Dee Fest (Parque de la Ermita, Dilar) Granada
Al enfilar la carretera que llega a Dílar desde Gójar, en la embocadura de la comarca de La Vega granadina, el carril se cierra en curvas sin señalizar y la mediana brilla por su ausencia. Nada importante cuando ves a tantos vehículos acechando la entrada del camino que conduce a la ermita, un pequeño parque periurbano al que las buenas gentes de la localidad, apenas censados en dos millares que no llegan a y medio, acceden a pie tras las pequeñas lomas y los salvables desniveles incluidos en la mínima peregrinación. Nada puede indicar, a priori, que es aquí donde ya se cuentan varias ediciones del Dee Fest, una denominación moderna como cualquier otra, acorde con la dictadura de Instagram y los colores de caramelo y letras redondas en las chapas.
Ni tampoco hay mucho que indique que algunas de las páginas más memorables de la agenda anual de la localidad están por escribirse hacia el primer fin de semana de junio. Cuando la primavera se vuelve y los licores se revuelven todo empieza a encajar en un enclave envidiable por una puesta de sol que nada tiene de particular pero tampoco de común. Y antes de que alguien piense que en la exageración hay poco de virtud, que lea por qué este crepúsculo de sábado de gloria tendría una significancia más que puntual apenas unas horas después.
Arribar a buen puerto tras el sudor y la canícula impuestos por el sol nazarí, tal vez de forma más inusual que nunca, o al menos que las últimas veces, nos hizo pagar el peaje de no saber si las virtudes que exhiben Yo Estoy Bien, El Mundo Está Mal en su coqueto disco del año pasado tienen continuidad en directo. El fondo quedaba reservado para inaugurar el evento enfrente de los jiennenses Los Mejillones Tigre, un combo que hace de la diversión luz y guía.
La retranca y la mala baba disfrazadas de cumbia, boogaloo y aires de rumba canalla en camisas de rayas multicolor, maracas, teclados y percusiones tropicalistas. Dando un toque de atención al cuñadismo pseudoilustrado en maravillas de vocación global como “Mejor que tú” o “No dices ni mu”, destrozando perfiles estandarizados y normalizados con regularidad en “Destruye al influencer” o revirtiendo mitos a base de hedonismo en “Satán es amor”.
Todo en el ambiente perfecto para abrazar el hedonismo y despojar de trascendencia cualquier posible asomo de virtuosismo. Estos, sin embargo, tocan mucho mejor que otros incrustados casi de por vida en carteles y saraos por el estilo. La prueba indeleble de que se puede triunfar haciendo canciones de sinceridad envenenada y revolcando a Los Brincos con Tito Puente o bañándose en la pocilga garagera de The Fuzztones con el agua vitaminada de Héctor Lavoe.
Lo de que el atardecer en Dílar puede convertirse en experiencia inolvidable no iba por otra cosa que por hacer acompañar el momento de la compañía y la música apropiadas. Lo primero lo traíamos de casa, y de lo segundo se encargó el maestro de maestros, una figura en toda regla a la que este país debe mucho culturalmente hablando, algo de lo que puede que aún no acabemos de ser conscientes. Un genio que pasa la barrera de los setenta años bailando y dirigiendo a una banda absolutamente impecable y necesaria, buena parte de la cual lleva años acompañando y acompasando las canciones del jefe con una solvencia digna de encomio. A Kiko Veneno le sobran palabras de agradecimiento, pues somos nosotros quienes nos debemos entregar a ellas.
En su inmensa presencia, tal vez la más destacada de la tarde, temas ilustrísimos en el devenir del pop mestizo de este país como “Lobo López”, “Superhéroes de barrio”, “Veneno” o “Lo que me importa eres tú” se convierten en lo que siempre fueron sin él mismo saberlo gracias a las virtudes y la capacidad de sorpresa continua que implican sus conciertos. Aquí suenan a orquesta funk, a grasa flamenco-soul, a ritmo infeccioso y borbotones de sangre caliente. Incluso piezas más recientes y experimentales como “La higuera” se fusionan en el mismo pulso melódico de otras clásicas como “Memphis blues again”, que ya de Dylan tiene poco (y no nos importa), “Echo de menos”, “En un Mercedes blanco” o la ineludible “Los tontos”, de cuyo prestigio él es incluso más responsable que el propio C. Tangana. Después nos dimos cuenta de que en realidad estábamos allí para acabar mirando las primeras estrellas y saludando a Camarón con “Volando voy”. La satisfacción ya era palpable y casi no necesitábamos mucho más.
