Los discos que cambiaron nuestra vida. Especial día de la música

Intro

Con motivo del día europeo de la música. Muzikalia sustituyó durante toda una semana sus habituales críticas de álbumes de actualidad, por el especial «Los discos que cambiaron nuestra vida».

Cada día, fuimos ofreciéndote diferentes críticas escritas por las personas que configuran la revista, así cómo otros antiguos colaboradores que han querido sumarse al especial y a los que agradecemos su participación.

Un repaso a más de veinte discos, que oscilan desde la década de los 50 a nuestros días, que, sin ninguna pretensión, cuentan en primera persona la influencia de cada uno de ellos en la forma de ver la música de los que hacemos Muzikalia.

Desde Dylan a Pet Shop Boys, de la Velvet Underground a Nirvana, de Animal Collective a The Cure o de The Beatles a Sunny Day Real Estate.

Aquí te los ofrecemos todos juntos.


Belle and Sebastian – Tigermilk (1996)
David Claud

Fue al poco de llegar al colegio mayor, cuando un día, una chica pequeñita que respondía por Ally, de cara sonriente, estética popera, y que irradiaba felicidad, me insistió en que me pasara por su cuarto para coger algo de música, ya que la que había visto en mi cuarto no le terminaba de convencer…

Supongo que a los pocos días así lo hice, y acompañado de su novio (mi vecino de enfrente) y de un pequeño radiocasette, poco a poco me empezaron a poner canciones y a hablarme de grupos que desconocía por completo, de sonidos diferentes y de algo que se hacía llamar Indie. Y así fue como una tarde, tras una larga conversación y tras decirles que sentía preferencia por la música nacional y el pop feliz, recuerdo perfectamente como salí de su cuarto con unos cuantos discos en mis manos, entre los que se encontraban grupos como Astrud, Cooper, La casa azul, o Los Planetas. Pero entre todos ellos, y sin decirme nada, Ally me había “colado” el disco que realmente cambiaría mi vida, el único disco en inglés, el ya mítico Tigermilk primer disco de Belle & Sebastian.

Y es que si todos los discos anteriores me habían encantado (a excepción de el de Los Planetas, que detestaría hasta pasados unos seis meses), creo que fue al escuchar la voz tenue, cálida, suave y melancólica de Stuart, susurrando eso de «I was surprised, I was happy for a day in 1975…» cuando mi corazón se encogió, se me puso la piel de gallina, y a medida que se fue sumando una guitarra rasgada, una batería alegre, y la canción iba tomando cuerpo, cuando me di cuenta de que esa canción y ese grupo, iba a sonar mucho en mi vida…

Y así fue, y más cuando el resto de las canciones del disco no hicieron si no mejorar las expectativas que “The state I am in” había creado. Poco a poco, fueron sonando en mi solitaria habitación temas increíbles como “Expectations”, o “My wandering days are over”. Temas originales para mi, tanto en sus melodías como en su instrumentación, con sonidos de violines, panderetas, flautas y trompetas que me sorprendieron y me dibujaron una sonrisa de sincera felicidad. Pero es que Tiguermilk, no se queda ahí, pues aparte de este tipo de canciones, (que después se confirmarían como en el estilo propio del grupo), el disco cuenta con una perla electrónica como es “Electronic renaissance” y con joyas melancólicas como “We rule the school” o “Mary Jo” que con la inimitable ayuda de la voz deIsobel Campbell te consiguen poner en pocos segundos de canción, los sentimientos a flor de piel.

¿Suficiente? Sólo con esto sería más que de sobra para cualquier disco de cualquier artista, pero por suerte no lo es para Tiguermilk,en el que aún faltan por nombrar los dos mejores momentos del álbum: She is losing it” y “I don´t love anyone” y que pese a sus letras tristes, consiguen transmitir un profundo positivismo, a través de sus alegres y exquisitas melodías, acompañadas de la sencillez de unas guitarras, y una batería excelente a las que poco a poco se le van acompañando los distintos miembros de la banda para hacer dos canciones que rozan la perfección.

A partir de entonces las visitas a sus cuartos fueron mucho más frecuentes, y poco a poco esta música se fue enraizando en mi corazón, hasta que a día de hoy, no podría entender mi vida sin el Indie, ni podría concebir la vida sin la música.

 

Bob Dylan – Desire (1976)
Jorge Salas

En la estantería de mi habitación hay una cinta, solitaria y ajena al resto del universo. Me gusta mirarla de vez en cuando; es mi único vínculo con los setenta, esa década de la que guardo tantos recuerdos –en forma de música-que jamás pude vivir. Ajado por el paso del tiempo, el Desire de Bob Dylan siempre tendrá algo especial para mí.

Las primeras veces siempre son las más recordadas, o eso dicen, y Desire fue mi primera vez con Dylan. Una cassette sin portada, con el naranja gastado de la pegatina que se despega por las puntas y que resistía entre los demás recuerdos musicales de mis padres. Alguien en DISCOS CBS tuvo el mal gusto de traducirlo todo: había canciones como “Una taza más de café”, “Oh, Hermana” o “Bahía del diamante negro”, y el disco se llamaba Deseo, al más puro estilo de Corín Tellado. Hasta la leyenda de “Este disco podría haber sido producido por Don DeVito”, lo que, en aquel momento, fue un aliciente un tanto bizarro que el propio Dylan justificaba con su chapurreo en “Romance in Durango”.

Lo intenté pero, a día de hoy, todavía no me sé toda la letra de “Hurricane”. Sí las de “Isis” y “Sara”, que más tarde desbancarían a la poderosa protesta sobre aquel boxeador encarcelado injustamente. Además de ser el disco que me abrió las puertas de la Dylan Experience, Desire fue uno de los mejores discos del trovador de Duluth tras su famoso accidente de moto. Convulso a la hora de la grabación (demasiados músicos) y aclamado por crítica y público, el disco mezclaba la tradicional canción denuncia con aromas de desierto y desamor en un combinado excelente.

Fue una grabación caótica -hasta Eric Clapton acabó abandonando-, pero el resultado fueron nueve canciones (la mayoría a mayoría a medias con el polifacético Jacques Levy) y casi una hora de música inolvidable. De esta manera homenajeaba Dylan a la música en 1976.

 

Nirvana – Nevermind (1991)
Luis Moya

Debía ser 8 o 9  de abril de 1994 y lo recuerdo como su fuera ayer porque estaba disfrutando del normalmente inolvidable viaje fin de bachillerato cuando mi amigo David se acercó y me dijo, «Kurt Cobain ha muerto«. Ciertamente aquello sonaba a broma, de hecho estuve un minuto esperando que acabara el chiste con cara de impaciencia… como lo de Torrebruno ha muerto…. colgado de un bonsái, o algo así, pero no, aquello iba en serio.

Con aquello acaba lo que para mí empezó tres años antes con la salida de Nervermind, para la mayoría de nosotros Bleach llegó después pese a que fuera editado dos años antes, con aquel vídeo oscuro de «Smells like teen spirit» que rodeaba de decadencia símbolos del high school americano y que animaba a saltar encima de tus colegas como si estuvieras poseído por el mismísimo diablo. Y vamos si lo hicimos, nosotros, uno y otro fin de semana en los diferentes garitos de Poble Nou.

Más allá del éxito internacional, de cambiar la manera de vestir o ver el mundo de un generación, de ayudar a más de uno a comprobar la afinación de su guitarra con el riff de «Come as you are», de facilitar el camino a bandas como Pearl Jam o Soundgarden y de provocar un fenómeno de masas alrededor de la banda y de la figura de Cobain, Nevermind tiene un innegable valor musical. La manera en la que Cobain y los suyos se expresaba al mundo significaba un puñetazo directo en la cara de muchos. Apenas cuatro acordes y tres riffs sin artificios se rodeaban de unas melodías y una bases rítmicas que sonaban diferentes y que llegaban a la primera escucha. ¿Revolución sonora? Probablemente no, pero sí un giro de timón en toda regla.

Nevermind, para mí, significa juventud, libertad, local de ensayo, A Saco, Oveja Negra, amistad, locura, pasión,etc… en resumen, muchas de esas cosas que de alguna manera pierdes cuando te haces mayor.

Larga vida al grunge.

 

The Beatles – Abbey Road (1969)
Pere Francesch Rom

40 años atrás, unos The Beatles en descomposición sellaron una de sus mejores obras: Abbey Road (EMI, 1969). «The end». El final de etapa (Let it be fue publicado un año después, pero fue grabado con anterioridad). Es difícil decir cual es el disco preferido de The Beatles si has evolucionado con ellos, a pesar de haber nacido 11 años después de su disolución. Help, Revolver, Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, White Album, Let it be… Sin embargo, concibo Abbey Road como el final de todo ese proceso, de esos jóvenes que actuaron en bares de mala muerte en Hamburgo, de aquellos chicos sonrientes y famosos, que revolucionaron la música, se pasaron al mundo más experimental y que, en su último suspiro, compusieron una obra redonda (a pesar de ser grabada por separado y en fragmentos), completa, evolutiva, preciosa. Qué decir incluso de la histórica e icónica portada.

