1979: Electric Light Orchestra – Discovery (Jet)

Los discos que cambiaron nuestra vida

Lo único que tuve claro desde el primer momento en que se planteó hacer este especial del día de la música sobre los discos que cambiaron nuestras vidas, fue que iba a ser sincero y honesto conmigo mismo: ni Beatles, ni Stones, ni Dylans, ni Planetas, ni Zeppelins, ni Nirvanas, ni Pistols, ni Joy Divisions ni ningún otro icono generacional de los habituales por estos andurriales. Y no porque tenga especial manía a ninguno de los nombres mencionados, de hecho algunos están entre mis favoritos, pero los descubrí ya con el camino empezado y bastante distancia andada. No, hoy no tocan ellos.

Hoy toca hacer memoria, viajar en el tiempo, volver a ser un crío de un pequeño pueblo, sin más recursos musicales que un viejo transistor de bolsillo con el que escuchar, cada tarde a la salida del colegio, aquellos programas de radio en los que la gente se dedicaba canciones. Escasísimo equipaje técnico que, al cabo de un tiempo, se complementó con un cassette con micrófono mediante el que podía grabar mis canciones favoritas desde el transistor, escondiéndome debajo del colchón con todo el equipo para no registrar ruidos no deseados.

De esa forma, poco a poco y con mucha paciencia, me hice con una pequeña colección de cintas repletas de temas populares de los 70. Mi mundo musical eran aquellas canciones, y ni me planteaba la posibilidad de acercarme a aquello que en las revistas del corazón denominaban “Long Plays”, puesto que si ya tenía mis canciones favoritas grabadas de la radio, ¿para qué gastar el dinero, que tanto escaseaba por casa, en cintas cuyo mayor atractivo consistía precisamente en incluir las canciones que yo ya tenía?

Así, ajeno a revistas musicales, imposible el acceso a las FMs y totalmente ignorante de todo lo que hacía referencia al orden cronológico de mis pequeñas joyas, mis primeros acercamientos a la realidad musical vinieron de parte de mis amigos, de aquellos iniciales intercambios de cintas, opiniones y recomendaciones. Recuerdo algunos de aquellos primeros vinilos que descubrí en las escuchas colectivas que organizaban en sus casas los amigos que disponían de tocadiscos. Principalmente me encariñé con dos: el directo Paris, que me hizo empezar a amar a Supertramp, y  el recopilatorio Greatest que me convirtió en fan irreductible de los Bee Gees. Pero la joya de la corona la trajo bajo el brazo mi amigo J., que vivía en la capital y pasaba los fines de semana en el pueblo, algo que lo envolvía de un aura de misterio que a nosotros nos fascinaba, puesto que casi siempre se presentaba con alguna novedad en forma de disco, cómic o cualquier artilugio desconocido en nuestro pequeño mundo.

Aquel disco que me enseño a apreciar los LPs enteros, más allá de los éxitos de la radio, me fascinó desde el primer momento en que vi la portada. Un personaje extraño, vestido de manera exótica, sostenía entre sus manos un curioso objeto luminoso en cuya superficie se podía leer, en una grafía rara pero que se entendía perfectamente, la palabra “ELO”. La mirada escrutadora de aquel hombre, y la manera en que se reflejaba en su rostro el halo de luz que emanaba del misterioso objeto, me recordaban las infinitas horas que había pasado en mi habitación con la sola iluminación del piloto REC de mi cassette, persiguiendo canciones.

Por supuesto yo ya sabía que había un grupo llamado Electric Light Orchestra, incluso había conseguido grabar en una cinta las tres canciones más conocidas del disco: “Shine a little love”, “Last train to London” (esta última fue cortesía del otro gran amigo de infancia que todavía conservo, B.) y “Don’t bring me down”. Pero tener en las manos aquella carpeta, la foto de la portada, abrirla y ver las letras de las canciones…sacar el disco con cuidado de no rayarlo ni dejar huellas, ponerlo en el tocadiscos, y empezar a escuchar la música… Todo sonaba tan nítido, tan nuevo, tan mágico…

Mi amigo J. y yo repetimos muchas veces el ritual en su casa, en el improvisado auditorio que desplegamos bajo la escalera que daba a la terraza, y cada vez descubríamos algo nuevo. A veces era el inicio de “Shine a little love”, que ganaba mucho escuchado en vinilo; en otras ocasiones, la inconfundible y machacona percusión de “Don’t bring me down”, las letras inocentes pero perturbadoras de “Confusion” o “Need her love”, o la más bromista de “The diary of Horace Wimp”. ¡Y de qué manera tan diferente sonaban los violines de “Last train to London”! Hasta el falsete de Lynne en “Midnight blue” o en “Wishing”, que hoy me parece casi ridículo, sonaba como una obra maestra de ingeniería musical en aquellas primeras escuchas.

Desde entonces empecé a prestar más atención al contexto en que se desarrollaban aquellas canciones que escuchaba en la radio o en la televisión. Conocí grupos y cantantes nuevos, compré cintas cada vez que pude reunir el dinero necesario, leí las secciones musicales de las revistas que entraban en casa, presté atención a los programas de televisión y me empapé de la escasa información a la que teníamos acceso. Me lamenté del tiempo perdido a medida que iba descubriendo que muchos de los grupos que me gustaban, y que creía nuevos, llevaban bastantes años de carrera en algunos casos. En resumen: Discovery me abrió los ojos a un mundo nuevo que, hasta entonces, no conocía y por tanto no me interesaba. Pienso que el nombre del disco y la imagen de la portada son perfectas metáforas de lo que supuso para mí en aquel muy lejano 1979.

Hoy, 30 años después, Discovery no sólo no se encuentra entre mis 50 discos favoritos de siempre, sino que además ni siquiera ocupa un lugar en mi top-5 particular de la Electric Light Orchestra. Pero algo debió ocurrir en mi interior en aquellos días para que fuera este uno de los primeros discos que me vino a la mente cuando surgió la posibilidad de contribuir a esta celebración del día de la música.

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