Alberto Montero – Ciudad Dormida (BCore)
Aunque parezca mentira, a Alberto Montero, en un momento dado, le pareció que su talento se había secado. Que ya nunca volvería a ser capaz de hacer un disco. Y digo “aunque parezca mentira” porque esto lo pensaba una persona que ha sido capaz de alumbrar asombrosos ejercicios de folk psicodélico como Arco Mediterráneo (2015), personalísimas incursiones en la vanguardia clásica como La Catedral Sumergida (2018) o deleitarnos con su propia versión de un cancionero pop perfecto bajo el título de El Desencanto (2020), así como reivindicables exquisiteces de pop barroco formando parte del dúo Algo junto a Gonzalo Fuster (El Ser Humano).
Que a alguien capaz de todo eso, que les aseguro, si no lo conocen, que configura una obra vital absolutamente asombrosa, le parezca que sufre una profunda crisis de creatividad, que la inspiración le ha abandonado definitivamente, es poco menos que inverosímil. Pero el caso es que estas cosas pasan. Y es que el subconsciente, que es el mecanismo que más usa nuestro cerebro para que el hecho creativo tenga lugar, juega de forma muy cruel con quien se empeña en hacerlo servir para hacer arte.
De eso precisamente va este séptimo disco de su autor titulado Ciudad Dormida. Un título que podríamos considerar como alegórico de ese subconsciente que requiere despertarse para poder crear. Algo que no siempre ocurre cuando uno quiere que ocurra y se transforma en algo angustiante, que no deja respirar. Quizás por eso el autor de estas quince canciones que hoy pueblan el álbum que nos ocupa tomó la casi desesperada determinación de retirarse sólo a una cabaña del bosque, en la sierra de Albacete, para ver si volvía a encontrar sus musas perdidas.
Lo consiguió. Llegaron varias canciones que parecían analizar el hecho creativo. Algo sin embargo intangible que Montero, en su habitual tono onírico, transformó en poesía a través de canciones como la dupla que abre este paquete, “La posibilidad”/”Otro amanecer”, pequeña epopeya psicodélica con acentos rock que transforma todo ese desespero ante la página en blanco en enorme belleza. Montero allí, en aquél lugar solitario, parió varias de sus mejores canciones. ¿Problema resuelto?
La respuesta es un sí rotundo. Es difícil determinar el puesto que ocupa Ciudad Dormida en una obra ya tan nutrida y magnífica como la de Montero, pero desde luego es de lo mejor que ha hecho. Sin ser necesariamente un disco conceptual, la idea del espíritu de las canciones, del acto compositivo, sobrevuela todas estas pequeñas gemas, a cada cual más asombrosa. Un disco que reconcilia, además, a todos los Albertos que hemos conocido, al más folkie, al más pop y al más experimental.
A la citada epopeya inicial de “Otro amanecer”, con unos cambios de ritmo sorprendentes, con las guitarras eléctricas más presentes que en ningún otro de sus discos, se une inmediatamente la desnudez acústica de la bella “Castillos en el aire”, con juegos vocales que recuerdan a bandas como Fleet Foxes. Al igual que en las dos primeras, esta canción va in crescendo, a base de arreglos que son suntuosos, pero sin empalagar lo más mínimo. El autor, que produce el disco junto a uno de sus colaboradores más fieles, el bajista Xavi Muñoz, ha sabido dar a cada canción lo que pedía, ni más ni menos.
A base de eso nos deleitamos cada vez más a medida que avanza el disco. Vuelve a ser delicado con la canción titular, que juega, cosa curiosa, con el vocoder y tiene cierto acento pastoral, igual que la siguiente, “Como siempre”, con la que forma algo así como un díptico. Ambas anticipan la llegada de un tramo más cercano al pop, con las cristalina “Dejemos todo atrás”, “La incomodidad” o, la que considero una de las piedras preciosas del disco: “Nube violeta”, una maravilla de tonos latinos en la que acompañan a Montero el muy reivindicable dúo peruano afincado en España Alejandro y María Laura.
“Otra vez” es algo así como la pieza central de este conjunto. Un pequeño homenaje a las maravillas que componían Vainica Doble que reflexiona sobre el tesón necesario para que la creatividad salga a flote y que anticipa otro de los momentos superlativos del álbum, “El corazón de la flor de hielo”, pieza que podríamos decir que condensa todo el talento de su autor. Pero la cosa no se queda ahí: la recta final de toda esta reflexión con la barroca “La obligación” (“A veces lo que adoras es tu prisión, a veces se convierte en obligación”), la cercana al pop progresivo setentero -salvo en su concisión- “Tengo que empezar”, la nuevamente vainiquera “La campana” o la final y definitiva “Cae la noche”, cincelan un álbum absolutamente monumental, un triunfo absoluto por parte de un autor que no sólo no ha perdido jamás la inspiración, sino que parece tocado por una iluminación que nadie más que él en este mundo parece tener sobre sí. El disco español del año, en mi opinión.