Bob Dylan, 80 años siendo nuestro refugio en la tormenta

Bob Dylan cumple 80 años. De los artistas que siguen vivos, ya han pasado por esa mágica y elevada cifra leyendas como Willie Nelson, Yoko Ono, Burt Bacharach, Kris Kristofferson, Shirley Bassey, Frankie Valli, Petula Clark o Jerry Lee Lewis. Otros antes los sobrepasaron, aunque ya no estén entre nosotros. ¿Por qué, entonces, el mundo parece pararse hoy para celebrar el cumpleaños de un músico? La respuesta obvia sería que no estamos ante un simple músico, sino ante una figura cumbre de la historia de la música popular. Incluso dejando aparte el sorprendente hecho de que a un escritor de canciones le concedieran el Nobel de Literatura, Dylan es mucho más que un músico, un compositor o un intérprete. Es una figura clave en la tremenda revolución cultural de los 60, alguien que ha cambiado la historia de más de un género musical y que, al mismo tiempo, ha servido como garante y divulgador de la mejor música tradicional de su país. Todo eso lo escucharéis y leeréis hoy en los medios generalistas. Sonará “Blowin’ in the wind”, “Hurricane” o “Like a Rolling Stone” en radio y televisión, y se hablará de su Nobel, de su electrificación, de su accidente de moto, de sus giras interminables, de sus versiones de Sinatra y puede que del gran disco que sacó el pasado año. Todo ello, sin embargo, forma parte de la respuesta obvia que he apuntado más arriba.

No, hay otro motivo para la celebración más allá de que un músico legendario cumpla 80 años. Se trata solo de una fecha. Lo que festejamos hoy es el tremendo milagro que supone haber coincidido en el tiempo y en el espacio con un ser humano que sin pretenderlo, quizás incluso muy a su pesar, lleva 60 años dándonos respuestas a preguntas que ni siquiera sabíamos que existían, traduciendo a palabras nuestros más profundos sentimientos. Celebramos que hoy cumple 80 años, una cifra nada desdeñable, una persona que aunque solo quiere girar, pasar desapercibido cuando no está sobre el escenario (a veces también sobre él) y componer algunas buenas canciones, lleva más de medio siglo siendo un faro, una referencia de música y vida, un sacerdote profano y místico, un guardián de las historias que la Humanidad lleva contando desde hace siglos: desde Homero hasta Herman Melville, desde el Antiguo Testamento hasta las leyendas urbanas del siglo XX, desde Shakespeare hasta Steinbeck. Dylan cumple 80 años siendo, para muchos de nosotros, un refugio contra la tormenta.

 

El gozo de asistir a esta onomástica se multiplica si pensamos en otros artistas de similar calado emocional al de Bob Dylan. Gente que en algún momento han sido el cabo al que nos hemos agarrado para sobrevivir a la furia de las aguas y que, lamentablemente, ya no están entre nosotros. Jamás sabremos qué habrían hecho Lennon, Janis Joplin, Bowie, Nick Drake, Marley, Prince, Morrison, Cecilia, Ian Curtis, Hendrix o Cobain en su vejez. Sabemos bien, sin embargo, lo que hacen la mayoría de artistas entrados en la tercera edad: vivir del pasado, regalándonos solo chispas de su talento muy de cuando en cuando. Nada que reprocharles: ya dieron lo mejor de sí en su momento y es hora de recoger los frutos, de descansar y disfrutar del éxito conseguido, ocasionalmente también de compartir alguna velada nostálgica con sus fieles. No es el caso de Bob Dylan, el hombre al que le aterra descansar.

