Entrevistamos al compositor Gustavo Santaolalla
El ronroco es un instrumento andino emparentado con el charango. Pequeño, de unos ochenta centímetros, pero con un sonido profundo. De ahí su nombre: ronco, grave, resonante. En 1998, Gustavo Santaolalla lo convirtió en protagonista de un álbum que llevaría su mismo nombre, Ronroco, y que terminaría por cambiar no solo la historia del instrumento, sino también la suya.
Aquellas cuerdas, nacidas entre montañas y vientos del altiplano, acabarían sonando en películas que redefinieron la relación entre imagen y música: Babel o Brokeback Mountain, con las que consiguió sendos Oscars, y más tarde, en los universos emocionales de los videojuegos con The Last of Us.
Hoy, más de dos décadas después, Santaolalla regresa de nuevo a España para rendir homenaje a ese disco que, sin buscarlo, le abrió un camino insospechado. Antes de su paso por Valencia, conversamos con él sobre una vida dedicada al sonido, sobre la intuición, el error, el silencio, y esa emoción que habita entre las notas de sus composiciones.
“Siempre he ido por el borde. Yo nunca representé el statu quo del compositor de Hollywood”
Es un placer hablar contigo. Espero que todo vaya de maravilla. El próximo mes te veremos por varias ciudades españolas, Valencia, Barcelona, Málaga o Cartajena, gracias a una nueva gira centrada en tu álbum Ronroco. Una pena que esta vez no pases por Madrid, me tocará desplazarme.
Sí, es una lástima. No voy a Madrid esta vez, pero lo haremos el año que viene. Es una de mis ciudades favoritas del mundo, la adoro desde siempre. Ahora está muy de moda y he tenido la oportunidad de ir bastante últimamente.
Estoy en un momento de seguir buscando y expandiendo mi identidad, y eso también implica hacerme cargo del apellido de mi abuelo andaluz y de mi abuela vasca, que forman parte de mí y que incluso siento en mi música. Siempre digo que la identidad es algo que se expande: al principio es quién eres en tu casa, con tus hermanos, luego en tu cuadra, en tu barrio, en tu país, en tu continente.
A lo largo de tu carrera has construido un mapa sonoro en torno a esa identidad, Argentina, México o Estados Unidos. ¿Cómo se ha ido tejiendo ese mapa personal?
Soy un latino argentino que vive en Los Ángeles, pero también tengo una parte muy fuerte mexicana por todo el trabajo que he hecho allí con bandas como Café Tacvba, con quienes trabajo desde hace más de 25 años, y también con Molotov o Maldita Vecindad, que fueron muy importantes en su momento. A eso se suma mi trabajo en el cine con Iñárritu, que también forma parte de ese proyecto México.
Además, de chico en Argentina crecí viendo muchas películas mexicanas. Había un canal de televisión donde pasaban filmes con Miguel Aceves o Jorge Negrete, las series estaban dobladas al mexicano y también teníamos lo que llamábamos las revistas mexicanas. Una de las primeras canciones que aprendí a tocar en guitarra fue “El jinete” de José Alfredo Jiménez, así que tengo una conexión muy fuerte con México, y el primer grupo de rock en español que escuché fueron los Teen Tops, cuando tenía doce años.
Todo eso ya forma parte de mi identidad. También lo son los cuarenta años que llevo viviendo en Estados Unidos. Y en medio de esa expansión tan importante de quién soy, sentí la necesidad de conectarme con algo más antiguo, más esencial, mi vínculo con España. Por eso, en los últimos años he tratado de venir a menudo. De hecho, he estado al menos dos veces por año y ahora estoy feliz de poder visitar cuatro ciudades.
Hace unos días estuve con un compositor y productor español, Raül Refree, y quería empezar esta entrevista preguntándote exactamente lo mismo que a él: ¿qué significa para ti la emoción en la música?
Te puedo decir lo que es la emoción en mi música, y es algo que está siempre presente. Se manifiesta casi siempre desde el principio, desde que comienza, aunque a veces tarda un poco en aparecer. Pero siempre está ahí, y creo que, aparte del lenguaje, es lo que de alguna manera me ha dado esa conexión con la gente: la emoción que tiene lo que hago. Para mí, la emoción es la conexión con el corazón, con el alma, con lo espiritual.