Un álbum con rock y pop y con baladas preciosas, singles y psicodelia pura («I want you (She’s so heavy)»). Temas inolvidables comenzando por «Come together» y «Something», pasando por «Oh Darling!», «Here Comes the sun» y esa pequeña «opera-rock» que engloba la cara B del disco. «En el álbum se nota cuando algo nos gusta: la canción tiene vida y todo encaja en su sitio. Los cabreos individuales que hayamos tenido que aguantar crecen de importancia. Cuando oyes la música enseguida te das cuenta de que es buena, y todos dimos el mil por ciento de nosotros mismos», dijo Ringo Starr haciendo referencia a este álbum.

Abbey Road me da cierta melancolía. Melancolía por ser como aquel último capítulo de aquella serie preferida que ya no habrá más y te hace repetirlo una y otra vez. Melancolía de final de una etapa. Melancolía de pensar que difícilmente algo me impresionará y marcará más. Melancolía por no volver a descubrir aquel disco que ya has descubierto y envidia de aquellos que todavía no lo conocen. El grito desgarrado de Harrisson preguntado: «You’re asking me, will my love grow? I don’t know, I don’t know. You stick around now it may show I don’t know, I don’t know»; la guitarra rockera de Lennon en «Polythene Pan»; la preciosa melodía de «You never give me your money», cantada al principio por McCartney; los coros de «Because» y «Carry that weight»; así como el único solo de batería de Ringo Starr de la guitarrera «The end». Fabuloso.

Con Abbey Road los cuatro Beatles dejaron de ser morsas (como dijo John Lennon en «God») y de creer en el grupo para poder ser solo lo que ellos mismos desearan ser. John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr. «And in the end the love you take is equal to the love you make». El mejor final de The Beatles (pasando, por favor, de «Her Majesty»).

 

Depeche Mode – Violator (1990)
Raquel García

La primera vez que mi padre me pidió un disco fue el Violator de Depeche Mode. Ese día pensé que me había hecho mayor: había dejado de escuchar música de niños.

Teniendo en cuenta que un cuadro con un póster promocional de Woodstock presidía el comedor de mi casa cuando yo era pequeña, era lógico que los ídolos pre-adolescentes escupidos y troceados quincenalmente por el SuperPop y que poblaban mi propia habitación, provocaran en mis padres hilaridad, sorna y un pelín de mala leche. Esos mismos artistas cuyas canciones los 40 principales repetían hasta el aborrecimiento les provocaban flatulencias, muecas, carcajadas y tirria a partes iguales.  … Y llegó elViolator entrando yo en la adolescencia y rodeada de una fiebre que de pronto volvió negro nuestro armario y nos hizo adoptar una pose lánguida y tristona que no acababa de entender bien. No nos vamos a engañar, mi infancia había sido de lo más feliz y mi (próxima) adolescencia de momento no me hacía presagiar grandes desencuentros con el mundo, pero yo intentaba reproducir esa actitud desengañada y cabizbaja lo mejor que podía: un gran póster con la rosa roja presidía la cabecera de la cama y varias fotos de la banda decoraban las paredes. Me grabé “Enjoy the Silence” y “Personal Jesus” de la radio y atronaban a todas horas en mi casette.

…Y me compraron mi flamante copia del recién estrenado Violator en cedé, para celebrar que mis padres, irreductibles del vinilo, claudicaron ante el reproductor digital del que tanto desconfiaban. Lo escuchaba a todas horas en el comedor (nuevo altar de ese único reproductor digital de la casa), con auriculares, mientras los demás miraban la tele. Repetía como un loro unas letras que no entendía muy bien. De hecho no entendía nada, pero sabía que para mi se habían acabado las historias sobre romances que se rompen en verano o chicos que prometen amor eterno. Me invadía la melancolía en “Blue dress” y al minuto siguiente me quería levantar a saltar como una loca con “Policy of truth”. Los temas lentos eran tristes pero me gustaban. El resto, también. Y además, las canciones que no sonaban en la radio eran aún mejores.

…Y me regalaron para mi cumpleaños la entrada para el The World Violation Tour. Una entrada pequeñita, con su rosa. Allí nos fuimos a verlos, nos llevó mi padre, y mi amiga no tenía entrada. En la puerta nos encontramos el sold out, y tras la pequeña decepción inicial mi padre vendió la entrada a alguien, nos compró una hamburguesa con patatas y coca-cola y estuvimos escuchando el concierto fuera del estadio. Cantando como si estuviéramos dentro. ¡Nos sabíamos todas las canciones! Al final nos dio un poco igual habernos quedado en la calle.

… Y al día siguiente, o al otro, mientras hacías los deberes, entró mi padre en mi habitación y, para mi asombro mayúsculo, me pidió el Violator. Lo escuchó entero dos veces (dos veces sonó, sin auriculares, por toda la casa!). Luego lo quitó… y volvió a sonar… la Creedence, imagino. Pero yo, me acababa de hacer mayor.

 

Chet Baker – Sings (1954)
Pablo Suárez

En cuando me he puesto a pensar en un disco con cierta importancia vital para mi, rápidamente he hecho un recorrido mental por el folk de los 60, el punk de final de los 70 y el hardcore made in Washington D.C. de los 80 y sobre todo el indie de los 90, pero he tenido que ir más atrás para llegar a sentir un pinchazo y pararme a recordar el maravilloso disco que el trompetista Chet Baker grabó en 1954 en el que por primera vez ponía voz a sus composiciones, cimentando una obra exquisita, elegante y que deja un reconfortante poso de alegría contenida y de emociones universales, tan fáciles de sentir y tan difíciles de explicar.

Una vez superadas las urgencias de la adolescencia, en pleno maremoto vital y buscando emociones en las raíces del blues deRobert Johnson y en los excesos personales y musicales de Charlie Parker, me encuentro sin quererlo con las sutiles composiciones que el atormentado genio de Yale grabó a principios de los años 50 (precisamente poco después de tocar con el mencionado Charlie Parker), en las que la suavidad del piano acaricia las notas mágicas de su trompeta, y la calidez de su voz cierra un circulo de armonía que va adornando cada uno de los catorce temas que aquí se incluyen, desde la suavidad de «Like someone in love» a la emoción contenida de «I fall in love too easily», pasando por el tono sentimental de «But not for me» y el pulso firme y elegante del clásico «My funny valentine».

Catorce momentos a los que regresar cíclicamente, en los que siempre encuentro un remanso de tranquilidad, belleza y buen gusto, porque las cosas importantes también se pueden decir en voz baja.

 

The Jayhawks – Tomorrow the green grass (1995)
Luis Benito

Recuerdo la primera visita a España de The Jayhawks. Los descubrí entonces, en el 2001. Tarde, pero me cambió la vida. Suelo decir que me aportaron esa combinación de rock, folk e incluso pop que por aquella época buscaba. Una conocida publicación nacional organizó la gira y fue todo un éxito.

Si tuviera que elegir un disco entre toda la discografía, me quedaría con éste. Tomorrow The Green Grass es el más redondo y completo. Y no es fácil apuntar esto teniendo en cuenta la destacada trayectoria del grupo de Minnesota. Cautiva desde la primera escucha y es una obra atemporal que merece un reconocimiento. Con diferencia, es el disco que más veces he regalado.

Las voces de Louris y Olson son mágicas, gloriosas, pero las melodías no se quedan a la zaga. Es el último disco en el que trabajaron juntos los dos músicos y que confirma el enorme talento de una formación que se reunió (Olson y Louris limaron sus diferencias tras muchos años de distanciamiento) en el Azkena Rock de 2008.

Un trabajo delicado, una verdadera obra de artesanía, que podemos encontrar en una década, la de los noventa, marcada por la presencia de sonidos menos depurados.

“Blue” abre una lista de trece canciones que nos acarician (“Two hearts”), alegran y nos ofrecen esa dosis de melancolía que todo clásico debe tener. Una maravillosa revisión de “Bad time“ (Grand Funk Railroad) corona la mitad del disco,  los teclados de Karen Grotberg aportan vida y completan esa emoción que a lo largo de todo el álbum puede sentirse. “Ten little kids” cierra la grabación mostrando toda la fuerza que la banda es capaz de trasladar, posteriormente, al directo. Por cierto, absolutamente recomendable la puesta en escena de nuestros protagonistas.

Posiblemente, una de las virtudes que poseen este trabajo y el resto de The Jayhawks, radica en la contenida popularidad de los mismos. Bien es cierto que de no ser así, no perdería un ápice de magia.

Si lo tuyo es el folk-rock y por una casualidad no cuentas con esta joya, no lo dudes. Gloria bendita, de verdad.

 

Animal Collective – Water curses (2008)
Juan de Bonrostro

En mi famélica colección de vinilos guardo con especial cuidado un 12″ de «Water Curses» de Animal Collective. No es que el disco sea especial, que lo es, porque sirva de puente entre una obra maestra como Strawberry Jam y una obra superior como Merriweather Post Pavilion. Lo que diferencia a este EP del resto de los discos que tengo, es que está firmado por -con permiso de Deakin– los tres miembros del grupo.

