Niños Mutantes (Hotel Ayre) Córdoba 2/9/21

El oficio de una banda se pone de manifiesto fundamentalmente en directo, y en especial en las distancias cortas, donde el cara a cara con el público y la capacidad de improvisación pueden y deben ser la base de la conexión y la entrega escénica. Incluso en una versión a priori descafeinada, la mitad de la banda granadina a la que más cariño tenemos, por meras razones personales, da la talla no solo en intensidad sino también en arreglos estudiados específicamente para la ocasión. Las tablas se notan desde lejos; el cariño de fans y allegados ocasionales, también. Los Niños Mutantes no menguan demasiado en prestaciones en su versión acústica, algo que Juan Alberto Martínez y Andrés López constatan a fuerza de comentarios cómplices y tragos de fino de Montilla Moriles que sus canciones no envejecen y van mutando, valga la redundancia, en giros acústicos y eléctricos –los últimos ahora relegados por mor de las circunstancias- y de épocas primitivas llenas de ilusiones a tiempos actuales en los que prima la incertidumbre y la adaptación se convierte en prioridad.

Y es de agradecer que reajusten el repertorio y sorprendan con el rescate en la intro de “Florecer”, uno de esos clásicos que ni ellos mismos aún sabrían que lo es, e introduzcan canciones que el correr de los tiempos había relegado injustamente, como la grandísima “Mi mala memoria”, sin olvidar que el esfuerzo de producción de sus últimas Ventanas, con canciones que en otras manos habrían sonado dispersas, es aún el principal motivo de su presentación ante los fans cordobeses. En la fantástica terraza del hotel Ayre, en plena sierra y sin estridencias ni elementos de disturbio, sonaron tan solo a dos guitarras con sus delays y reverbs correspondientes las “Palabras para Julio” con las que se acercan y apartan a la vez de su admirado Goytisolo, los sentidos que “Una noche” se despertaron para siempre, el desprecio implícito en algunos comportamientos dignos de pegarse “Un tiro en el pie”, el “Camino perdido” de todo corazón que se precie de serlo, pero también unos “Glaciares y volcanes” en pleno esqueleto semiacústico, “El miedo” y sus escalofriantes consecuencias, y un lema universal a aplicar en momentos de dudas y temores atávicos: “Sin pensar”. Es solo pop, y además del bueno, con el veneno del primer indie regando su espina dorsal y la vocación de multitudes de himnos como “Las noches de insomnio”, “Náufragos” o “Errante”. Y a la vez pegado a la tierra, de andar por casa, guiado por frases cotidianas como “No puedo más contigo” o un “Menú del día” repetido incluso antes y después de la hora del almuerzo.

La generosidad del letrista, por si alguien aún no lo sabía, lo llevó a escribirle una bellísima canción a uno de los amores de su vida, y así lo explica “Hermana mía”, y entre bromas y risas ambos músicos, cómicos improvisados entre la seriedad de la música que escriben y tocan, proclaman otra vez que “Todo va a cambiar” y, después de darle el penúltimo trago a sus copas tras una palmera, despedirse con “La voz” de todos y todas unida a la suya propia, un habitual acto de comunión en sus conciertos pre pandemia. No saben lo contentos que estamos, mucho más que ellos, de ver cómo sigue sonando igual de necesaria ahora.

Es un placer, y casi un honor, formar parte de la familia mutante tantos años después. Ha habido y habrá altibajos en su trayectoria, algo inherente a la propia condición artística, pero nunca podremos decir que un concierto suyo, en el formato que fuere, ha sido sinónimo de decepción. Una noche sin estrellas pero con todo el cielo a nuestra disposición, en un ambiente semi privado, con las emociones a flor de piel ante el nuevo despertar de la música en vivo. Todo parecía perfecto para reencontrarnos con nuestros amigos, que son los de muchos y muchas. Así fue, y así será.

Fotos: Raisa McCartney

 

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