Tanto el corazón, que tiene que ver con algo más pasional y humano, como el alma, que es algo más trascendental. Una puede llevar a la otra; una es la puerta de acceso a la otra. Esas dos cosas siempre están presentes en lo que hago, y también en la música que más me atrae, aquella donde encuentro ese tipo de emoción. Y esta emoción puede tener muchas manifestaciones distintas. A veces puede estar cargada de agresividad y, aun así, ser profundamente emotiva. No todo pasa por lo dulce o lo armonioso. La naturaleza es un buen ejemplo: tiene la belleza de un atardecer en el mar, pero también los terremotos, los maremotos, los volcanes, cosas poderosísimas y profundamente emotivas.
La música, con sus notas, silencios, formas y tiempos, tiene una capacidad transformadora. Puede cambiar la sociedad en la que vivimos, pero también nuestra propia esencia. En tus composiciones siempre he sentido esa capacidad de cambio, de transformación.
Absolutamente. Yo vengo de una generación que literalmente quería cambiar el mundo con la música. Y pienso que en aquel entonces la música ocupaba un lugar distinto en la sociedad, a nivel masivo. En un momento, los artistas populares eran gente como Bob Dylan, que escribía con una pluma diferente. La música tenía otro rol entre los jóvenes.
Esto no significa que hoy no conserve ese poder transformador: lo sigue teniendo. Y una de las cosas que más me apasiona de esta gira de Ronroco es justamente explorar esa capacidad de transformación, de movilizar emociones. hay muchas cosas que nombraste ahí que me interesan mucho ir a ellas.
El silencio, por ejemplo, también es fundamental para mí. Forma parte de mi vocabulario musical: hablo de un “silencio elocuente”, no un vacío, sino un espacio lleno de información. A veces puede ser más fuerte que una guitarra distorsionada. Me interesan esos silencios que de alguna manera suenan, que tienen energía y presencia.
Y eso, también tiene un poder transformador. Todos mis conciertos han estado marcados por un gran eclecticismo: desde Arco Iris, BajoFondo o Wet Picnic, hasta mis conciertos solistas. No solo por los estilos, eléctrico, acústico, folclórico, clásico o electrónico, sino también por la energía y la narrativa. Cada concierto tenía distintos momentos, con un manejo consciente de la energía que hacía la experiencia entretenida y emocional. Para mí, el entretenimiento también es parte del arte. Cuando llegó el momento de Ronroco, pasó algo parecido.
¿Cómo se dio la búsqueda de este álbum y la posterior influencia que ha tenido en tu carrera?
El álbum surgió a raíz de una convocatoria para producir un compilado de un gran charanguista, Jaime Torres, que para mí era como un Ravi Shankar del charango. Lo conocía desde niño, lo veía en la Misa Criolla en televisión y siempre quise tener la oportunidad de organizar ese proyecto.
Yo ya tenía una carrera como productor, ganando Grammys con Bajofondo, pero Jaime era un maestro para mí. En ese momento venía grabando música con charango y ronroco desde hacía años, solo para mí y mis seres queridos. Mi padre me había regalado un charango cuando tenía 15 años, y lo utilicé mucho con Arco Iris, pero nunca lo había mostrado públicamente.
Un día, ya dejando Arco Iris y viviendo en Estados Unidos, entré a una tienda de música en Buenos Aires durante un viaje y vi un charango grande. Lo tomé, empecé a tocarlo y sentí una conexión inmediata con mi corazón y mi alma. Me dije: ‘Mamá, ¿qué es esto?’. Ahí comenzó todo. Empecé a grabar piezas para mí, sin intención de convertirlo en un proyecto público, solo para la gente cercana.
Cuando conocí a Jaime estaba emocionado por mostrarle mi música, aunque también tenía cierto temor, porque mis composiciones con ronroco no eran necesariamente eran andinas. A veces sonaban africanas, asiáticas, del este de Europa; en otras ocasiones sí que tenían esas raíces andinas o patagónicas. Además, tocaba con una técnica distinta, el fingerpicking, no tradicional.
Dos semanas después de conocer a Jaime Torres terminamos siendo grandes amigos. Le compartí algunas piezas, eso sí, diciéndole que eran de unos amigos. Tres días después me llamó y me dijo: ‘Este que toca acá, ¿eres tú? No me engañes’. Le contesté: ‘Bueno, sí, maestro, tenía temor porque no toco con la técnica normal’. Y él me respondió: ‘No existe ninguna regla, y tú le encontraste el alma a este instrumento’.
Eso me dio la confianza para grabar más en los meses siguientes, incluyendo piezas con él, y reunir todo para el álbum. En ese momento tenía mi proyecto Surco, un sello con Universal centrado en música alternativa, joven, rock y hip-hop. Desde luego, este álbum no iba a ir para ese sello, pero se dio la casualidad de que Nonesuch se interesó en publicarlo, un sello donde estaban Philip Glass y Steve Reich.