No soy muy dado a pedir autógrafos para mí; me da vergüenza pedirlos y pienso que puedo incomodar a quien lo firma, aunque en este caso hice una excepción porque las circunstancias eran bastante singulares.
Animal Collective iban a tocar en una plaza al aire libre y de forma gratuita. La cosa prometía, pero al llegar a la plaza el escenario no era más que una estructura de madera más apropiada para bailar jotas que para un concierto de los estadounidenses. Además, el escenario estaba al descubierto, y la amenaza de lluvia hizo que la prueba de sonido se retrasara hora y media y que el concierto estuviera a punto de cancelarse.

Cuando al fin el cielo se despejó y se pudo empezar la prueba, la policía municipal obligó a cortar el sonido porque al lado se estaba celebrando una procesión de la virgen de Fátima. Avey Tare lo grababa todo con una cámara de vídeo, sin terminar de saber si se trataba de una broma, un acto religioso, una actuación de teatro de calle o las tres cosas al mismo tiempo.

Al final todo salió mejor que bien, y después de titubear me acerque a Noah Lennox, que dibujó en la portada de Water Cuses un oso panda y escribió simplemente «No rain. Thanks».

 

Weezer – Blue Album (1994)
David Blutaski

Hablar del disco de debut de Weezer (disco azul) para mi es hablar de tiempos de renovación en mis gustos musicales. El instigador de esa revuelta  fue un periodista de Radio 3 Paco Pérez Bryan, que dirigía los fines de semana el programa De 4 a 3. Era el año 1995 y ya estábamos inmersos en una nueva ola de grupos y nos mostraba a  Pearl Jam, Smashing Pumpkins, Afghan Wighs, Oasis,etc…  En España no era tan fácil como ahora encontrar información de la llamada música alternativa, los grandes festivales no existían o estaban en su primer germen, y los grupos indies españoles aunque de una calidad sublime, no estaban como ahora en boca de todos los modernos universitarios.

Un día escuchando este programa Paco habla de un grupo que no deja de oírse en las emisoras universitarias americanas, formado por unos chavales que mas parecían novatos universitarios que auténticos rockeros, y que habían hecho un interesante disco de poco mas de 30 minutos.  Musicalmente frescos, bebían de las fuentes del power-pop, de Pixies, de Cheap Trick, etc, y tenían unas melodías arrebatadoras.

Las guitarras chirriaban en mi casa todo el día. Estaban comandados por Rivers Cuomo, un chico raro por excelencia (nerd),  y producidos por Rick Ocaseck líder de The Cars. Pop guitarrero y fresco donde se expresaban dudas  e inquietudes de gente algo introvertida y diferente, pero siempre con mirada positiva. (Paco nos explico en su programa que Weezer era el nombre que se daba a los cachorros de una camada que salen de colores diferentes al resto).

Su primer single fue “Undone. The Sweater song”, una juguetona canción con las características melodías vocales que les son seña, fue el primero de sus muchos éxitos y al cual contribuyo el video de Spike Jonze, que repitió en el mismo disco en “Buddy Holly”, una canción homenaje al geniecillo gafapasta al que por supuesto deben mucho, que en un efectista homenaje a la serie de los 70 “Happy Days” consiguió colarse como video de muestra en Windows 95.

Guitarras, dulces melodías, universitarios con problemas de amor, hilaridad, garajes donde ensayar, gafas de pasta, surf, camisas de cuadros retro, síndrome de Peter Pan, millones de discos vendidos  y millones de anécdotas.

 

Electric Light Orchestra – Discovery (1979)
Fidel Oltra

Lo único que tuve claro desde el primer momento en que se planteó hacer este especial del día de la música sobre los discos que cambiaron nuestras vidas, fue que iba a ser sincero y honesto conmigo mismo: ni Beatles, ni Stones, ni Dylans, ni Planetas, niZeppelins, ni Nirvanas, ni Pistols, ni Joy Divisions ni ningún otro icono generacional de los habituales por estos andurriales. Y no porque tenga especial manía a ninguno de los nombres mencionados, de hecho algunos están entre mis favoritos, pero los descubrí ya con el camino empezado y bastante distancia andada. No, hoy no tocan ellos.

Hoy toca hacer memoria, viajar en el tiempo, volver a ser un crío de un pequeño pueblo, sin más recursos musicales que un viejo transistor de bolsillo con el que escuchar, cada tarde a la salida del colegio, aquellos programas de radio en los que la gente se dedicaba canciones. Escasísimo equipaje técnico que, al cabo de un tiempo, se complementó con un cassette con micrófono mediante el que podía grabar mis canciones favoritas desde el transistor, escondiéndome debajo del colchón con todo el equipo para no registrar ruidos no deseados.

De esa forma, poco a poco y con mucha paciencia, me hice con una pequeña colección de cintas repletas de temas populares de los 70. Mi mundo musical eran aquellas canciones, y ni me planteaba la posibilidad de acercarme a aquello que en las revistas del corazón denominaban “Long Plays”, puesto que si ya tenía mis canciones favoritas grabadas de la radio, ¿para qué gastar el dinero, que tanto escaseaba por casa, en cintas cuyo mayor atractivo consistía precisamente en incluir las canciones que yo ya tenía?

Así, ajeno a revistas musicales, imposible el acceso a las FMs y totalmente ignorante de todo lo que hacía referencia al orden cronológico de mis pequeñas joyas, mis primeros acercamientos a la realidad musical vinieron de parte de mis amigos, de aquellos iniciales intercambios de cintas, opiniones y recomendaciones. Recuerdo algunos de aquellos primeros vinilos que descubrí en las escuchas colectivas que organizaban en sus casas los amigos que disponían de tocadiscos. Principalmente me encariñé con dos: el directo Paris, que me hizo empezar a amar a Supertramp, y  el recopilatorio Greatest que me convirtió en fan irreductible de los Bee Gees. Pero la joya de la corona la trajo bajo el brazo mi amigo J., que vivía en la capital y pasaba los fines de semana en el pueblo, algo que lo envolvía de un aura de misterio que a nosotros nos fascinaba, puesto que casi siempre se presentaba con alguna novedad en forma de disco, cómic o cualquier artilugio desconocido en nuestro pequeño mundo.

Aquel disco que me enseño a apreciar los LPs enteros, más allá de los éxitos de la radio, me fascinó desde el primer momento en que vi la portada. Un personaje extraño, vestido de manera exótica, sostenía entre sus manos un curioso objeto luminoso en cuya superficie se podía leer, en una grafía rara pero que se entendía perfectamente, la palabra “ELO”. La mirada escrutadora de aquel hombre, y la manera en que se reflejaba en su rostro el halo de luz que emanaba del misterioso objeto, me recordaban las infinitas horas que había pasado en mi habitación con la sola iluminación del piloto REC de mi cassette, persiguiendo canciones.

Por supuesto yo ya sabía que había un grupo llamado Electric Light Orchestra, incluso había conseguido grabar en una cinta las tres canciones más conocidas del disco: “Shine a little love”, “Last train to London” (esta última fue cortesía del otro gran amigo de infancia que todavía conservo, B.) y “Don’t bring me down”. Pero tener en las manos aquella carpeta, la foto de la portada, abrirla y ver las letras de las canciones…sacar el disco con cuidado de no rayarlo ni dejar huellas, ponerlo en el tocadiscos, y empezar a escuchar la música… Todo sonaba tan nítido, tan nuevo, tan mágico…

Mi amigo J. y yo repetimos muchas veces el ritual en su casa, en el improvisado auditorio que desplegamos bajo la escalera que daba a la terraza, y cada vez descubríamos algo nuevo. A veces era el inicio de “Shine a little love”, que ganaba mucho escuchado en vinilo; en otras ocasiones, la inconfundible y machacona percusión de “Don’t bring me down”, las letras inocentes pero perturbadoras de “Confusion” o “Need her love”, o la más bromista de “The diary of Horace Wimp”. ¡Y de qué manera tan diferente sonaban los violines de “Last train to London”! Hasta el falsete de Lynne en “Midnight blue” o en “Wishing”, que hoy me parece casi ridículo, sonaba como una obra maestra de ingeniería musical en aquellas primeras escuchas.

Desde entonces empecé a prestar más atención al contexto en que se desarrollaban aquellas canciones que escuchaba en la radio o en la televisión. Conocí grupos y cantantes nuevos, compré cintas cada vez que pude reunir el dinero necesario, leí las secciones musicales de las revistas que entraban en casa, presté atención a los programas de televisión y me empapé de la escasa información a la que teníamos acceso. Me lamenté del tiempo perdido a medida que iba descubriendo que muchos de los grupos que me gustaban, y que creía nuevos, llevaban bastantes años de carrera en algunos casos. En resumen: Discovery me abrió los ojos a un mundo nuevo que, hasta entonces, no conocía y por tanto no me interesaba. Pienso que el nombre del disco y la imagen de la portada son perfectas metáforas de lo que supuso para mí en aquel muy lejano 1979.

Hoy, 30 años después, Discovery no sólo no se encuentra entre mis 50 discos favoritos de siempre, sino que además ni siquiera ocupa un lugar en mi top-5 particular de la Electric Light Orchestra. Pero algo debió ocurrir en mi interior en aquellos días para que fuera este uno de los primeros discos que me vino a la mente cuando surgió la posibilidad de contribuir a esta celebración del día de la música.

