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50 años de Blood On The Tracks: el (des)amor según Bob Dylan

Todo el mundo piensa que Blood On The Tracks (Columbia, enero de 1975) es un disco de separación, de divorcio. Y no es así. Al menos, no exactamente. Como todo lo que ha hecho su autor, Robert Allen Zimmerman, in arte Bob Dylan, este disco tiene su parte personal, pero también como en todo lo que hace este señor, aquí nada es lo que parece a simple vista. Blood On The Tracks es mucho más complejo que todo eso, tanto en lo personal, como en lo lírico o lo musical.

Venga, nos quitamos de encima primero el capítulo “salsa rosa”: Dylan se casó con Sara Lownds (de nombre real Shirley Marlin Noznisky) en la cúspide de su carrera, noviembre de 1965. La había conocido en el Greenwich Village como amiga de la esposa de su manager, Albert Grossman (la mujer que aparece en la mítica portada del álbum Bringing It All Back Home). Estaba casada, pero su matrimonio hacía aguas y él era lo más en aquel entonces, así que se enamoraron, ella se divorció y se prometieron. Cuando se casaron, él todavía vivía la vida del rockandroller, con sus giras, devaneos, alcohol y demás, pero el toque de atención que supuso el accidente de motocicleta que le tuvo postrado (aunque no inactivo: escúchese The Basement Tapes) y su reciente paternidad amansaron, pero que mucho, las aguas turbulentas en las que hasta entonces nadaba.

Más o menos desde 1967 a 1974 Bobby vivió una vida feliz de family man. Estaba hecho un padrazo, un esposazo, y su vida artística tenía más que ver con la pintura que con desgañitarse guitarra eléctrica en ristre. Todo iba bien, pero entonces a Sara le dio por querer mudarse a Malibú (California) y abandonar una existencia bucólica en Woodstock a la cual Dylan se había acomodado perfectamente. El traslado y las obras del nuevo nido familiar trajeron a los Dylan disgustos sin fin, alejando a la pareja casi sin remisión.

Bob Dylan huyó de todo aquello de la única forma que sabía: yendo de gira con sus amigotes de The Band y toda su troupe. Eso suponía tres cosas, básicamente: consumir todo tipo de sustancias divertidas, beber mucho más de lo necesario y follarse a todo lo que tuviera piernas y andara. Y por supuesto refugiarse en la música y en la gente del negocio musical, a la que Sara detestaba. Si la cosa ya estaba mal, como supondréis, avispados lectores, a partir de aquí se puso peor que fatal.

 

Al volver de la gira, Dylan se trasladó junto a sus hijos y la familia de su hermano a una granja que había comprado en su natal tierra de Minnesota. Allí empezó una nueva vida aparentemente separado de Sara, de la cual, ojo, no se había separado legalmente y con la que seguiría casado hasta tres años después, pues el divorcio oficial se produjo en 1977. Seguían siendo un matrimonio, pero la suerte, como quien dice, estaba echada.

Obviamente estas circunstancias influyeron en el estado de ánimo del cantante, que vertió su frustración y amargura en un nuevo paquete de canciones que iban surgiendo prolíficamente gracias a dos circunstancias que no tienen nada que ver con Sara: la primera es que desde un tiempo a esta parte tomaba clases de pintura con el artista Norman Raeben, que le enseñó la manera de aplicar su yo inconsciente a la creación. Fue algo muy importante, dado que cambió radicalmente, según ha explicado el propio Dylan, su forma de escribir canciones.

Lo segundo es que leyó con mucha insistencia al escritor ruso Antón Chéjov y esto supuso una gran influencia en las canciones destinadas al álbum. Bob Bob diría en su autobiografía Crónicas (Global Rhythm Press. 2005): “Llegué a dedicar un álbum entero dedicado a Chéjov. La prensa pensó que era autobiográfico; ningún problema”.

 

Y es que Dylan siempre se ha distanciado de la constante versión por parte de la crítica especializada de que este es su disco, como decíamos al principio, de ruptura con Sara. Bien es verdad que puede decir lo que quiera, hay bastantes señales en las letras de las canciones que dirigen la mirada hacia un matrimonio que estaba rompiéndose, pero lo que realmente quiso hacer aquí fue más bien una especie de cuadro, de enorme fresco, dedicado al desamor. Un disco plagado de historias de amor tristes. Que pueden tener que ver o no con la historia personal de su autor, pero que quedan, al fin y al cabo, como microrrelatos de lo que cualquier otra persona podría vivir en sus carnes.