Lo hubo. Debía haberlo, y con las expectativas más altas y las esperanzas en estado de gracia. La maquinaria de rock puro y duro, porque al fin y al cabo eso es lo que hacen, de los Derby Motoreta’s Burrito Kachimba saludaba con luces deslumbrantes y el habitual muro de sonido a un parque de montaña repleto de cabezas ya poco pensantes pero aún conscientes de lo que se avecinaba. Y no fue tanto, todo sea dicho, pero sí fue bastante. El grupo llevaba visiblemente cansado a una plaza chica en su agenda y con menor poder de comunicación del acostumbrado. Las confusiones en algunos arreglos y olvidos puntuales en otras letras jamás pueden empañar el poso y el peso de canciones monumentales como cañones. Los “Seis pistones” que dan el chute de potencia inicial se funden y se confunden con otras ráfagas de psicodelia castiza: “El chinche”, “La fuente”, “Ef laló”, “Gitana” y la catedralicia “Las leyes de la frontera”, una de las que pasarán a su pequeña gran historia cuando recordemos que fueron, y aún son, un auténtico prodigio sonoro en escena.
“Tierra”, “El valle”, “Manteca” y el otro guiño camaronero de la noche, centrado en la iconografía local, con la inconmensurable coda lorquiana “Nana del caballo grande”, vestida de seda progresiva y contundencia, desembocan en “El salto del gitano” y otras primerizas muestras del talento de la banda comandada por Dandy Piranha. No, olvídense del tópico y de comparaciones inútiles con nombres y estéticas ya mil veces comentados: Esta gente son otra cosa, y aunque se sepa bien cómo describirlos, lo suyo no da crédito a descripción ni adscripción alguna.
Contra todo pronóstico y alguna que otra ceja arqueada en señal de incomprensión, la duda acerca del cierre de cartel quedaba disuelta al primer acorde. Las Repion, que significa “peonza” en la jerga extremeña de su padre, son las hermanas Iñesta, Marina y Teresa, ambas involucradas en varias historias musicales paralelas, y son habitualmente explicadas como las herederas del sonido grunge que a mediados de los noventa puso a otras hermanas, las Llanos, al frente del movimiento en nuestro país. Sin embargo, pese a su potencia, sus guitarras y sus letras suenan a algo bien diferente. Su todavía escaso repertorio les da para explayarse en pildorazos de “Amor fantasma” y refugiarse en “La madriguera” con todo el orgullo y la energía del mundo. Hasta para hacer el inciso acústico, siempre de agradecer, de “Vienen de pasárselo bien” y “Ciudad de vacaciones”, con intercambio de instrumentos incluido.
Guitarra, batería y bajo para que la culminación del festival sea tan brillante como el título de su tema homónimo, e incluso para que una frase tan trivial como “El día no me da” se travista en un rabioso himno de insatisfacción post adolescente. Su insultante juventud duele tanto como un susurro a destiempo, pero al mismo tiempo alivia el porvenir de una escena rock a la que le están saliendo nuevos ídolos sin la menor consideración. Al éxito por el exceso. No es el caso de las cántabras, cuya mayor cualidad es la discreción y el trabajo concienzudo. Cerrar un festival, y una noche, de esta manera no es una responsabilidad sino un deber.
La carretera, otra vez, nos devolvía a la ciudad en la que nacen muchos sueños. Las cuevas del Sacromonte, el Paseo de los Tristes, las plazas del Albaicín y las velas en memoria de Morente son sólo despieces de un tiempo inmemorial, al que volver el oído y resolver la mirada con la promesa de la vida eterna. Detrás, ante la nieve que corona la sierra, aquellas buenas gentes que acuden a Dílar a empaparse de música siguen respirando la misma eternidad. Al menos hasta el año que viene.
Fotos Javier Martín: Dee Fest