Ty Segall – Ty Segall (Drag City)

En los tiempos que corren que un músico de perfil medio, y no nos referimos estrictamente a la faceta artística, sea capaz de grabar hasta nueve discos (hasta la fecha) y aguantar los envites de una industria cada vez menos comprometida con los creadores es un hecho muy a tener en cuenta. Y habla de la importancia que hoy en día puedan tener las canciones, algo obviado en la mayoría de ocasiones cuando se habla de la trayectoria de tal o cual banda de relativo prestigio.

La trayectoria de Ty Segall, un californiano que ha tocado con la mitad de los músicos de su ciudad y parte del resto del país, es la de un tipo apasionado e involucrado hasta la médula en todo lo que hace. Con este trabajo homónimo intenta traspasar cualquier etiqueta que se le pudiera colocar y se entrega a la composición de unos temas emocionales, urgentes, desatados y, sí, también sentimentales. No es que hable demasiado del amor, al menos como sería de esperar en sus circunstancias sonoras, pero con gente como él hemos de rendirnos a la evidencia de que el romanticismo es otra cosa. Además, lo que hace no es otra cosa que rock de vanguardia, que ya es decir mucho, pero accesible y cercano, al menos por esta vez.

Si lo teníamos por un punkarra que solo sabía ensuciar el pop de garage y experimentar con él hasta extremos casi insoportables, dicha impresión queda completamente olvidada en un álbum enraizado más que nunca en las dos décadas prodigiosas del rock: los sesenta y los setenta. Decide ir al grano, desbocar guitarras y afilar su antes tenue pulso melódico grabando en directo con su banda y Steve Albini, cuya pócima bulle con especial eficacia en unos acabados rotundos y menos disonantes que de costumbre. No hay más que recordar la dispersión latente en la concentrada producción de Emotional Mugger, una colección de piezas coherente pero insípida, para dejarse deslumbrar por estos medios tiempos y baladas llenas de fuzz, que huelen tanto a la psicodelia de los Beatles como a la electricidad de Led Zeppelin (“Break a guitar” es un trallazo inclasificable) y echan un ojo al folk para no perder otra referencia importante (“Freedom” parece escrita con esa mirada) sin olvidar el germen del que viene todo y al que sin duda volverá a dirigirse, para lo cual es necesario eternizar temas explícitos como “Warm hands (freedom returned)” y ponerle una vela al dios del punk, cualquiera que sea, para que siga velando por el alma de Mr. Segall. O sea, que lo de acercarse al mainstream queda en un leve pero sincero intento por hacerse más popular, como podría ser el caso de “Orange color queen”. Que no cunda el pánico entre sus fieles.

Es de suponer que en esa pequeña apertura a audiencias mayoritarias han jugado un papel relevante colaboradores del perfil de, entre otros, Mikal Cronin o Ben Boye, este último cercano al jazz y sonidos más avanzados, e igual son también en parte culpables de la hermosura pianística con rasgos de americana music que resulta de la escucha de “Talkin” o de la raíz acústica de “Papers”. En cualquier caso, es la suma de ángulos la que da una perspectiva completa, diferente y bien contrastada, del punto en el que está la carrera de un pequeño genio de la música contemporánea. Y como tal, un creador incomprendido y difícil al que siempre le concederemos el beneficio de la duda.

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