 

Ride – Nowhere (1990)
Rafa Pin

Otoño de 1990. Un amigo de los de toda la vida, hoy jefe de comunicación en la organización de un festival pionero en España, me llama para que vaya a ver un vinilo que se acaba de comprar…Veo una portada preciosa, una ola transversal, avanzando en medio del mar… y ninguna informació n más. Me fijo en el relieve… ¡RIDE Nowhere!

Después de dos maxis que nos habían hecho fiplar a base de guitarra distorsionada, reverb y sobre todo melodía, por fin el disco largo de la banda con la que una de tantas pandas con 18 añitos recién cumplidos estábamos flipando en aquellos tiempos.

Yo particularmente andaba completamente rendido a los encantos de Slowdive, y empezaba a apreciar esos pasajes con mil y una capas de sonidos, la voz uno más, que escuchados en el walkman, en una extensa playa a ser posible, me transportaban a lo más profundo de ese océano que ahora veía perfectamente reflejado en esa portada…

Ride… Cuatro críos de Oxford, Reino Unido, que habían jugado a cantar una bonita canción y luego rellenarla de innumerables efectos de guitarra, si duda motivado todo por la influencia de My Bloody Valentine. “Chelsea Girl” fue el 1ª single, y muchos ya quedamos atrapados por lo que ahora parece estar otra vez de moda… el Shoegazing.

El término es debido a que por lo visto muchos grupos en UK por aquel entonces disfrutaban con la distorsión, pero siempre cantando las canciones, y además tocando sin moverse, mirándose los pies… No recuerdo dar importancia a ese tipo de cosas, lo único que quería era que mi amigo me grabase cuanto antes ese vinilo, para ponerme los cascos y flipar, transportarme a esos parajes oníricos… algo que me hacía disfrutar de la música como muy pocas veces he vuelto a hacer.

El inicio ya vale todo el disco: “Seagull”, el mejor ejemplo posible de lo que era Ride en sus inicios: feedback mágico, grandioso, a mil por hora, secundado por unas guitarras y una sección rítmica perfectas. Pero ojo, que además había pop (“Kaleidoscope”) y emoción de la que ya no te olvidas (“Vapoir trail”… ¡que momentos en la mítica sala Maravillas!)

Mención aparte merece la batería… Lawrence Colbert tenía una manera de tocar, marcando los ritmos, redoblándolos, cambiándolos bruscamente… la mayoría de las canciones eran grandes gracias a él: el mejor ejemplo, “Decay”. Dos años después, en 1992, mi amigo y yo nos fuimos hasta Barcelona, a verles en directo en la sala KGB, y recuerdo estar la mayor parte del concierto embobados, viéndole tocar… Hace poco ha girado como baterista de Jesus & Mary Chain, contribuyendo a que los conciertos de la mítica pareja de Glasgow fuesen mas que dignos.

Además, Mark Gardener y Andy Bell (bajista actual de Oasis) contribuyeron, junto al bajista Steve Queralt, a crear una obra que, aunque acabó perdiendo el rumbo definitivamente con el último disco publicado en 1996, Tarántula, ha servido para que tantos y tantos grupos después hayan intentado lo mismo. Algunos casi lo logran (The pains of being pure at heart), otros ni se acercan (The Joy Formidable).

Escuchada ahora quizás haya perdido un poco con el paso del tiempo, pero su importancia, por su belleza e intensidad, en su tiempo, es indiscutible.

 

Sunny Day Real Estate – The rising tide (2000)
Sergio Picón

engo un sello discográfico de indie-rock gracias a este disco. Pocos argumentos más convincentes se me ocurren para justificar la elección de The Rising Tide como el disco que cambió mi vida.

Como a todo lo bueno, llegué tarde. Sobre 2003, en plena tormenta de discos y grupos que hoy en día venero (Cursive, The Appleseed Cast, Q and not U, …), aterrizaron en mi reproductor  Sunny Day Real Estate, en formato trío y en ese momento ya, separados por segunda vez en su carrera.

Las sensaciones que produce la música de Sunny Day Real Estate no son difíciles de describir, pues giran en torno a la emoción y la melancolía. El responsable principal es el señor Jeremy Enigk, poseedor de una de las voces más personales y delicadas que el rock alternativo haya dado nunca. Estremece escucharle en “Killed by an angel”, el tema que abre el disco, canción densa y oscura que pone tras la pista de lo que SDRE buscarán en su último trabajo, un sonido nítido pero agresivo, alternando las impurezas del recién finiquitado grunge con las melodías más tarareables del rock alternativo de finales de los 90.

A pesar de que bajo mi punto de vista, es en temas como “One”, “Snibe” o la memorable “Dissapear” dónde la banda encuentra el punto de equilibrio exacto para su propuesta, reafirmando lo expuesto en sus anteriores álbums, en este disco los de Seattle rebuscan y bucean en terrenos más calmados, y de ahí surgen “The Ocean”, “Rain Song”, “Tearing in my heart” o “Faces in Disguise”, de apariencia frágil, reposada, y dónde Jeremy Enigk se gusta y disfruta más que nunca trazando el camino que tiempo después seguirá con The Fire Theft, algo así como una continuación a medias de SDRE.

The Rising Tide fue grabado en el año 2000 pero su sonido sigue vigente hoy en día, siendo la fuente de la que han bebido infinidad de grupos. No fueron los primeros, pero sí los responsables de que el emo, tal y como era entendido a finales del siglo pasado y a principios de éste, fuera un estilo respetado y apetecible.

SDRE se separaron poco tiempo después de grabar este disco, pero todo apunta a una reunión inminente, que incluiría una gira por EEUU y que podría poner fin a la deuda de la banda con sus fans españoles, que se quedaron con las entradas en la mano en su día, y a los que la amistad de Mr. Enigk con la Costa Brava catalana les/nos permite albergar esperanzas de algún día poderlos ver en directo. ¿Por qué no?

 

Bob Dylan – Bringing it all back home (1965)
Jordi Dalmau

Supongo que en mayor o menor medida todo el mundo tiene un pasado del que avergonzarse. A veces también hay presentes y futuros sobre los que poco se puede presumir pero al menos en el mundo del aficionado a la música uno siempre se cree dueño de sus decisiones. Precisamente por eso muchos escondemos, o al menos no sacamos a relucir, los que fueron nuestros primeros pasos por esta afición tan rara que supone el descubrimiento de nueva música y el intentar abarcar y comprender los resultados de nuestras pesquisas.

Como no puede ser menos, un servidor se movía, ya hace unos cuantos años, por terrenos musicales que ahora me resultan extraños y que estoy intentando a veces olvidar y siempre escabullirme. Cuando me da por abrir la caja de zapatos donde guardo lo que he conseguido salvar de esa época tengo la sensación de estar invadiendo la intimidad de un extraño. Quién debe ser el tipo ese que guarda CDs de este grupo? Por que demonios grabaría esas cintas tan raras? La verdad es que siempre acabo riéndome de mi mismo y recordando con mucha nostalgia esos días. A fin de cuentas, lo que ahora soy se lo debo a ese chaval y visto lo visto no acabó tan mal la cosa.

Pero no todas las cintas de aquella época esperan el advenimiento del Apocalipsis en esa caja de zapatos. Hay algunas que han logrado sobrevivir al paso de los años, las modas y nuestras constantes metamorfosis. De hecho hay dos o tres que quizás me cambiaron como casi ninguna otra lo haría nunca. Una de ellas es un Best of de Bob Dylan. A decir verdad, no recuerdo muy bien como aterrizó en mis manos. Seguro que fue un regalo ya que aquel que era yo en esos días jamás habría comprado la dichosa cinta. Para mi Dylan era una especie de dinosaurio del que no estaba muy seguro si todavía seguía vivo o a qué se dedicaba por entonces. Sea como fuere, en algún momento sentí la necesidad de escucharlo. No me dijo mucho la primera vez. Recuerdo que los cambios de voz de aquel tipo me desconcertaban. ¿Como podía ser que la misma persona cantara con tantas voces distintas? Las canciones me parecían lentas, monótonas y demasiado ariscas. Pero entre ellas había una excepción: «Mr. Tambourine Man». Ah! Qué canción! No sé que tenía pero me atrapó enseguida. No me importaba la voz, ni el ritmo ni lo que duraba. Solo sabía que conseguía emocionarme como hasta entonces no lo había hecho ninguna otra. Aunque no entendía casi nada de lo que cantaba, incluso hoy en día sigo sin saber de qué va la canción, me transmitía tanto que no sabría explicarlo. Sencillamente mi mente se desprendía al escucharla, seguro que cualquiera que disfrute de verdad con la música sabe de qué estoy hablando.

