Bob Dylan – Rough and Rowdy Ways (Capitol/Sony Music)

Confieso que la crítica de discos es un género que siempre me ha resultado incómodo. ¿Cómo juzgar una obra de arte sin conocer al dedillo las intenciones de su autor? Es cierto que hay discos que producen más vértigo que otros: algunos tienen el recorrido más corto, carecen de más pretensión que el puro entretenimiento, o se limitan a repetir clichés exitosos en su estilo. Pero luego están aquellos en los que el contexto o la intención importan lo mismo, o quizás más para su interpretación, que su propio contenido. Discos que rehúsan un análisis estrictamente musical, que de producirse se quedaría tan corto como decir que Casablanca es una película de espías o Centauros del Desierto una de vaqueros. ¿Cómo afrontar un álbum como Ghosteen de Nick Cave, por ejemplo, intentando aislarlo del contexto vital de su autor? O los American Recordings de Johnny Cash, ¿los despachamos como simples discos de versiones? Y ya si hablamos de Bob Dylan, el músico más tramposo, esquivo, engañoso e imprevisible de los últimos 60 años, algo en lo que solo admite la competencia de David Bowie, la analítica empresa se vuelve casi absurda.

Todo empezó justamente con una trampa. Hace tres meses que el tahúr de Duluth lanzó un tema larguísimo, su primera canción original en ocho años, con un mensaje en redes sociales que hacía pensar en un adiós, una despedida musical. Un tema, “Murder most foul”, que durante más de 16 minutos repasaba, usando el asesinato de John Fitzgerald Kennedy como núcleo narrativo, buena parte de los cimientos de la cultura popular norteamericana de la segunda mitad del siglo XX. Haciendo caso omiso de mi propio consejo, intenté desmenuzarlo en un artículo tan audaz como infructuoso. En semanas posteriores aparecieron nuevas canciones con las que, ahora sí, resultaba evidente que más que de despedidas estábamos hablando de un nuevo proyecto. Algo impensable hace unos años, cuando Dylan parecía definitivamente dedicado a revivir el American Songbook y hacer de crooner de canciones ajenas más que de promotor de las propias. El milagro se ha producido, y desde hace unos días tenemos un nuevo disco de Bob Dylan, el primero con temas originales desde Tempest (2012), y en mi opinión el mejor, el más laberíntico, sorprendente y confesional en muchísimos años. Voy a decir desde Time Out of Mind (1997) por no dejarme llevar por la hipérbole y remontarme a su –por lo capciosa e inesperada– etapa cristiana o –por la profundidad de las hendiduras de sus surcos– al Blood on the Tracks (1975).

¿Cómo analizar un disco con tantas capas, con tantas ratoneras esparcidas entre sus surcos? ¿Quizás deberíamos empezar por lo que no es? En primer lugar, no es un disco, en su mayor parte, de canciones al uso. No es tampoco el Bob Dylan de los grandes recintos, ni el de las canciones míticas. Olvidaos si esperáis de un tipo de 80 años otra cosa que no sea un disco hecho por un tipo de 80 años. Tampoco esperéis respuestas, más bien disponeos a escuchar preguntas, como hizo en “Blowin’ in the wind” hace casi seis décadas y cada uno que se las arregle como pueda. Eso sí, parece que esta vez está siendo sincero, al menos si el “False prophet” al que se refiere es él mismo. Sus cartas marcadas están sobre la mesa, alguien dijo que los grandes artistas copian mientras que los genios roban. Rough and Rowdy Ways está lleno de robos, desde el propio título del álbum hasta un alto porcentaje de las letras, construidas como de retales, tomando conceptos de aquí y de allá como intentando combinar piezas de varios puzles en uno solo. Pero Dylan tiene la magia, y él es capaz de insuflar vida a su propio monstruo de Frankenstein musical, como insinúa en “My own version of you”. Lo que en cualquier otro autor resultaría un collage sin sentido, repleto de spoken words larguísimos y monótonos, en sus manos y en su voz, que parece haber encontrado su mejor versión de los últimos veinte años, se convierte en un Via Crucis por su historia y la nuestra, en un conjunto de sentidas letanías, quizás no tan excepcionales melódica y musicalmente como pudieron ser en su momento “Sad eyes lady of the Lowlands” o “Not dark yet”, pero sin duda en ese nivel de emotividad. Sí, a muchos os resultará insufrible. Seguramente tampoco habréis llorado con el “Hurt” de Johnny Cash, ni se os pondrá la piel de gallina con el “Lazarus” de David Bowie, ni se os derrumbará el corazón con el “Keep me in your heart” de Warren Zevon, y pensaréis que “My way” es una canción para bodas. Quizás no solo la voz de Dylan te resulta desagradable, sino que también piensas que los últimos discos de Leonard Cohen ensucian su legado, recitando a duras penas sin poder cantar. Déjame decirte algo importante: esos discos son su legado. Y Rough and Rowdy Ways, salvo que los milagros se repitan dos veces, es el legado de Bob Dylan.

