Abbey Road, 50 años cruzando la calle

“Se acabó”, pensó Paul. Había alcanzado su límite. Definitivamente y tal como había expresado él mismo en una canción que acabaría siendo visionaria de la situación, éste había sido un “largo y tortuoso camino”. La historia de The Beatles, la banda de rock más famosa del universo y quizá la mejor, había llegado a su fin. La debacle propiciada por la muerte del que fuera su manager y mentor, Brian Epstein, se había traducido en una endemoniada cadena de acontecimientos, a cada cual peor, así como de decisiones equivocadas, que habían desembocado al final en que los otros tres tipos que integraban la banda se habían vuelto contra él.

Paul era el enemigo. Desde la muerte de Brian, se había erigido en una especie de cabeza pensante. El motor que empujaba toda una maquinaria que hasta entonces ninguno de ellos se había preocupado de engrasar, ni de hacer funcionar. Él fue el hombre de las ideas, con las que trataba encontrar el aliciente necesario para seguir todos juntos mirando hacia delante. Algunas buenas y otras muchas, desastrosas, como la de grabar una película documental sobre el proceso de grabación de un disco –Get Back– en que el ambiente ya de por sí tenso entre ellos hizo explotar todo por los aires al tener la presión añadida de unas cámaras grabando todo en un ambiente además diferente al que estaban acostumbrados.

Pero la guinda definitiva la pusieron los negocios. La entrada en juego de Allen Klein, abogado neoyorquino que bajo los auspicios de John Lennon y con el total rechazo de McCartney se había hecho cargo de la maltrecha economía que había dejado a la banda la creación de la compañía Apple Corps, había generado una situación de total malestar entre este último y los otros tres, que básicamente querían a alguien que les sacara las castañas del fuego. Paul creía firmemente -la familia de abogados de su recién desposada mujer, Linda Eastman, así se lo aconsejaba- que aquél tipo sólo iba a hacer más daño a algo que ya estaba herido de muerte y el tiempo le dio la razón, pero en el momento nadie le escuchó y así fue como todo adquirió cariz de batalla de tres contra uno.

Puestas así las cosas, la separación era algo que estaba en el aire. Quizá nadie quisiera ponerlo realmente sobre el tapete, pero así era. Desde fuera, parecía que las cosas continuaban como si nada, pero sin embargo esto era un polvorín bien cargado a punto de estallar. No obstante, quedaba la música. El mal sabor dejado por unas sesiones de grabación abortadas por falta de ideas y de inspiración no podía ser el último paso del camino del grupo de rock and roll que más influencia había tenido en la cultura del siglo XX. No, de ninguna manera, así no se acaban las cosas.

A pesar de que la ruptura era inminente, decidieron hacer un disco como los de antes, un disco de grupo. Desde las sesiones del Doble Blanco, la dinámica de la banda había derivado demasiado hacia la actuación singular. Demasiado ego y autosuficiencia habían llevado a hacer desaparecer un sentimiento de grupo, de tribu, que siempre había sido lo que les hacía grandes. Su canto del cisne no podría seguir por ese camino. Debían volver las antiguas y sanas costumbres.

Como material no les faltaba a ninguno, decidieron ser bastante democráticos en la autoría de las canciones a utilizar. Todos aportarían y nadie, de esta manera, se vería desplazado. Además, tras intentos de acudir a otros productores, estudios de grabación e ingenieros de sonido, decidieron volver a casa. Los estudios situados en el número dos de Abbey Road, en el distrito de St. John’s Wood de Londres les recibirían con las puertas abiertas y el viejo gruñón de George Martin, el arquitecto que les había ayudado a edificar su sonido característico, así como el no menos necesario Geoff Emerick, su ingeniero de siempre, les esperaban a los mandos.

los Beatles en Abbey Road

Una aparente armonía fruto de una tregua tácitamente pactada por todos, reinó, una vez más, en el estudio. Parecían volver a ser amigos, que todo andaba bien, que los problemas que les habían distanciado se disipaban. Y no era así, pero lo que sí es cierto es que lograron concentrarse en su música. Y qué música. De esas sesiones salió el que sin duda es el álbum que persiguieron durante toda su carrera, una suma que era mucho más que sus partes, que pasaban de ser canciones a piezas de un puzzle complejo, hermoso y tridimensional, hasta el punto de que toda la cara B del disco constituía un collage sonoro -idea de Paul- sin casi precedente en la historia del pop y que terminaría siendo la antesala e influencia de gran parte de la música que estaba por venir la siguiente década.

El disco que alumbraron los cuatro aquel verano de 1969 tuvo además el detalle de rendir tributo a ese estudio que les acogió y les hizo sentir una vez más en casa para dar luz a música eterna. Tanto el título, Abbey Road, como una preciosa fotografía de portada -también idea de Paul- en que los cuatro, John, Paul, George y Ringo, cruzaban el paso de cebra de dicha calle, así lo demostraba. Nadie hubiera dicho, a vista de todo esto, que las cosas estaban tan mal como estaban.

los Beatles cruzando Abbey Road

Tanto el continente como el contenido son de una belleza infinita. La apertura con “Come together”, canción de John que arrancando de un riff de guitarra ralentizado y “tomado prestado” de Chuck Berry había sido compuesta para la candidatura de Timothy Leary -el principal valedor del LSD- a gobernador de California en contra del conservador Ronald Reagan, servía de antesala a todo un crisol al que daban forma las personalidades de los cuatro. Realmente, se reflejaba la personalidad de cada uno, pero sin refulgir sobre el conjunto. No obstante, destacaba inevitablemente -por lo insólito del asunto- la victoria por goleada de las dos composiciones que George Harrison consiguió colar para el disco. “Something” y “Here comes the sun” constituían sin duda los dos vértices en formato single, capaces de brillar por sí solos. Difícil decir cuál de las dos es más hermosa.