El Best Of poco a poco me fue gustando más y más, especialmente las primeras canciones del disco que eran las que se correspondían con su época folk y los discos eléctricos de mediados de los sesenta. Enseguida aquel disco se me hizo corto y me fui a comprar uno nuevo. La elección entre toda su discografía fue fácil, busqué el disco que tenía la canción que tanto me gustaba, así que compré el Bringing It All Back Home. Ya en casa, al abrir el disco me prendé de la portada. A pesar del pequeño tamaño del CD, esa imagen se me grabó en el cerebro. Me parecía de una fuerza extraordinaria, tan sencilla y a la vez con tantos detalles. Me pasé la escucha del disco observándola y leyendo las notas interiores. Al ponerlo por primera vez fue curioso porqué, a diferencia del Best of, con éste conecté enseguida. Me asombré de «Subterranean Homesick Blues», la primera canción, me pareció un disparo en la frente. Ya escuchaba Hip Hop por entonces y recuerdo que me pareció que aquel tipo estaba haciendo un rap prehistórico. Luego cada canción me parecía genial, iban pasando una a una y seguía cautivado. Con «Love Minus Zero /No Limit» ya se me puso la carne de gallina. Sentía que estaba descubriendo algo enorme, mi emoción no paraba de aumentar. Y cuando llegó la parte acústica aluciné. En esa primera escucha, ya con las emociones burbujeando por mi piel, la parte folk me pareció maravillosa. Todavía hoy así lo pienso pero jamás he vuelto a sentirla de esa manera. Cuando acabó «It’s All Over Now, Baby Blue» me quedé tirado mirando al techo por un buen rato. Necesitaba que mi mente volviera al cuerpo.

La memoria es una cosa curiosa, casi no recuerdo otros episodios de mi vida supuestamente más trascendentes pero esa escucha alBringing It All Back Home la tengo grabado a fuego. Huelga decir que a partir de entonces, sin prisas pero sin pausas, encaré mi camino musical de una manera muy diferente. Poco después vino el OK Computer… pero eso ya es otra historia.

 

Jesus & Mary Chain – Psychocandy (1985)
Jorge Palomar

Raúl ya tenía edad para conducir. Yo 17 y dinero en el bolsillo. ¿Cogemos el coche de tu madre y vamos a Discoplay? De una tacada:Closer, Darklands, Victorialand, Hats, Swordfishtrombones y …Psychocandy. Ya en casa, la aguja perfectamente calibrada para escuchar a Mahler baja sobre “The Living End” y…¡cuando mi padre se entere de que me he cargado su tocadiscos me mata! Claro, yo venía de los lamentos de Morrissey, de guitarras prístinas y no sabía de capas de ruido gruesas como hormigón. A la segunda escucha se me quitó el susto. A la tercera puse un póster del grupo en mi habitación.

Psychocandy fue mi revolución de octubre, mi Never Mind the Bollocks. Tripas y corazón. Es, ya sabes, el cruce ideal entre la fiereza de The Stooges y la armonía de The Beach Boys, llevado a cabo con una maestría al alcance de… ¿nadie? Es, ya sabes, un excelente compendio de canciones vivas, intensas, vibrantes. Canciones que, interpretadas sobre un escenario de manera impasible, ganaban en intensidad por puro contraste. Así, la respuesta violenta de los asistentes a sus breves conciertos confirmaba que la gama de grises del álbum suponía un enérgico puñetazo en la mesa en una época teñida de colores vivos.

“Queríamos hacer discos que sonaran diferente” comentaba William Reid. Lo consiguieron. Él y su hermano Jim habían creado una maraña sonora deudora de The Velvet Underground y la trenzaron con el talento melódico de Phil Spector. Además, la sección rítmica del cuarteto sonaba oscura, tenebrosa, quizá gracias a su austeridad: Douglas Hart sólo tocaba dos cuerdas de su bajo, Bobby Gillespie, inspirado por Moe Tucker, golpeaba de pié y con desgana caja y bombo.

Ese modo de hacer, de sonar, esa estética supusieron punto y aparte y un nuevo referente a mucho de lo que vino después. Porque después vino el noise-pop y My Bloody Valentine y el mirarse los zapatos y … Después.

 

Jon Spencer Blues Explosion – Acme Plus (1999)
Daniel Oliver

La publicación en 1999 de Acme Plus corona, con una serie de acertados remixes y de material inédito de enorme calidad (nada que ver con los habituales restos de caras B) la edición, un año antes, de un disco que nadie que aprecie la animalidad de la música rock puede dejar de conocer, escuchar y reverenciar: Acme, de Jon Spencer Blues Explosion.

Acme Plus es un disco gigante; seguramente una de las mejores expresiones de la esencia del rock’n’roll publicadas en casi dos décadas. Tras quince años sacando discos con Pussy Galore y más tarde con la Blues Explosion, siempre fiel a su particular punk-blues – tan brutal y directo como electrocutarse en la ducha -, Jon Spencer consigue concentrar en este disco las esencias de su peculiar estilo musical, en que el músculo y el empuje priman muy por encima de la estructura, la composición o la lírica; no obstante, a diferencia de alguno de sus trabajos más crudos e impenetrables, en Acme Plus encuentra la confianza y la inspiración necesarias para incorporar sonidos e influencias mucho más amplias y así componer un serie de canciones excelentes, llenas de buenas melodías y de riffs acertadísimos, que añaden al derroche de sudor y sexualidad musical un toque de calidad indiscutible. La combinación, gracias a la impecable ejecución y a la evidente confianza en sí mismo que emana de la figura titánica de Jon Spencercomo guitarra y voz, resulta lisa y llanamente memorable.

El carácter de la edición completa de Acme Plus empieza desde el primer segundo de la salvaje “Wait a Minute”, toda una declaración de intenciones que marca el ritmo para el resto del disco. Este tema, que no estaba en la edición original de Acme, es sin duda uno de los platos fuertes del disco junto con clásicos de distintos tipos como la brutal “Bacon” o la psicodélica “Magical Colors”. Temas de melodía más funk como “Blue Green Olga” o “Heavy” hacen de Acme Plus un disco más accesible que otras obras de la Blues Explosion, y junto con temas más experimentales y/o humorísticos como “Heavy”, “Soul Trance” o “T.A.T.B.” acaban de dar a esta magna obra su carácter peculiar: fiestero, desafiante, y sobre todo descaradamente directo y personal.

Otros cortes más puramente eléctricos, como “Electricity”, “Confused” o “New Year” conforman una columna de temas que destacan por su energía y velocidad, y que aún con el toque extra de dinamita que Jon Spencer le da – cual rey Midas – a cualquier cosa que toca, no dejan de ser canciones rockeras que podría componer cualquier paleto de Michigan con una guitarra mal afinada y una sobredosis de anfetaminas. Pero conformados dentro de la exquisita colección de canciones que resulta Acme Plus añaden el empuje necesario para poder calificar a este disco de bombazo en todos los sentidos. Lo directo de sus sonido, sus preciosistas arabescos punk y la enormidad de su energía y su descaro nos transportan directamente a los tiempos en que la música era simple y personal; a la época en que éramos bellos y el rock’n’roll podía cambiar el mundo; antes de las complicaciones existenciales de los cantautores melancólicos, antes del brit-pop, el new-rave y el post-rock, antes de que el rock se convirtiera en una fuente de imitaciones destinadas a hurgar en los bolsillos de los desilusionados pero siempre esperanzados fans.

Con todo, es fácil argumentar que Acme no brilla demasiado, a nivel musical, por encima de demasiados grandes discos. Jon Spencer Blues Explosion no son Nick Cave, ni Wilco, ni Massive Attack, ni siquiera Pulp; sin la menor duda, existen docenas de grupos capaces de editar discos de sonido mucho más esmerado y de canciones mejor elaboradas (aunque en este disco sí hay unos cuantos temas realmente buenos), pero en cambio presenta una serie de cualidades que, cual alineación de planetas, se combinan muy raramente en un mismo disco.

Primero, el acertadísimo punto de equilibrio que la banda neoyorquina encuentra entre el rock bien crudo – con su habitual formación de guitarra eléctrica, otra guitarra (aún más eléctrica) y batería -, un funk-soul sabroso, inteligentes estructuras de blues, remotos toques de electrónica y la arrogancia lírica heredada del hip-hop. Con tantas cosas por en medio, seamos sinceros, es muy fácil pifiarla. Y quizá Jon Spencer no sea el músico más genial de la historia, pero está clarísimo que en Acme Plus la clava al cien por cien. ¿Pura suerte? Pues quizá, ¿pero quién va a quejarse?

Segundo, el alma de este disco nace de una banda en la cima de su autoconfianza. La arrogancia y el sentido del humor (que no la bufonería) inundan todos y cada uno de los temas – incluso en remixes de artistas invitados como David Holmes o Moby – y dan aAcme Plus un carácter muy personal y absolutamente arrollador. Acme Plus es un desafío al mundo de la música; el vehículo perfecto para el inconformismo de un Jon Spencer que en todas y cada una de sus obras reivindica la visceralidad por encima de la intelectualidad, la interpretación personal y pasional de los géneros musicales por encima de la reinvención efectista. Este disco predica la palabra de Jon Spencer: para hacer rock’n’roll lo único realmente esencial es muchísima arrogancia, guitarras distorsionadas y un par de pantalones de cuero apretados.