Además, Blood On The Tracks se vio determinado por otro factor: suponía el regreso del hijo pródigo al hogar paterno, Columbia Records. Tras una temporada en Asylum junto a David Geffen, alguien tan acostumbrado a un trato de estrella como Bob Dylan no entendía los austeros mecanismos de promoción de una compañía mucho más pequeña que un coloso como Columbia, donde había publicado todas sus obras maestras. Este, por tanto, debía ser un retorno por todo lo alto y tanto la compañía como el artista se emplearon a fondo en ello.

Una vez escritas las canciones, el proceso de grabarlas tampoco fue nada fácil. El primer intento tuvo lugar en el mítico Estudio A, de Manhattan, donde Bobby había grabado sus obras más legendarias. Allí se topó con el archiconocido productor Phil Ramone, responsable de una enormidad de grabaciones legendarias, que había adquirido el estudio rebautizándolo como A&R Recording y que le proporcionó un conjunto de músicos jóvenes que se hacían llamar Deliverance (en honor a la peli de John Boorman) con los que debía dar forma a sus canciones.

 

Anárquico como siempre, cambiaba de acordes, de intención, cada dos por tres. Era extremadamente difícil de seguir y entender, pero aún así se las arreglaron para terminar la grabación, no sin acabar extenuados. La sorpresa llegó cuando se enteraron de que Dylan, al que no había gustado nada el resultado y ya de vuelta a Minnesota, ni corto ni perezoso, se había plantado en unos estudios de Minneapolis con otros músicos para regrabar gran parte de lo ya grabado en Nueva York.

Milagrosamente, lo que podía haber sido un frankenstein sin sentido, acabó adquiriendo coherencia y entre unas grabaciones y otras lograron tener enlatado uno de los conjuntos de canciones más desgarradores jamás grabados por el ser humano y digno, al menos en opinión del que esto suscribe, de coronar una discografía tan descomunal como la de su autor. Blood On The Tracks se publicó el 21 de enero de 1975 y rápidamente coronó las listas tanto de los Estados Unidos como de UK, entre otros muchos países. El rey había vuelto para quedarse.

Es un álbum que debe escucharse prioritariamente de principio a fin, pero cada una de sus canciones, vistas de forma aislada, es un monumento. Tenemos ese “Tangled up in blue” inicial, uno de los mejores sencillos jamás compuestos por un hombre que no solía hacer sencillos. Una canción imposible de ignorar que te metía de lleno en un viaje de no retorno. La desgarradora historia de “Simple twist of fate”, acaso la mejor del lote, era la confirmación de que esto no iba a tener mucho parangón en el mundo del rock.

 

Y así todo: “Idiot wind”, “Shelter from the storm”, “You’re gonna make me lonesome when you go”, “You’re a big girl now”… podríamos ponernos a analizar cada una de estas maravillas y estaríamos aquí hasta el día del juicio, pero lo que es realmente importante es que todo este conjunto, sea o no producto de la vida privada de su autor, constituye una de las mejores radiografías del amor (o mejor dicho desamor) jamás escritas. Y, por descontado, uno de los mejores lugares a los que acudir si alguien desconocedor de la figura de Dylan quiere aproximarse a él. Es el Dylan más accesible y a la vez más complicado. El Dylan desgarrador, el Dylan referente.

Hasta las outtakes del disco son excepcionales, con rarezas como “Up to me”, o “Call letter blues”, de las que se dio sobrada cuenta en una de tantas ediciones de archivo que se han lanzado durante este siglo de Dylan, aquél More Blood, More Tracks (2018), con el que su discográfica saldó cuentas con los fans, tanto en términos históricos, como de asalto a sus maltrechos bolsillos. Y es que este disco es, probablemente, junto a Blonde On Blonde (1966) lo mejor de la producción de un artista superlativo. Justo es, por tanto, celebrar a todo trapo esos cincuenta añazos que acaba de cumplir sin envejecer lo más mínimo. Si están cansados de escuchar lo grande que es Bob Dylan, quizás escuchando esta barbaridad de disco entiendan de qué estamos hablando.

Escucha ‘Blood On The Tracks’ de Bob Dylan

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