Precisamente el nuevo disco de Dylan se abre con su propio “My way”: “I contain multitudes” (préstamo de Walt Whitman) es una canción tan llena de rimas previsibles como de emotiva introspección poética sobre una instrumentación sobria, como no queriendo invadir la intimidad del artista que se encuentra revisando su vida. El Alfa de un disco cuyo Omega, el “American Pie” global que enfrentar al “My way” particular, es la otra canción que ya conocíamos, la monumental “Murder most foul”. ¿Qué más se puede añadir sobre esta pieza que hermana el góspel casi pagano con el rezo del rosario, la memoria histórica con la poesía, la música con el análisis sociológico? Una canción que Dylan sitúa no solo al final del disco, sino incluso en un CD aparte. ¿Por qué? Volvemos a pensar en el tema del adiós, de la despedida. Aunque, ¿se está despidiendo de sus seguidores, o de una forma de vida que ya no existe y a la que tal vez el Covid-19 le haya dado la puntilla? Una forma de vida occidental, con sus ídolos, sus mitos y leyendas, que parece en decadencia. Sí, quizás todo empezó con la muerte de Kennedy, tal vez fue el primer golpe al sueño americano de muchos que se han venido sucediendo desde entonces hasta culminar con la llegada al poder de un tipo como Trump. ¿Es eso “Murder most foul”, una claudicación de su autor ante unos nuevos tiempos que ya ha renunciado a entender?

Sería injusto, sin embargo, detenerse en esas dos columnas de Hércules que amparan al resto del disco. Principalmente porque cada canción, sin excepción, resulta brillante a su manera. Las piezas más blues, digamos más ortodoxas, como “False prophet”, “Goodbye Jimmy Reed” o “Crossing the Rubicon” recuperan al Dylan áspero de su renacimiento con Time Out of Mind (1997), quizás incluso el de su ensayo previo con Oh Mercy (1989). Resultando palpitantes y repletas de vida, no emocionan tanto como el Dylan más crepuscular, el poeta musicalizado de canciones como “My own version of you”, “Mother of muses”, “I’ve made up my mind to give myself to you” – aquí el préstamo llega desde la famosa “Barcarola” de Offenbach – y, sobre todo, de “Black rider”. Una canción que lleva el dominio de las palabras y silencios, los ritmos y las irregularidades, hasta lo sublime. Un enfrentamiento con la propia mortalidad que me recuerda a la partida de ajedrez de El Séptimo Sello. No hace falta decirlo, estamos ante todo un Premio Nobel, pero la experiencia de escuchar no solo está canción, sino todo el disco, estaría incompleta sin tener delante las letras y tratar de entenderlas. Y con esto no solo me refiero a traducirlas. Sin quitar mérito a lo musical, claro. Dylan, rodeado de sus habituales, y de otros invitados como Fiona Apple o Black Mills, recoge multitud de tradiciones musicales – como ha hecho siempre, nada sorprendente – para crear su propio sonido, uno que escarba en las raíces pero que también da sus propios frutos. Lo que decíamos: el robo es un arte elevado solo reservado a los genios.

