Bon Iver – Palacio de Vistalegre (Madrid)

Justin Vernon aka Bon Iver pisaba por primera vez Madrid y lo hacía a lo grande. En un gran recinto como el Palacio de Vistalegre, y de la mano de dos discos capaces de mover montañas: el que lo puso en el mapa (For Emma, Forever Ago, 2009) y el que lo encumbró (Bon Iver, Bon Iver (2011)). Con el coso taurino ajustado a la también ajustada venta de entradas (dos grandes paneles blancos acotaban los graderíos en una sola zona central), todo estaba listo para saber si el artista era capaz de salir triunfante de la plaza madrileña, ampliamente conocida por su enemistad con los estándares aceptables de sonido requeridos para los grandes eventos.

Muchos pensarían, y entre ellos me incluyo, que la propuesta introspectiva y cautivadora del de Wisconsin le vendría de perlas a un espacio poco recomendado a grandes despliegues, y donde su conocida austeridad sonora, así como la suavidad de su reconocido falsete gratificarían al espectador en pos de un triunfal espectáculo. Pero no, esta historia no iba de un compungido cantante y su guitarra buscando ser la última sensación del folk. La idea de Dylan electrificándose para romper con la canción protesta se acrecentaba a medida que las canciones avanzaban, como una necesidad imperiosa de ensuciarse de rudeza rock. Con una formación mayúscula de 9 integrantes a lo Broken Social Scene, dobles baterías y guitarras enardecidas saboteaban con sorna la conocida delicadeza de su sonido, siendo la apertura con la atronadora «Perth» el mejor ejemplo.

El exceso de ruido aún se mostraba notable en  «Minnesota, WI». No fue un concierto placentero. Por momentos sentías en el pecho cada pedalada al bombo que nacía de la batería. Sólo las sinceras emociones que transmite el universo del barbudo Vernon («Towers») consiguen que nos elevemos por encima de las dificultades. Altas dosis de fiereza y sudor sentidas en «Creature Fear» servían de trampolín para quebrar sus canciones con desmanes que recordaban más a un guitar hero que a una estrella del folk. Latigazos de rock que dejaban atónito al público, lo mismo que la exaltación de su parte más moderna gracias al juego de voces y capas en modo vodecoder de «Woods» o los teclados astrales de «Hinnon, TX». 

Un aroma de escapismo recorría la actuación de los americanos. Escapar hacia adelante pero mirando ligeramente hacia atrás. Romper con todo sin destrozarlo. Así sonaba esta noche Bon Iver. Un gran desmarque de lo visto y oído en toda regla. Aportando más matices de los incluso necesarios, como si sus discos no los poseyeran de por sí. Clásicos recientes tratados con estos matices agresivos como «Helocene» y «Calgary» sumados a la crepuscular «Skinny Love» dieron razón a aquellos que lo elogiaron y cantaron sus alabanzas.

Era hora de rematar y rendir tributo a su primer disco, ese que escribió solo en una cabaña solitaria en el bosque, después de que le patearan el corazón. Puede que suene cursi. Repetido hasta la saciedad en la historia de la música. Pero después de disfrutar en el bis con canciones como «The Wolves (Act I and II)» y «For Emma», debemos estar más que agradecidos a esa perversa mujer que consiguió entregarnos al artista del falsete eterno.

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