría ser la entrada a una cancion de Kyuss, mientras que el desarrollo de la canción parece esconder parte del ADN de una especie de grunge estilizado y sacro que, sin embargo, en una de sus tomas alternativas revelará hechuras cercanas al metal. En “Dream Brother”, la influencia de Led Zeppelin reverbera en su versión canónica, mientras que su reconstrucción en un remix insertado como cara B de “Mojo Pin” (preñado de ecos y acentuando el protagonismo de la tabla) subraya la fuerte influencia oriental en su concepción. Por otra parte, ¿no es “Last Goodbye”, en su simple horma melódica, un efectivo gancho pop cercano a la radiofórmula de mediados de los años noventa? Son sólo tres ejemplos de los muchos que delatan la arquitectura de“Grace” como una especie de milhojas musical lleno de sustratos de muy diversa procedencia, pero convenientemente homogeneizados en el resultado final.

Cuando vio a luz, en agosto de 1994, el disco inició un intenso pero lento calado en el público, partiendo de discretas ventas iniciales que se acelerarían progresivamente tras la muerte de Jeff, tres años después. Entre la realeza del rock, sin embargo, su música no iba a pasar desapercibida: Paul McCartney, Robert Plant, Lou Reed, David Bowie o Bob Dylan fueron algunos de los músicos que un momento u otro contribuyeron a poner a Buckley Jr. bajo el foco mediático. Poco a poco, “Grace” estaba forjando un caldo de cutivo que terminaría calando en indigestos manierismos futuros (Muse, Coldplay), sin que el imponente modelo patentado por el músico californiano llegase nunca a perder su brillo inicial.

Entre 1994 y 1996, Jeff Buckley y su banda se embarcarían en un exhaustivo tour mundial con su flamante obra bajo el brazo (“Mystery White Boy”, que recopila tomas en directos de diferentes shows, es el álbum que mejor recoge el clima de aquellas actuaciones), mientras el artista maduraba la continuación inmediata de “Grace”. Sabemos que nunca llegaría a ver la luz, pero también que fue un proyecto lastrado por interminables estancamientos y tanteos, derivados en su mayor parte del control absoluto con que Buckley quería acometer el proceso. Al tiempo que se dispersaba en entretenimientos paralelos, como un álbum tributo al escritorJack Kerouac, registraba numerosos apuntes: hubo sesiones mano a mano con Tom Verlaine (Television), que en principio iba a recoger el testigo de Andy Wallace como productor, grabaciones desperdigadas entre Nueva York y Memphis, y también exploraciones en solitario y con músicos de apoyo. La doble compilación póstuma “Sketches For My Sweetheart The Drunk” (1998), farragosa y excesivamente deslavazada, recupera veinte de esos bocetos que quedaron inconclusos antes de su trágico desenlace, al tiempo que ofrece el último gran, aunque imperfecto retrato de un Jeff en busca de nuevos caminos.

El 29 de mayo de 1997 le sorprendió en Memphis, durante una jornada ocupada por una de esas últimas exploraciones en el estudio. Cuando caía la tarde, Jeff y un amigo terminaron en los márgenes del Mississippi, donde nuestro protagonista tuvo un momento de arrebato y se lanzó al río vestido, tras haber jugueteado con su guitarra y bebido algo de vino. Pocos segundos después, su cuerpo era arrastrado por la corriente y empezaba a imprimirse la leyenda. Lo encontraron sin vida seis días después en las proximidades de Beale Street, uno de los emplazamientos históricos de la música blues. La historia ha sido contada muchas veces y hay un fragmento del relato que, por su oscura significación, nunca se omite: momentos antes de la tragedia, el autor de “Grace” y su acompañante escuchaban a Led Zeppelin en un pequeño radiocasete portátil. Al internarse en el agua, Jeff canturreaba algunos versos de “Whole Lotta Love”.

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