Tercero, en Acme la banda neoyorquina se esmera al máximo en la ejecución y producción del disco; logran un sonido compacto pero de gran profundidad, y dejan un poco de lado el irrenunciable y omnipresente purismo eléctrico de sus discos anteriores para buscar una mayor variedad instrumental, un estilo algo más juguetón y ‘groovy’ que combina maravillosamente con su natural contundencia. El resultado es algo difícil de explicar pero tiene el innegable efecto de hacer que, sin importar el recuerdo que uno tenga del disco, siempre sea una delicia volver a escucharlo. Como efecto secundario, deja a cualquier disco que uno escuche a continuación a la altura del betún – afortunadamente, esto no dura más que unas pocas horas.
Aquellos que ya conocieran este olvidado disco no podrán resistir la compulsión de volver a escucharlo inmediatamente, y no cabe duda de que van a sentir exactamente la misma descarga de energía que la primera vez que lo escucharon. Y para aquellos que no lo conocieran, este disco puede planearles un interesante test: al escucharlo por primera vez, lo correcto es pensar “si tuviera una banda de rock, ÉSTE es el disco que me hubiera gustado hacer”. En caso contrario, debe concluirse que uno no tiene corazón y que haría mejor en labrarse un futuro en campos como el marketing, la administración pública o el diseño de compresores industriales, y dejar la música en manos de tipos capaces de regalarnos discazos como este Acme Plus.

 

The Cure – Faith (1981)
Manuel Pinazo

Corría 1989 cuando con apenas 16 años, descubrí este disco. Era la época de las TDK de 60 o de 90, de los discos, maxis y 7 » a 45 revoluciones por minuto -el cd llegó a casa en 1990 con Bossanova de Pixies, para estrenarlo-. Por aquél entonces los tótems de mi habitación eran el Joshua Tree, Music For The Masses, Darklands, Ocean Rain, The Queen Is Dead… y por encima de todo,Standing On a Beach de The Cure, recopilatorio que poco a poco, (cada vez que juntaba algo de dinero) iba descubriéndome un nuevo capítulo en la discografía de la banda de Robert Smith.

Sólo tenía en mi poder en aquellos momentos Kiss Me, Kiss Me, Kiss Me (1987), Three Imaginary Boys (1979) y el recién estrenadoDisintegration (1989), cuando decidí (no sé si por la portada o por qué) comprar Faith, del que sólo conocía “Primary” y no era especialmente mi canción favorita. La magia del vinilo (algo impensable y demasiado pretérito para la generación ipod) y la soledad del dormitorio de un impresionable adolescente, hicieron el resto.

“The Holy Hour” abría un álbum de curiosa portada gris, mediante un bajo machacón y omnipresente, al que se iba sumando un repetitivo sonido de batería. Todo se fundía con guitarras afterpunk, teclados ambientales y una voz decadente llena de reverb y ecos, con las que se construían esas ocho canciones en 36 minutos de una densidad demoledora, plagadas de ambientes y de profunda melancolía. Mis jóvenes oídos quedaron impresionados ante un trabajo claustrofóbico y tremendamente angustioso.

Era colocar Faith en el plato y darle la vuelta, y otra y otra más,… para volver y volver a escucharlo. Desde el primer momento se convirtió en un disco especial, no era uno de esos para compartir con a los amigos, era para escucharlo en soledad, para leer las letras, fijarse en cada matiz y descubrir todos sus secretos.

Su tristeza y su temática decadente y siniestra transcurrían entre lo religioso (“The Holy Hour”, “Faith”), los parajes asfixiantes (“Other Voices”), depresivos (“All Cats Are Grey”),… los devaneos postpunk (“Primary”, “Doubt”) o la muerte (“The Drowning Man”, “The Funeral Party”). Media hora que te dejaba hecho polvo, pero con ganas de volver a repetir la experiencia, algo que aún hoy, veinte años más tarde, hago de vez en cuando.

Y desde entonces, nada volvió a ser lo mismo.

 

Suede Dog Man Star

Suede – Dog man star (1994)
Raúl Julián

El mismo año en que Oasis y Blur copaban portadas con sus obras magnas –Definitely Maybe y Parklife-, Suede se enfrentaba al siempre peligroso segundo elepé, tras un excelente y homónimo debut publicado menos de dos años antes y con Brett Andersonconvertido en la estrella que siempre ansió ser. La ambición e inspiración compositiva de la dupla formada por el mismo Anderson y el guitarrista Bernard Butler parecía ilimitada, más aún cuando la banda avisaba lanzando ocho meses antes el emotivo single “Stay Together”, acompañado de dos excelentes caras b. Siempre con un ojo puesto en clásicos como David Bowie, The Smiths o Queen, el álbum es un trabajo meditado y cuidado al milímetro, con la seguridad en sí mismo de un vocalista en mejor forma que nunca cantando sobre las expresivas guitarras de Butler, todo envuelto en una elegante orquestación para dar forma a uno de los discos británicos más completos e impecables de la década de los 90.

“Introducing the Band” funciona a la perfección como pretendida obertura hacia el single más incendiario que jamás entregaría la banda, el agresivo e incontestable “We are the Pigs”. Aunque “Heroine” fue presentada como un homenaje a las estrellas femeninas cinematográficas tipo Marilyn Monroe, la conocida adicción a la heroína que en aquella época poseía a Brett, dejará siempre la duda acerca del motivo definitivo de una canción ansiosa y sentida. Por su parte, “The Wild Ones” fue el segundo sencillo extraído del álbum y se convirtió en un clásico de la banda sobre los escenarios. Una bellísima composición que tomaba su título de la película protagonizada por Marlon Brando, con los clásicos falsetes de Anderson acompañando los punteos ofrecidos por el virtuoso guitarrista y los violines escoltando su voz mientras el volumen disminuía hasta desaparecer.

Asentada sobre piano, “Daddy´s Speeding” es quizá la pieza más reposada y puede que también más prescindible de todas, mientras que “The Power” destilaba una épica anhelante de gloria, terminando con los clásicos lalalas´ que nadie ha sabido colocar mejor que los londinenses. “New Generation” fue el último single extraído de la grabación y sin duda el éxito más evidente en ella incluida, con un pegadizo estribillo en boca de un Brett orgulloso y afianzado en su posición de imagen principal del grupo. “This Hollywood Life” era, tras la mencionada “We are the Pigs”, la pista más contundente del lote, haciendo referencia a la otra cara de la meca del cine con la protagonista reclamando angustiosamente auxilio.

“The 2 of Us” resultó una composición casi religiosa y contaba la historia de un ama de casa que, lamentándose de su vida actual, fantasea con vivir nuevas experiencias mientras escucha la radio. Un tema simple en estructura, sólo acompañada de piano y alejada de la complejidad predominante del conjunto, de resultado memorable y que finalizaba con Brett desnudando su alma. Siguiendo su estela se encontraba “Black or Blue” -que forzosa (e injustamente) parecía un tema menor tras su predecesora- y los inolvidables diez minutos de “The Asphalt World”. La categoría del disco necesitaba un remate de nivel para no olvidarlo jamás, y cumpliendo esa función se posicionó “Still Life”, con el espigado cantante jugando a tenor antes del apoteósico final, de nuevo muy cinematográfico, en un cierre estremecedor.

Como pruebas adicionales del excelente momento del cuarteto quedan las caras b que en la época fueron regaladas a sus seguidores, con maravillas como “Killing of a Flashboy”, “The Living Dead”, “My Dark Star” o “Together”. También el enérgico dvd en directo Introducing The Band (1995), ya sin un Bernard Butler que abandonaría la formación justo después de registrar el compacto, por el inevitable choque de egos con Brett Anderson.

En lo que a la postre fue por tanto la última colaboración entre los dos músicos bajo el nombre de Suede (la efímera aventura de The Tears es otra historia), Dog Man Star resultó un compendio de glamour, excesos, ambigüedad, orgullo, nocturnidad, vicio, dramatismo, emotividad, sueños, sentimiento, literatura y vanidad. Un conjunto perfectamente engrasado donde nada faltaba ni sobraba y que desprendía un olor a clásico que aún hoy sigue manteniendo intacto.

 

The Velvet Underground – The Velvet Underground and Nico (1969)
Samuel Benito

Realmente resulta difícil saber cuánto de inconformista resultaba el contexto social en el que se movían los integrantes de la Velvet Underground allá por mediados de los 60 en el underground neoyorquino, y cuánto de ese inconformismo era innato y patente en las mentes tan atípicas de sus principales figuras.

Lo que no cabe duda es la diferencia estilística chocante entre la psicodelia reinante de la época y promovida por unos endiosados ingleses como Beatles, Stones o Kinks, y la escupida (que no esculpida) por Lou, Sterling, Moe y John.

En el caso de la Velvet los colores se encogieron a su mínima expresión, el blanco y el negro, a través de texturas y/o iconos tan sádicos o sensuales como el cuero, los látigos o las botas altas. La sonrisa de sus foráneos ingleses fue plasmada en sus rostros neoyorquinos como una línea horizontal que transmitía más hipnotismo y cruda realidad que la felicidad ensoñadora de un submarino amarillo que parecía más propio de Marte que de los suburbios por donde podía actuar la Velvet. Envueltos en ese ambiente arty de la época (Andy Warhol hizo de padrino del grupo en sus inicios), los creadores del mítico disco del plátano crearon un mundo donde no había creencia alguna, se hablaba del mundo de las drogas sin reparo alguno y se mezclaba la calma del pop más puro con unas crispantes y tensas melodías, provocando una confrontación entre el noise y el pop inexistente hasta entonces.