Y para el final me dejo a la joya oculta del disco. La que cierra el álbum, si no tenemos en cuenta el disco o la cara extra que ocupa “Murder most foul”. Me refiero a “Key West (Philosopher Pirate)”, una pieza digna de figurar entre lo mejor que ha compuesto en los últimos 40 años y que de nuevo nos devuelve al “Not dark yet” por su cadencia, su nostalgia, su profundidad. Otra letanía monótona, un par de notas y un acordeón fantasmal, que, ahora sí, se ve interrumpida por lo más parecido a un estribillo que le hemos escuchado a Dylan en años. No importa que parezca una canción promocional, quién sabe si subvencionada por alguna Concejalía de Turismo. No, Key West ha dejado de ser para siempre un lugar físico, un islote perdido en la parte más alejada de Florida, y se abre paso en la historia para convertirse en una leyenda, un sitio “en el que estar si buscas la inmortalidad” codo con codo con Shangri-La, Camelot, Xanadú, El Dorado o la Caledonia de Van Morrison.

Es improbable que Dylan lea esta reseña, pero me lo imagino descojonándose a pierna suelta si lo hiciera. Pensando que nos la ha vuelto a colar. Quizás todos estos versos sean producto de la escritura automática, de poner en una caja papelitos con todas las referencias de la cultura popular del siglo XX, sacar un puñado al azar, esparcirlas sobre la mesa y combinarlas en función de su conexión lírica. Tal vez ha sacado unos cuantos discos de blues de sus estanterías y ha fusilado melodías de aquí y de allá. Quizás todo vuelva a ser un timo, una nueva artimaña del prestidigitador más grande de la historia de la música popular. Pero yo quiero dejarme timar, quiero hacer el ridículo intentando desentrañar sus misterios, emocionarme pensando que estas letanías deudoras de un mundo que ya no existe son la verdadera banda sonora, más que el reggaetón, el trap, la música urbana o el hip hop, de esta desoladora nueva modernidad en la que nos ha tocado, a algunos, pasar la parte final de nuestras vidas.

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8 comentarios en «Bob Dylan – Rough and Rowdy Ways (Capitol/Sony Music)»

  • el 25 junio, 2020 a las 4:58 pm
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    Muy buen análisis, Fidel. A mí también me ha encantado el álbum de principio a fin y me dejo engañar sistemáticamente por este sinvergüenza llamado Bob Dylan.

    Totalmente de acuerdo respecto a “Key West (Philosopher Pirate)”, una maravilla a todos los niveles.

  • el 26 junio, 2020 a las 2:05 pm
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    Esta reseña me ha abierto los ojos. Cuando escuché el nuevo álbum me convencí a mi mismo de que me había decepcionado, de que su época dorada ya pasó y que hubiese sido mejor no sacar otro álbum, pero ahora me doy cuenta de que esto no era más que una falsa ilusión. Me negaba a disfrutar este álbum ya que pensaba que esto significaría decirle adiós a una leyenda como es Dylan, y a mi cantante y artista favorito. Hasta hace poco me negaba a escuchar «Hurt» de Johnny Cash porque sabía que era una despedida, cuando la escuché no pude evitar soltar algúna lágrima y no es para menos. Tanto «Hurt» como el nuevo trabajo de Dylan son el legado de dos leyendas, el final de un trayecto que yo me negaba a ver acabar. Pero gracias a esta reseña mi punto de vista ha cambiado por completo. Las cosas, buenas y malas, terminan, y no se puede hacer nada al respecto. La aceptación y comprensión es la mejor forma de tomarse las cosas. Podría seguir negando la genialidad de esta obra, pero la verdad es que estamos ante una pieza artística que destaca entre las demás obras del poeta. Por último me gustaría citar al propio Dylan en la estrofa final de «talking world war iii blues»: «i’ll let you be in my dreams if I can be in yours». Dylan, tu siempre estarás en mis sueños. Gracias.

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