Finalmente salió publicado, aunque sabíamos que no íbamos a promocionarlo con conciertos porque estaba ocupado con otros proyectos. Lo que sí hice fue dar entrevistas a radios universitarias, sobre todo a una muy importante en Los Ángeles llamada Morning Becomes Eclectic, del Santa Monica College. Era un programa musicalmente muy ecléctico, ponían desde Astor Piazzolla hasta Red Hot Chili Peppers.

No conocía el programa, pero intuyo que tenía también mucho peso en la música latina, moviéndose en un amplio abanico de registros.
Sí, incluida música étnica. De pronto, mi música comenzó a sonar con bastante frecuencia y un día me llamaron desde la oficina del director de cine Michael Mann. Querían incluir una de las canciones de Ronroco en su película The Insider, un film con Al Pacino y Russell Crowe. Michael quería usarla en un feature cue, un momento de más de dos minutos sin diálogo donde la protagonista es la música. Y calzaba perfecto con la trama contemporánea.
De esa manera se dio mi entrada al cine. Siempre me interesó mucho; de hecho, quise estudiar cine al terminar el secundario, pero en ese momento ya trabajaba como artista y productor, y los militares habían cerrado el Instituto de Cinematografía en Argentina. Así que no pude estudiar, aunque ese deseo siempre me acompañó.
Paralelamente, una amiga en común con Alejandro González Iñárritu le comentó que debía escuchar mi música para su película Amores perros. Yo no había leído el guion ni visto ningún corte, y estaba saturado de trabajo. Inicialmente dije que no podía hacerlo. Pero una noche me desperté en medio de la madrugada y pensé: ‘¿Y si este tipo es un genio?, ¿Y si la película es alucinante?’. Cambié de idea y dije que, si venían a Los Ángeles y me mostraban la película, lo consideraría.
Alejandro llegó con la película, la puso en VHS y se fue a fumar. Vimos los primeros diez minutos con Aníbal Kerpel, mi socio, y nos miramos: ‘¿Estamos haciendo esto, viste?’. Allí apareció nuevamente el ronroco, sobre todo al final, en la escena del desierto de Atacama, cuando el chico se va con el perro.
Más adelante, Alejandro me preguntó si conocía a Walter Salles. Le contesté que sí, por Estación Central de Brasil. Me contó que estaba haciendo una película sobre un joven Guevara, antes de convertirse en el Che, y que debía hablar con él. Conectamos enseguida y terminé haciendo Diarios de motocicleta, donde también volvió a sonar el ronroco.
Realmente interesante cómo la vida te la puede cambiar un instrumento. Por ejemplo, la canción principal de The Last of Us también está compuesta a partir del ronroco.
Viste, es toda una curva. Sí, el tema principal está compuesto con el ronroco, en un ritmo de 6/8 muy parecido a la chacarera. Eso tiene que ver con lo que hablábamos antes, la identidad.
Ahora, cuando se cumplen 25 años de la salida del álbum, pienso en todo lo que ha pasado gracias a él. Y dije: “Se merece un concierto”. Hice muchas cosas alrededor de este disco. Lo lanzamos por primera vez en vinilo, desarrollé una versión digital del instrumento para que cualquiera pudiera tocarlo desde un teclado, esto lo trabajé con la compañía inglesa Spitfire, una de las más grandes en bancos de sonido, donde colaboran músicos como Hans Zimmer.
También inventé un instrumento híbrido entre la guitarra eléctrica y el ronroco, el Guitarocko. Hice un prototipo con Fender. Si buscas mi nombre junto a Spitfire o Fender, vas a encontrarlo en YouTube. Hasta saqué un perfume.
¿Un perfume?
Sí. Es un interés que tengo desde hace años. Lo presentamos en Milán: colocamos el ronroco en una cámara de vacío para extraer sus aromas, los de la madera, el abeto y el cedro, y a partir de eso creamos el perfume.
Y lo principal: la gira. Tenía que tocar este disco en vivo, porque nunca lo había hecho. Mis conciertos siempre estaban atravesados por muchos otros proyectos y quería saber cómo sería hacer un espectáculo entero dentro de un mismo mood. No sabía cómo iba a reaccionar yo, ni cómo iba a reaccionar el público. Pensaba: ‘¿No se dormirán en la tercera composición? ¿No me dormiré yo?’. Pero armé un grupo hermoso, con músicos increíbles, y conectamos en una vibración muy especial. El año pasado hicimos diez fechas en Europa y fue increíble.