Lou Reed tenía muy claro su talento, y así lo dibujó al declarar que él prefería tocar y cantar con el peor micrófono posible, ya que sus canciones se valían por si solas, sin artificios ni trucos de estudio. Esta definición encajaba a la perfección con un John Cale salido de las “faldas” de La Monte Young, músico experimental que jugaba con la música clásica y el minimalismo. Ambos, Reed y Cale,tomaron la pureza de la música clásica junto con una invitada de lujo, Nico, para embellecer sus canciones pop, el sonido experimental para hacer chirriar tanto las guitarras como la mítica viola de Cale y el minimalismo para dotar de hipnotismo a una propuesta que dejaba marcado al oyente en sus primeras escuchas. Este hecho no benefició para nada su aspecto comercial, siendo diez años después cuando por fin se veneró esta obra de tal manera que acabó siendo una de las más inspiradoras de géneros tan imprescindibles como el glam, punk, krautrock, post-punk, noise o el más reciente post-rock.

Lo que más choca sonoramente son las dos caras que ofrece The Velvet Underground & Nico (Verve, 1967). Por un lado “Sunday Morning” y “I’ll be your mirror” engalanan los oídos de tal manera que es imposible obviar esa belleza tan evocadora y ensoñadora, sostenida con una mínima batería (tocada de pie, por Moe Tucker, y repetida en grupos como Jesus & Mary Chain). Contando con la voz nasal de un cantante sin grandes dotes para cantar, como Lou Reed, y la garganta gélida e irrepetible de Nico, resultaba difícil resistirse a la belleza de unas melodías que rozaban la perfección en temas como “Femme Fatale”.

Por otra parte, la otra cara de la moneda la representa aquella que le proporcionó mayor anti-fama en un principio, o lo que es lo mismo, la que desproveyó a la banda del éxito comercial y artístico que llegaría 10 años después. Distorsiones retorcidas, historias de sadomasoquismo, de drogas y de nulidad son el temario principal de himnos del tamaño de “Heroin”, relato de un yonqui enganchado a la heroína o la inolvidable “Venus in furs”, uno de los temas más arriesgados de aquella época tan colorista. El carácter confesional que patenta Lou cantando estos dos temas demuestra que no hace falta tener una voz como Lennon, o una maestría instrumental como Richards o Hendrix, sino que lo más importante es solo una cosa: cómo hacerlo y el qué, o lo que es lo mismo, talento. Esta característica fue, es y seguirá siendo tremendamente inspirador en un grupo que quiso triunfar en su época y lo tuvo que conseguir una década después.

 

Pearl Jam – Ten (1991)
Raúl del Olmo

Por aquel entonces rondaba los quince años. En 1991 una auténtica explosión de nihilismo existencial, de metafísica más allá de los elásticos y los monstruos de cartón piedra se cernía sobre el panorama rockero internacional. Eran tiempos en los que en la radio comercial  hasta se podían escuchar cosas como Nirvana. José Antonio Abellán fusilaba una y otra vez “Smells like teen spirit” en la lista de los 40 un sábado por la mañana.

Algo estaba a punto de eclosionar. Y tuve la fortuna de estar en el momento preciso, con la edad adecuada y con las circunstancias vitales propicias. Me refiero a esa pérdida de la niñez para entrar en la adolescencia donde nunca más se vive, sino que lo que queda ya se sobrevive, como indicaba un lúcido Leopoldo María Panero. Caída de bruces ante las primeras frustraciones, desengaños, violación de la inocencia. Necesitaba algo a lo que asirme y me aferré fascinado a la mirada desorbitada en blanco y negro que desde un televisor proyectaba un tipo llevado en alzas por el público en un estado de trance.

A las dos semanas compraba en los almacenes de mi barrio la cinta original de Ten (91). Y ya nada fue lo mismo. Amaba a algunas bandas por entonces, pero justo en esa edad en la que se es tan ricamente poroso a las sensaciones nuevas, fue algo imborrable la primera escucha de esta maravilla.

Esa intro casi tribal, misteriosa, haciendo honor al potingue de peyote alucinógeno que preparaba la abuela india de Eddie Vedder, Pearl, era la antesala a unas guitarras desbocadas que sonaban desde otro plano. Un puñetazo a los sentidos, una épica epitelial desorbitada, no era posible, jamás había experimentado eso antes, la belleza virgen de las primeras experiencias que nunca mueren. Era “Once”, un tema que sigue poniéndome la piel de gallina, y tras esas geniales guitarras de Stone Gossard, un torrente de voz explotaba: la voz de mi vida. A quien tantas veces he querido escuchar, que me contara, que me entendiese, que me diese un abrazo cómplice al estar perdido, solo, desamparado, incomprendido. Él es Eddie Vedder, nunca posiblemente me conozca, pero yo siempre le agradeceré que mi vida sea la que es gracias a su legado. Deuda inmortal.

Un sonido envolvente, mágico, omnipotente, angustiado en su belleza ahogada que refulge y arde valiente. Esa producción nunca se repitió, criticada por muchos, para mi supone entrar en un hogar cuyo techo donde reverbera es la pared de mi corazón. Nunca sentiré algo tanto. La posterior maravilla, Vs.(93), contraponiendo esto, sonaría cruda y salvaje.

Los temas se suceden y la sensación es la misma: urgencia, inmortalidad, enfrentamiento a la existencia desde la perspectiva del que no rechaza sufrir en busca de sí mismo, de algo que trascienda al gris que a tantos les ha difuminado de nuestro lado ventricular. “Even Flow”, “Alive”… muestras significativas del mejor rock herencia de los setenta, de una obra acongojante de los últimos tiempos, eran ya clásicos entonces. Y ese riff que ejercía de empujón a los días donde sólo miraba al suelo, me permitía poner también a mí los ojos en blanco y repetirme que seguía vivo, con eso, bastaba y sigue bastando. La vida, imposible abarcarla en su plenitud, siempre resbalando entre las manos, a cada ausencia, a cada sueño marchitado.

El viaje continúa amplio, expandido, pasando de la rabia henchida de “Why Go” a los versos de la crepuscular belleza tintada de “Black”, esa frase que ya empañaba la mirada al exclamar quebrada: “Sé que algún día tendrás una bonita vida, sé que serás una estrella bajo el cielo de alguien; pero ¿por qué? ¿por qué? no podrá ser el mío”. La tragedia del ser incapaz, de aceptar la derrota de inicio y aún así merecer la pena la batalla y estar en el frente. Así nos lo mostró años después la fantástica Olvidate de mí de Michel Gondry en lenguaje fílmico.

Más estaciones imperecederas. El bajo desafiante de Jeff Ament anuncia “Jeremy”, la historia real de un chaval con problemas, aislado, que se vuela la tapa de los sesos un día en mitad de clase. Jeremy habló ese día, y reflejaba todas esas veces en que uno se sentía observado en el aula y no se atrevía a preguntar, a hablar por miedo a que se rieran de él, a que le hundiesen. Necesaria siempre, con un desarrollo increíble, fue otro estandarte desde el primer minuto.

La cadencia relajada y onírica de “Oceans” nos mecía en un mar de tranquilidad trascendente antes del latigazo que supone “Porch” una endiablada canción, con tanto nervio que era imposible no hinchar las venas al escucharla una y otra vez. Una nueva demostración de que nada sobraba, de que cinco personas tenían mucho que decir, que necesitaban dar un puñetazo en la mesa y volcar La Tierra para que nos diésemos cuenta de algo.

La introspección  excelente de “Garden”, con esos versos de gruesa filosofía existencial, se hacía grande a un mozalbete como yo, pero imponía un respeto máximo. Tramo final con otro eclosión hiperbólica: “Deep”, un tema en la mejor tradición Seattle, tan intensa como “Man in a box” de Alice in Chains o “Let me drown” de Soundgarden, por citar otros evangelios de mi desgastado transitar.

Y final en absoluta comunión, esa improvisación convertida en letanía, “Release”, el eco de una caracola que rememora como las olas te llevan a la deriva, como te liberan en medio del océano, en medio de lo que fuiste y serás.

Casi una hora que daba sentido a haber nacido.

 

Rolling Stones – Sticky fingers (1971)
Miguel Ángel Valdelvira

One day I woke up to find
Right in the bed next to mine
Someone that broke me up with a corner of her smile
“Sway”
(Jagger/Richards)

Solía escuchar discos con mi tío durante horas. Tardes enteras dedicadas a ello, durante años. Recuerdo aquellos días de constante descubrimiento frecuentemente, nunca me he sentido más conectado a la música.

Siempre he sido bastante anárquico y volátil con mi selección de escucha, lo que solía sacar de quicio a mi compañero de afición. Mientras el proponía escuchas temáticas, yo saltaba de un estilo a otro sin demasiado sentido, pero buscando inconscientemente algo que me emocionara,  y me impactara, y si un disco no lo conseguía, quizá pasar de Paco de Lucia a Kraftwerk lo hiciese.

Una tarde, mientras yo soltaba una de mis habituales peroratas sobre lo grandes que eran Jefferson Airplane, los Fab Four y el movimiento Hippie en general, supongo que se cansó.

Buscó y encontró Sticky Fingers, y lo puso en el tocadiscos.

