Conde – La Canción del Río (Discos Belamarh)

El de los discos descarnadamente autobiográficos es un ámbito habitual que transitan muchos artistas, pero también un terreno resbaladizo. Es complejo hacerlo creíble, que la experiencia vital que intentan transmitir esas obras realmente llegue a su receptor natural, el oyente, de una forma fidedigna. No todo el mundo es capaz de hacerse entender cuando habla de sí mismo. Muchas veces el compositor se pierde en brumas personales que, al final, sólo demuestran autocomplacencia.

Nada de eso sucede en La Canción del Río, cuarto disco del malagueño Francisco Conde, que, precisamente, pretende narrar un año entero de su vida. Un año, además, particularmente difícil. La historia que cuentan estas doce canciones -una por cada mes- empieza con una muerte, la de la madre del autor y continúa con una mudanza a otra ciudad, abarcando por el camino un buen montón de sensaciones al borde del abismo. Todas ellas se ven reflejadas a través del minutaje de este artefacto que, como tantos otros este año, ha tenido que ser tejido por el artista en cuestión con los medios que su encierro le permitía.

Conde ha grabado todo esto en su casa, encerrado, como el resto del mundo. Por eso ha tirado de lo que había a mano: sus guitarras, sintetizadores, el ordenador, cacharros varios… Se nota en un sonido que en ocasiones resulta claustrofóbico, como las emociones que intenta representar, y en otras se abre a espacios más luminosos. Un poco como en una casa. Es como si el artista nos abriera las puertas de su morada para exhibirse de una forma tan descarnada, que viéndole de forma tan directa posibilite a cualquiera identificarse con el mensaje sangrante e introspectivo que proponen sus letras.

Las canciones, al final, son bastante directas al estómago. Empezando por la titular, de tonalidad casi pastoral, digna de un funeral, que se ve complementada por un “Quién nos llorará”, ocupándose de dejar bien claras las coordenadas en que nos movemos. Aunque no todo es amargura, o al menos tan profunda, como demuestra “Agujas eléctricas”, toda una joya de pop gótico que acelera sin remisión el proceso de introducirnos en la historia de ese año fatídico en la vida del protagonista.

La introspección abraza el contexto en la curiosa “España es una casa con mil habitaciones”, retrato de un país desmembrado que enmarca, al fin y al cabo, la narración de La Canción del Río, que continúa a base de referencias urbanitas (“Donde duermen las canciones”), pasajes luminosos (“Los días amarillos”), reflexiones sobre el verano y el significado de hacer música (“Nihilismo y rock and roll”), estampas nocturnas (“Una tienda abierta de madrugada”) o declaraciones de últimas voluntades (“Si muero alguna vez”). Un conjunto a ratos sobrecogedor, a ratos enternecedor y siempre intenso que prefiere el reposo para calar bien hondo, cosa que logra sin duda a través del despliegue de talento que Conde ha empleado en estos doce meses de su vida hechos canción. Un disco magnífico, valiente y plenamente creíble tanto en su contexto autobiográfico como en su vertiente de mecanismo certificador de un artista capaz de alcanzar la excelencia a través del dolor. Casi nada.

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