Jorge Ilegal y los Magníficos – Sala Moma (Don Benito (Badajoz))

¿Qué diferencia existe entre los adjetivos «ilegal» y «magnífico»? Según el diccionario oficial de la R.A.E, bastantes. Y según el gusto popular, también, aunque esa misma opinión colectiva a veces confunda ambos calificativos y enarbole la bandera de la incorrección política al ritmo de aquella inmortal estrofa que rezaba «todo lo que me gusta es ilegal, es inmoral o engorda» y que los primos (¿o eran hermanos?) de Pata Negra se encargaron de universalizar. La frontera entre los artistas que se especializan en nadar y guardar la ropa y aquellos que ven las boyas como el principio de su aventura mar adentro, sin miedo a corrientes ni maremotos, es a veces tan inapreciable que muchos ni siquiera se dan cuenta de que están ante uno de esos irremplazables, arrojados y personalísimos intérpretes que tanta falta hacen en estos tiempos tan pacatos y de moral tan encarcelada a fuerza de palos.
Los que la vida y sus vaivenes parecen haberle dado sin hacerle el menor daño a Jorge Martínez, un ex líder ilegal ahora reconvertido en jefe de orquesta vintage, son de los que marcan un antes y un después en una singular trayectoria artística que abarca ya más de treinta años. Se dice bien pronto, pero el señor de reluciente calva e impoluto traje de faena de las fotos es uno de las mayores estrellas del rock español de siempre (o debería serlo). Autor de un buen lote de canciones sobresalientes, cualquier mente perjudicada que haya sido capaz de escribir letras como las de «Tiempos nuevos, tiempos salvajes», «Soy un macarra», «Europa ha muerto», «La casa del misterio» o «Yo soy quien espía los juegos de los niños», por acercar solo algunos ejemplos de su atemporalidad, pondría en duda al mejor psiquiatra a la hora de incluirla en su lista de pacientes. Las neuronas de don Jorge no solo se han ido regenerando a través de las décadas, sino que en esta nueva vuelta de tuerca le permiten hollar terrenos poco reputados entre las gentes de su generación y seguir una senda propia con la brújula siempre orientada en la dirección correcta. La suya, que a fin de cuentas es la de todos los que nos fiamos de su recorrido.

De aquella época en la que las salvajadas escénicas estaban a la orden del día conserva la irreverencia y el bagaje de quien se sabe mejor que otros muchos que llegaron después que él para apropiarse de sus hallazgos. En su afán por compartimentar una etapa que ocupó una decena de discos, directos y recopilaciones aparte, de otra que hasta el momento solo ha fructificado en dos trabajos -vendrán más, estamos seguros de ello-, desempolvó su mejor armamento musical e instrumental: ahora gira con algunos de los tesoros de su colección, una Fender Jazzmaster azul cielo que le permite combinar repertorio antiguo y contemporáneo, y algunas otras guitarras acústicas con varios anillos de edad impresos en su madera. Suficiente para imponer respeto e insuflar autoridad. Los Magníficos son una banda mucho más joven que él, con la salvedad del señor Belaustegui en la batería, ya curtido en años de ilegalidad, pero con la entidad precisa para respaldar con vientos, contrabajos, teclados y cuerdas secundarias una ruta desviada hacia la sorpresa para quien acudiera a la sala a escuchar un concierto de rock and roll. Claro que habría que redefinir el concepto de rock and roll antes de nada. Por eso cuando grabaron «Nuevo rumbo» buscaban justamente eso, abrir un set list con «Toda una vida» y «Bésame mucho» (sí, los Beatles también la tocaban en la intimidad, y hay grabaciones piratas que lo atestiguan), recordar las enseñanzas de boleros, cha-cha-chás y joropos en la tradición musical hispana y echarnos en cara lo sordos que hemos estado -y que muchos seguirán estando- durante siglos de interconexión sonora. En esas primeras lecciones también incluían a Adriano Celentano y su maravillosa «Si é spento il sole», una demostración de pop a la italiana que los situaba en la década de los 50 donde ahora radiografían el twist casi en exclusiva en un proteínico Guateque del hombre lobo que ya les permite alguna floritura eléctrica.
El banquete a ciertas alturas de la noche ya empieza a digerirse en plenitud, y a ello contribuye una fenomenal revisión del hoy olvidado Palito Ortega en «Despeinada», un despliegue rítmico de lo más estimulante, el brindis con el pionero Little Richard en «La plaga», tradicional versión de la fantástica «Good Golly Miss Molly» y la rendición al patriarca Miguel Ríos en «Popotitos», a su vez adicto al rock transoceánico que practicaban los Teen Tops. Como se comprobará, cruces de géneros, artistas y latitudes con un nexo común, el de la pura y dura inercia rockera, que les acerca aún a episodios pasados que perfectamente encajarían en el presente discurso,  así de actuales suenan «La fiesta» y «El piloto», en pleno ataque de nostalgia ilegal. Eso es en esencia don Jorge, un rockero de corazón duro y maneras agresivas (nos ahorramos las perlas que soltó a lo largo de la noche, y durante los tragos que compartimos con él previos al show) que demuestra tenerlos cuadrados para afrontar una aventura tan peculiar con un mínimo de garantías. Como él asegura, puede afrontarla porque la economía por ahora le permite rodearse de los mejores músicos posibles, y ojalá que las vacas flacas sigan pastando fuera de esta magnífica granja. Su dueño nunca tuvo un rebaño al que comandar, simplemente se planta ante un micrófono, afina una guitarra e imparte cátedra. Bienvenidos al guateque.
 

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