Evidentemente, cambió mi percepción. Fue una experiencia catártica, y de repente, todo cobró sentido. Aquel disco era exactamente lo que yo estaba buscando sin saberlo, algo salvaje, honesto, sucio. Real.

Es fácil comprender el impacto que una canción como «Brown Sugar» puede causar en el neófito. La combinación de Keith Richardscon ese brutal riff marca de la casa, Jagger con su característico alarido, y el impecable fraseo de Bobby Keys (pieza fundamental en el sonido del álbum), es demasiado poderosa como para permanecer indiferente. Toda la canción transmite peligro, agresividad, transgresión. Todo lo que hace que el rock sea rock, resumido en un sólo corte.

Al principio, tenía cierto reparo en escuchar el disco entero. Temía que no estuviese a la altura de su primera canción. Evidentemente, tras un par de escuchas, me dí cuenta de que Sticky Fingers era mucho más que «Brown Sugar».

Un especialmente inspirado Mick Taylor, recién salido de los Bluesbreakers de John Mayall, venía a ocupar el puesto del fallecido Brian Jones. Hace sentir su presencia en algunos de los mejores cortes del álbum, como «Sway», o sobre todo,  «Can´t You Hear Me Knocking», donde todos los excelentes músicos parecen estar en estado de gracia durante los siete minutos de desarrollo instrumental del tema.

Y si «Sway» es uno de los mejores medios tiempos de la carrera de los Stones, «Wild Horses» probablemente sea el mejor. Jagger se desgarra, y hiere al que lo escucha, acompañado por Ian Stewart al piano. El resultado es demoledor.

«Bitch» recupera el recupera el descaro y la frescura de los sesenta, con un ritmo frenético y un trabajo colosal de Watts y Wyman, mientras que, «Sister Morphine» (con un gran Ry Cooder), «I Got The Blues» y «Dead Flowers», son brillantes acercamientos a la música con raíces a la que siempre han rendido tributo, además de servir de perfecto contrapunto de los temas más veloces.

Un disco sobre sexo (interracial), drogas (cualquiera de ellas), y mucho y muy buen Rock & Roll, ineludible y seminal.

 

Pet Shop Boys – Please (1986)
Aldo Linares

Podría haber elegido The Queen Is Dead de The Smiths, Locura de Virus, The Man Machine de Kraftwerk, Boys & Girls de Bryan Ferry, Black Celebration de Depeche Mode o Behaviour de los propios Pet Shop Boys, pero finalmente escogí el primer disco deTennant y Lowe. Sí, decir que un disco te cambió la vida es muy complejo, ambicioso y desaforado, pero ocurre. Hay canciones que te activan extraños mecanismos que desconoces durante tu adolescencia y que te van a marcar para siempre.

Los nombres que he dado responden a ese momento de intenso contacto en el que nace la magia que te hace salir de tu limitación para esbozarte la posibilidad de lo que puedes llegar a ser cuando asumes tu vida.

Please es un disco que llegó a mis oídos con el antecedente de «West End Girls», una canción inmortal. Recuerdo haberla escucahdo en Radio Panamericana, en Arequipa, Perú. En aquellos días Kajagoogoo, Genesis, Spagna, The Scorpions, Madonna, Talk Talk, Alaska y Dinarama, José José, The Human League y demás exponentes de un tiempo y un espacio, sonaban incesantemente y se mezclaban tarde tras tarde mientras yo seguía buscando singles de techno pop, el rockabilly y las grabaciones de cintas que hacía compulsivamente.

Era una canción, tan extraña, melancólica y a la vez bailable. ¿Cómo podía ser asÍ? La respuesta la encontré en la asociación con la disco music que devoraba. Porque sonaba a Barry White, pero también tenía cosas del italo disco, pero había más, un componente de hip hop old skool que podía estar cerca de Grandmaster Flash pero también de Kurtis Blow o de Orange «Juice» Jones.

Pero ¿Pet Shop Boys? Seguía atando cabos. Su nombre me recordaba a Boys Town Gang…Como buen prospecto de fan de la música de los ochenta en plenos ochenta buscaba información, compraba la edición alemana de Bravo y ahí, entre fotos de Sigue Sigue Sputnik, Depêche Mode, -sí, así se escribía en su época-, Marillion y Accept, encontré una imagen de dos chicos con pinta de andar por la calle sin restos de laca ni hombreras. El serio y elegante era Neil Tennant y el informal y con cara de pocos amigos eraChris Lowe.

Pensé: Parecen Naked Eyes pero en plan culto.

Seguí buscando y lo siguiente fue escuchar «Opportunities (Let’s Make Lot’s Of Money)». ¡Qué título! Lo cierto es que no se cómo pero ya era un fan absoluto del dúo, un fan de esos que con quince o catorce años se llenaba de orgullo cuando sus amigos, fans de Iron Maiden preguntaban cómo podía seguir a unos que se hacían llamar Pet Shop Boys.

El álbum traía canciones que llevaban la esencia que les ha hecho famosos, véase nocturnidad, antesala disco, reflexión, escepticismo, cultura y pop.

Con la perspectiva del tiempo aquellos matices no han hecho más que darles la razón. Si bien la producción de Stephen Hague,marca de los ochenta, me hacía pensar en una ciudad llena de calles, con luces y gente, con brillo y belleza, con riesgo y a la vez distancia, como en el video de «West End Girls».

Siempre que escucho este disco no puedo evitar asociarle con un momento iniciatico, con la sensación de estar ante algo que me iba a marcar, tanto como la estética de Federico Moura, la negrura de Depeche Mode, el futurismo de Kraftwerk o el pelo de Buddy Holly. Sí, Pet Shop Boys se convirtieron en una actitud, en una representación del sueño de ser parte de algo tan grande como el pop.

Han pasado los años y Please me ha acompañado, desde la grabadora de dormitorio al walkman, del disc man al lector de mp3 y de este al ipod. Sigue intacto.

Ya digo, podría haber hablado de Behaviour, que también lo llevo conmigo, pero ahora tocaba Please, gran título, como todos los de Tennant y Lowe.

«Violence», «Why don’t we live together», «Suburbia», canciones y canciones de un álbum que siempre me acompañará. Sí, hay discos que te cambian la vida y que además nunca te dejan de lado.

 

Smashing Pumpkins – Siamese Dream (1993)
Iñaki Espejo-Saavedra

Salto al Vacío fue la primera película de Daniel Calparsoro, un film en el que el cineasta vasco reflejaba con toda crudeza la situación de desamparo y decadencia a la que la brutal reconversión industrial de los años ochenta, avocó a buena parte de Vizcaya.  Como perfecto marco, y mientras Najwa Nimri traficaba con armas y drogas entre escombros y ruinas, sonaba “Disarm”, la sexta canción delSiamese Dream, el mejor disco de Smashing Pumpkins.

No eligió mal Calparsoro la banda sonora de su ópera prima. Si Salto Al Vacío hablaba de fracaso, frustración, desesperación y soledad, Siamese Dream lo hacía sobre lo mismo. No en vano, los Smashing Pumpkins llegaban de milagro a su segundo disco. Tras el sorprendente éxito de su debut Gish, su camino se había torcido. Jimmy Chamberlin, el batería, vivía sumido en la heroína,James Iha y D´arcy Wretzky, guitarra y bajo, acababan de romper estrepitosamente una fugaz relación  y  Billy Corgan, el alma del grupo, había perdido la suya propia y siendo incapaz de escribir, se había intentado suicidar.

Con estos mimbres, en diciembre de 1992, la banda entró en los estudios Triclops Sound Studios en Atlanta con el fin de reinventarse o desaparecer. Poco duraron en Atlanta. Jimmy Chamberlin, perdido en una espiral sin retorno, no podía seguir las sesiones y el grupo se vio obligado a cambiar de estudio con frecuencia para que el batería perdiera sus contactos y no pudiera comprar más heroína.

Sin embargo y cuando todo parecía perdido, Billy Corgan se encerró en el estudio 16 horas diarias durante meses y, quizás gracias alLoveless de My Bloody Valentine que escuchaba de forma permanente, o la paciencia encomiable del productor Butch Vig, recuperó la inspiración y con ella su genialidad maldita de inseguridad y éxito mal digerido.

Corgan partió de la base del Gish y de los rudimentos más básicos del grunge, pero consiguió dotar al sonido de una nueva orientación. Utilizando cientos de cuerdas y percusiones cercanas al jazz, impregnó las guitarras, tan etéreas como las de Kevin Shields, de un cierto halo de barroquismo equilibrado y sublime con un resultado inmejorable, una obra maestra. “Cherub Rock”, “Today”, “Disarm”, “Mayonaise”, “Soma”, «Spaceboy» combinan la fluidez del grunge más guitarrero y evidente con una ornamentación progresiva e inesperada que las dota de una personalidad inconfundible. Redondeando la genialidad de Corgan a base de esmero y equilibrio, Butch Vig en su año inolvidable, acababa de firmar, nada más y nada menos, el triángulo mágico del sonido de los años noventa,  el Nevermind de Nirvana, el Dirty de Sonic Youth y quizás el mejor disco de la década, el Siamese Dream de Smashing Pumpkins.

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