Solo por el hecho de que lleve girando más de 30 años casi sin parar, y que incluso así cada concierto dé la sensación de ser el primero, el único, hoy estaríamos ya celebrando un milagro artístico y vital. Sin embargo, aunque con las canciones que compuso antes de los 40 años ya tendría repertorio más que suficiente para toda una vida de multitudinarias actuaciones, Dylan lleva otros 40 años sirviendo de ejemplo viviente de lo que dijo un conocido escritor: la vejez empieza cuando acaba la curiosidad. Y la curiosidad es la fuente que ha movido a Dylan toda su vida, desde que husmeaba en los periódicos antiguos para encontrar historias en las que inspirarse hasta su programa de radio de hace un par de décadas. Curiosidad por el pasado y también por el futuro, por la forma en que todo el legado de siglos podría hacerse entendible y disfrutable para las personas de la segunda mitad del siglo XX e incluso del siglo XXI. Él lo consiguió al principio de su carrera, y a través de sus diversas reinvenciones lo ha seguido haciendo década tras década. Lo hizo con sus canciones de lucha (término que él prefiere antes que “canciones protesta”), con sus historias de forajidos y perdedores, con su etapa religiosa, con sus discos de familia y de ruptura, con sus indagaciones en el country o en el American Songbook. También con su actitud huidiza, hablando a través de sus canciones y al mismo tiempo dándonos voz a todos. Su música es un medio para que, incluso con sus letras más impenetrables, cada uno de nosotros recibamos un mensaje y saquemos una enseñanza. Dylan, como antes Shakespeare, Homero o Cervantes, ha escrito para sus contemporáneos pero sus canciones le seguirán hablando a las generaciones futuras durante mucho tiempo después de que él se haya ido. Porque las letras de Dylan tienen la facultad de, como los grandes clásicos, rehacerse con un significado nuevo cada vez que las abordamos. Evolucionan, maduran y envejecen con nosotros. Dialogamos con ellas, y ellas nos responden. Nos hacen llegar una especie de conocimiento ancestral y universal que siempre ha estado en el imaginario colectivo, en la herencia verbal y genética del ser humano, pero que pocos han sabido plasmar en palabras perdurables.

 

Claro que el mérito no es solo de sus letras. Ya lo dijo él mismo cuando recibió el Nobel: esas letras están dedicadas a ser escuchadas, no leídas. Forman parte indisoluble de un todo que incluye también su música, esa música que ha ido evolucionando desde el folk tradicional de sus inicios hasta el delicioso esplendor crepuscular de su última etapa. Una etapa de la que Oh Mercy (1989), que parecía un epílogo, fue solo el prólogo y Time Out of Mind (1997) el primer capítulo de un nuevo libro. Un resumen sonoro de todo lo aprendido, asimilado y desechado durante más de medio siglo absorbiendo como una esponja todo lo que le podía servir para escribir una canción y contar una historia. Un retorno creativo espectacular al que soy incapaz de encontrarle antecedentes y que ya hubiera sido magnífico si se hubiera quedado en sus discos de 1997-2013, con sus incursiones en el Songbook como simpática anécdota para algunos, maravillosa muestra de amor a la música para otros entre los que me incluyo. Pero entonces ocurrió el penúltimo (con Dylan uno nunca sabe cuándo será el último) milagro. ¿Cómo calificar Rough and Rowdy Ways, el disco que publicó en 2020 con 79 años cumplidos? ¿Testamento, historia viva de una época irrepetible, una mirada atrás hacia todo lo conseguido y también sobre aquello que nos ha evitado, serena aceptación de la cercanía del fin? ¿Todo ello a la vez? No voy a volver a intentar descifrar un disco tan inabarcable, ya traté de hacerlo en su momento y a aquel texto me remito. Lo que quiero hoy es celebrar, con la excusa de su 80 cumpleaños, lo que supone que un señor al que se le ha dado por amortizado unas seis o siete veces a lo largo de su carrera, se descuelgue con un nuevo misterio, un nuevo cebo al que todos acudimos, en gozosa peregrinación, a picar. En una edad a la que no todo el mundo llega, y quién lo hace ya ha dicho todo lo que tenía que decir, Dylan nos sigue proponiendo nuevos enigmas.

Como no sabemos cuánto tiempo más seguirá jugando con nosotros el Rey de los Acertijos, hoy queremos estar de celebración. Comamos, bebamos y escuchemos a Dylan, que mañana moriremos. Y cuando llegue el momento nos aseguraremos de dejar instrucciones para que nuestra tumba esté siempre limpia, después llamaremos a las puertas del Cielo y, si nos las abren, trataremos de entrar antes de que se cierren. Y si no se abren, siempre nos quedará Key West.

Bob Dylan cumple 80 años y le dedicamos una playlist

 

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