Nivhek [Grouper] (Condeduque) Madrid, 23/03/24
La eterna discusión entre ruido y sonido, en lo que a la música se refiere, es tan vieja como que quedó parcialmente solucionada en el siglo pasado al dotar del primero de cualidades sonoras transformadoras y evocadoras. Partiendo de la premisa futurista y de sus precarios intonarumori, Russolo pareció apostar por adelantado hacia un concepto que se ha venido integrando exitosamente en el aspecto ambiental y de texturas de la electrónica, donde lo sonoro envuelve al oyente en una experiencia de múltiples ángulos.
La australiana Liz Harris es una maestra en todo esto. Concluyamos rápidamente que todas sus facetas, las que caben tanto en la Harris Nivhek como en la Harris Grouper, ahondan en esa premisa cuasi ecuménica del ruido y el sonido, aspirando, incluso, a borrar, de paso, algo más que esa frontera con el uso de audiovisuales y elementos más orgánicos. En Condeduque pudimos valorar a esa Nivhek obcecada en mostrar que lo básico y lo minimalista puede ser tan complejo como la pieza más recargada.
Engine, la propuesta que presentaba, resultó ser casi la síntesis de todo su ideario, un espacio físico y mental que comparte los límites del entendimiento de esa pieza sostenida, del drone más ambiental que supera la cualidad de ser mera base para erigirse en protagonista en el dibujo de oscuras realidades que se ven reforzadas por la unión de lo visual y lo sonoro. Existe en ella una intención clara de hablar por su acto, de apuntar a un todo que se ha consolidado en el imaginario colectivo, tanto de asfalto y naftalina hasta lo orgánico y atávico.
Ahí podríamos debatir si la manipulación de cintas que se observó reafirma el papel de lo humano sobre la máquina o, simplemente, su claudicación. No se movería mucho provocando esa cesión de protagonismo, a veces compartido con el inquietante paisaje del japonés Takashi Makino proyectado en una constante hipnosis del vacío —sublimando en lo visual los sonidos que de sus artilugios salían— y, en otras ocasiones, con la belleza sublime del violín de Astrid Sonne, reparador elemento orgánico y contraste fundamental en la hipótesis de la australiana.
Si bien la duración de esa travesía iluminada escasamente por las ráfagas de la proyección y, sobre todo, por el rojo que desprendía su altar, podría haber sido algo mayor, la sensación de plenitud de llegar al fondo de su planteamiento quizá no requiera de más, porque, quizá, Nivhek haya demostrado que estemos abocados a esa duda, también en lo sonoro, de que lo humano no deja de ser todo lo creado y nada de lo creado por nosotros.