Y lo que te quería decir, volviendo a tu pregunta sobre la transformación de la música, es que lo viví muy claramente. Ya lo había visto antes como músico: la música informa, transforma. Mis conciertos solían terminar en un estado más eufórico, pero esto tiene otra energía. Está diseñado de una forma tal que no hay lugar para un aplauso hasta pasados unos quince minutos. A esa altura, ya estás completamente entregado.
Y ahí me di cuenta: este concierto tiene un lugar en el mundo. En este momento que estamos viviendo, cumple una función. Proporciona un servicio, uno bueno, positivo. Tanto para el público como para nosotros. Porque, en realidad, todos lo estamos haciendo juntos. Es algo que creamos e imaginamos colectivamente. Cada uno cumple un rol distinto. A mí me toca tocar y escuchar, pero estamos creando juntos.
Por eso cambia tanto la música con el oyente. Siempre cuento esta historia: podés estar una semana mezclando un tema solo en el estudio y, de pronto, viene un amigo, lo escuchan juntos y te dice ‘esa guitarra…’. Y algo cambia, porque lo está escuchando otra persona. El observador modifica al observado. Entonces invito al público a construir el concierto conmigo, a hacerlo juntos. Y ahí es donde pasan cosas realmente alucinantes. Es un momento muy especial.
Hay canciones que parecen tener vida propia. Las escuchas y te llaman, te piden volver a tocarlas, a reimaginarlas. En Ronroco hay una que para mí tiene ese alma, “De Ushuaia a La Quiaca”, que además formó parte de aquella gira mítica de León Gieco en 1981, cuando fuiste su director artístico recorriendo Argentina.
Y lo más increíble es que esa fue la canción que eligió Walter Salles sin tener idea de que había sido inspirada por dos argentinos que también se habían ido por el país buscando su identidad, buscando de dónde viene toda esa música que queremos. Es muy interesante lo que ha pasado con ese tema, cómo la gente lo ha abrazado y cómo lo conoce.
El ronroco era un instrumento que prácticamente nadie conocía. No existía en el imaginario popular. Y hoy, si ponés ronroco en YouTube, hay montones de chicos tocándolo, probando, explorando. Eso para mí es una gran satisfacción.
Tu carrera, en muchos sentidos, ha sido una cadena de encuentros inesperados. Lo curioso es cómo la música te ha ido llevando por caminos que no planeabas, del rock argentino al cine, del cine al videojuego.
Totalmente, y todo siempre desde los márgenes, siempre he ido por el borde. Yo nunca representé el statu quo del compositor de Hollywood, para nada. Si miras las películas que hice, ninguna pertenece a ese sistema. No tengo nada en contra, pero no es mi lugar. Yo no pertenezco a eso.
Nunca hubo un plan, por ejemplo con Diarios de motocicleta, que fue apenas mi segunda película, me nominaron al BAFTA. Me dijeron que tenía que ir a la ceremonia y pensé: ‘¿Para qué?’, competía con Howard Shore, pero fui igual. Y me acuerdo de que, al entrar al Odeon con mi mujer, estaban pasando mi música y se me cambió la cara. Terminé ganando. La película ganó como mejor film extranjero y también la música. Fue increíble.
Después fuimos a Estados Unidos, al Festival de Sundance, buscando distribución. Hicimos una proyección, se cerró el acuerdo con Focus, hubo una fiesta, una casa, qué sé yo, y alguien me dice: ‘Deberías conocer a Ang Lee, está haciendo un western muy especial’. A la semana me mandan el guion, lo leo y me encantó. Dije: ‘Qué historia increíble’.
Un par de meses después estaba en Nueva York, ensayando en Carnegie Hall para tocar con Osvaldo Golijov, y me llaman: ‘Está Ang Lee en la oficina de Focus, quiere conocerte’. Fui, nos conocimos, volví a Los Ángeles y compuse toda la música sin que se filmara ni un solo cuadro de Brokeback Mountain. Les mandé toda la música en tres semanas.
A la semana siguiente me llama el productor James Chambers y me dice: ‘Pensé que me estabas tomando el pelo con esos silencios larguísimos que metiste’. Yo siempre trabajo con el silencio porque me encanta, pero en esta película más todavía, porque los personajes estaban rodeados de silencio, silencio externo y también interno. Ahí el silencio jugaba un rol muy importante. Y él me dice: ‘No, no, me encantó. Negative space’. Fue la primera vez que escuché esa expresión: espacio negativo.
