Robert Henke (Veranos de la Villa) Madrid 23/08/22

Una copa de vino a medio acabar y un Mac presiden el escenario. Los dos objetos reflejan las rachas de luz azul que iluminan el espacio y se mantienen como una buena metáfora de lo que va a acontecer. Robert Henke plantará Dust, un viaje de texturas y frecuencias en un marco conceptual y quizá algo minimalista, y no necesitará más que ese objeto portátil y varios aparatos más para secuenciar y modular las distintas opciones electroacústicas para llevarlo a cabo. Sin embargo, no todo estará en su mano, ya que una exposición sonora como la que acontece debería contar con un hermetismo y un silencio.

Una sirena de la calle se cuela por el recinto e inunda los primeros minutos de la composición que, a leve toque de ratón y giro de secuenciadores, el alemán va introduciendo a un público que profesa el más absoluto silencio. Estamos ante una nueva ars sonora. El concepto de Dust aparece como lo que es, literalmente, como un sonido que alude al polvo, tanto en su concepción más cósmica como en la más terrenal, la del que se posa en un vinilo, por ejemplo, y arrastra de primeras al público hacia esa jornada de introspección y algo atávica.

Desarrolla lo orgánico como parte esencial de esa naturaleza, replicando con el eco una percepción humana del peligro o del desconocimiento, y llevando a lugares tenebrosos que solo serán separados, si atendemos a lo que puede ser una estructura orquestal o conceptual, por ráfagas de polvo ruidoso que adquieren distintas formas y que presentarán cada capítulo espacial. Esa distorsión se acopla perfectamente a una percusión o estruendo que invita al oyente a ir olvidando la sonoridad más orgánica en favor de alguna más mecánica o artificial, la misma que bombea reverberaciones por todo un espacio que juega con la distribución del sonido y de sus efectos de manera magistral.

El viaje prosigue, e incorpora sonidos más clásicos, de esos que te recuerdan que hace 50 años Kraftwerk necesitaba por poco la sala de ordenadores del Pentágono para lograr un sonido básico mientras que ahora todo cabe en la omnipresente y maléfica manzana mordida. Es ahí donde reside la gracia, en la posibilidad que otorga un simple aparato como centro de operaciones desde el que se modulan las texturas naturales más artificiales y desde la que cualquier sonido artificial se torna en psicológicamente natural. El manejo de los tiempos y los espacios que hace Henke es magistral: aparecen y desaparecen en la conciencia del oyente, pero son capaces de permanecer en el aire, en el conjunto común de sonidos audibles por todos, a pesar de la subjetividad de cada uno.

La intensidad se adquiere a través de la manipulación, de la percepción individual, esa que difiere en la chica absorta de la primera fila de la del señor que se abanica con estruendo, “rassss”, previa localización del abanico en el fondo de un bolso de papel repleto de llaves y pictolines envueltos por parte de su acompañante. Un campo de campanas, campanillas y piano melódico va advirtiendo del final de la propuesta, más que nada por el tiempo y no porque, como hubiera sido perfectamente posible, el viaje hubiese durado lo que el alemán hubiera estimado oportuno.

El retorno conceptual coincide con la caída de la intensidad, con el reencuentro del comienzo más drone o sostenido, con ese cierre del círculo que, metafóricamente, coincide con el paso de una motocicleta que, sin estar incorporada en la planificación, actúa como maldito despertador de un viaje mucho más largo e intenso que el de ese avión que hacía noventa minutos había cruzado el cielo del cuadrado del patio del San Isidro.

Fotos: marcosGpunto

 

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