Y dije: ‘wow, qué buena forma de decirlo’. Entonces me cuenta algo muy interesante: ‘¿Sabés que Ang pensó que habías mandado esta música como una muestra de lo que podías hacer?’. Y él le dijo: ‘esta música sería perfecta para la película’. Y yo le respondí: ‘No, esta es la música de la película’. Terminamos la llamada con una frase que nunca olvidaré: ‘Nos vemos en los Oscars’.
No hubo ni agentes de Hollywood ni un plan. Simplemente ocurrió. Ahora que me iba bien como productor, dijimos: ‘Bueno, vamos a meternos en el cine’. Y al año siguiente llegó Babel, dos Oscars en dos años seguidos.
Además, para mi esta película, Babel, fue una gran satisfacción, porque siento que el trabajo que hice con Iñárritu, desde Amores perros hasta Biutiful, fue muy formativo. Aprendí mucho trabajando con él, en cómo abordar ciertas cosas, cómo trabajar ciertas emociones. Y me pareció una buena devolución poder ganarme un Oscar con una película suya.
Mi carrera ha sido siempre por los bordes. Cuando parecía que había llegado a una cresta, después, bueno, volvía a moverme. Pero siempre me mantuve comprometido con mi misión y he hecho solo cosas que reverberan conmigo. Siempre proyectos interesantes, valiosos para mí. Y así, de pronto, llegué al mundo del videojuego.
¿Cómo fue ese salto?
Yo soy un pésimo gamer, pero tengo un hijo que en ese momento tendría unos 22 años, y era muy bueno. Me encantaba mirarlo jugar. A mucha gente le gusta ver a los chicos jugando al FIFA o a otros juegos de combate, yo los miraba como si fuera un partido. Me encantaba. Y siempre pensaba: ‘hostia puta, si algún día alguien logra conectar emocionalmente con el jugador, si alguien consigue que el gamer sienta algo más allá de la acción, eso va a ser una revolución’. Combat, survival, todas esas cosas son divertidas, claro, pero faltaba algo más.
Después de los Oscars vinieron varias compañías grandes, con ofertas importantes, no solo en lo económico, también en visibilidad, y era: ‘Mirá, más de lo mismo’. Y dije: ‘no’. Siempre digo que parte de mi éxito tiene que ver tanto con las cosas que hice como con las que no hice.
Y hay otra cosa que para mí es fundamental en la formación musical: el error. Cómo el error, muchas veces, puede llevarnos justo a ese pulso de la música, a esa emoción. ¿Dirías que el error se convirtió en una parte de tu lenguaje?
Totalmente. El error es una cosa importantísima, forma parte de mi lenguaje. Siempre hablo del error. Porque, por ejemplo, existe el error que simplemente es un error, pero también existe el error que es un gran acierto. Es una intención oculta de algo que no sabías que querías hacer… y de repente hiciste.
A mí me pasa que, como yo no estudié música, para aprender tengo que estar presente, estar dentro del score. Eso me diferencia de otros compositores: no es que yo le doy una partitura a un músico y él la toca, que puede hacerlo muy bien, sino que yo mismo estoy tocando lo que compuse. Entonces, para aprenderlo, tengo que tocarlo varias veces. Y en ese proceso, de pronto meto un dedo donde no iba… y digo: ‘¡esa es!’.
Tengo una historia muy linda. Una vez, cuando llegué a Los Ángeles y empecé a repartir música buscando un sello, solo una persona me contestó. Me dijo: ‘Tu música es muy buena, tus canciones, tu voz… todo. Pero siempre parece que, cuando todo va bien, le pegás a la nota equivocada, al acorde equivocado’. Recuerdo que le contesté: ‘Sé que no vamos a trabajar juntos, pero tomo eso como un piropo’.
Con esta persona me volví a encontrar treinta años después, por otra causa. Y me dice: ‘Oh, Gustavo, qué bueno verte…’. Y yo le digo: ‘Yo te conozco a vos. Tenías una oficina en tal lado y me dijiste que todos mis temas iban bien pero siempre daban a la nota equivocada’. El tipo se quedó blanco. Y le conté que, cuando conocí a Anne Hathaway, una de las actrices principales de Brokeback Mountain, me comentó: ‘Cuando escuché el tema que abre, cuando pegas esa disonancia, pensé: este tipo es un genio’. Entonces le dije a aquel hombre: ‘¿Ves? Ahora hay gente que aprecia ese error’.
Ha sido todo un placer hablar contigo Gustavo. Para terminar, me gustaría hacerte una última pregunta: ¿Qué significa para ti la música?
La música es mi vida. No puedo separarme de la música. La música forma parte de quien soy. Estoy vivo… música.
Foto Gustavo Santaolalla: Piper Ferguson