McCartney acudía con dos piezas muy suyas. La engañosamente jocosa -aparentemente en la línea novelty de “Obladi-Oblada”- “Maxwell’s silver hammer”, hablaba de un asesino psicópata que mataba a sus víctimas con un martillo de plata y “Oh darling” era un tributo a la música de los cincuenta, sobre todo la de artistas como Fats Domino, que él tanto había adorado de chaval. Se empleó a fondo en ambas en el estudio, dedicando a la parte vocal de la última muchas horas para llegar a la toma correcta, de hecho.

Además de “Come together”, Lennon acudió con la sórdida “I want you (She’s so heavy)”, un blues melódico de casi  ocho minutos de duración en la que el beatle más radical vomitaba toda su nihilismo, sobre todo en una coda final ruidista y opresora que acaba abruptamente. Como contrapunto, el siempre afable Ringo nos hablaba de los jardines que los señores pulpos suelen cultivar al fondo del mar.

Pero todo esto son, digamos, piezas que preludian la gran fanfarria final. La joya que escondía la cara B del vinilo puesto en circulación el 26 de septiembre de 1969 era una compleja amalgama compuesta por 10 fragmentos de canción que los principales compositores del grupo tenían inacabados. Fue idea de Paul hacer con ellos una especie de sinfonía absurda, que al final acabó siendo algo tremendamente bello y colosal.

La introducción, “Because”, una especie de pastoral confeccionada a base de preciosas armonías vocales a modo de los más lustrosos Beach Boys daba entrada a una referencia velada de McCartney a todos los problemas que les habían asfixiado durante los últimos tiempos. “You never give me your money”, pieza maestra del autor que pese a ser una parte más del medley de esta segunda cara, servía como corazón de éste tanto por ser un collage en sí misma como por contener bastante del mensaje de despedida que querían lanzar: “Oh that magic feeling, nowhere to go”, es decir, todo aquello por lo que hemos luchado todos estos años, ¿en qué queda?

La siguiente, “Sun king”, aparentemente intrascendente, es un precioso tejido sonoro de Lennon sobre el que transitan palabras sin sentido en diferentes idiomas y que se ve perfectamente hilvanada con “Mean Mr. Mustard”, una pieza heredera de las mejores tonadas psicodélicas de la era Sgt. Peppers, así como con la rockera “Polytheme Pan”, que da cierre a la aportación del ya entonces marido de Yoko (Lennon y McCartney se casaron con sus respectivas, con días de diferencia, en primavera de ese año). Tras ello, la magnífica “She came in through the bathroom window”, de nuevo McCartney, resuelve una pieza soul, negroide como pocas en la carrera de los Beatles y a la que posteriormente Joe Cocker sacaría todo su jugo.

Y de repente, la coda final: “Golden slumbers”, una de las piezas más hermosas jamás escritas por Paul, repleta de toda esa melancolía que él ha sabido representar como nadie en sus creaciones. Magistralmente orquestada por Martin, toda la banda brilla: las guitarras de George y John, el bajo de Paul, la infinita batería de Ringo dan testimonio de todo lo aprendido a lo largo del camino. Esto da paso al mensaje final “Boy, you’re gonna carry that weight for a long time”, que da paso al regreso de la pieza central “You never give me your money” para acabar con el colofón  de “The End”, con una magnífica sesión de batería a cargo de Starkey, mucho más que el simpático bufón que todos creían que era. Por último, un toque tan británico como ese “Her magesty is such a pretty nice girl, but she doesn’t have a lot to say”, que aparece por sorpresa tras el final y es una pequeñísima pieza interpretada por McCartney sólo a la acústica y que pone guinda al pastel.

los Beatles en Abbey Road

Así acababa el sueño. Tras terminar la grabación y seis días antes del lanzamiento del disco, Lennon anunció que abandonaba los Beatles. Abbey Road apareció en el inicio del otoño del 69, hace ahora exactamente 50 años, para recibir críticas enfrentadas y despachar cuatro millones de copias en dos meses, una cifra nada habitual para la época. Tampoco convenció el disco a todos los Beatles. John lo veía algo opaco y llegó a llamar “música de abuela” a la canción de Paul “Maxwell’s silver hammer”, pero lo cierto es que estamos ante la gran obra con que merecían culminar una carrera tan superlativa. Seguramente estemos ante el álbum más cohesionado y brillante de su producción, con permiso, quizá, de Revolver. Un disco que les retrata en prácticamente todas sus facetas, la roquera y la melódica, la jocosa y la melancólica, la pop y la experimental, de una manera realmente hermosa. Una obra poliédrica que jamás podrá ser imitada ni por supuesto, igualada y que demuestra la grandeza absoluta de sus autores. Cuando alguien me pregunta qué opino de los Beatles o porqué no los incluyo nunca entre mis bandas favoritas, siempre digo lo mismo: “juegan en otra liga”. Están más allá de todo y de todos y esta obra maestra final que alumbraron aquí, lo demuestra plenamente.

Por supuesto, este 50 aniversario recién cumplido del disco trae regalo: el trabajo propiamente dicho en un nuevo mix estéreo con un sonido impecable, así como dos cedés extra de demos y canciones descartadas y otro con más mezclas alternativas, que unidos a un jugoso libreto dejan listo un paquete saca-perras de esos a los que la industria discográfica nos tiene tan acostumbrados últimamente. Pero ellos, además, son ellos, y la verdad es que el regalito lo vale, para el que pueda o el que lo necesite y tenga ganas de empeñarse.

Al fin y al cabo, pocas veces la música grabada ha sido tan excelsa como la contenida aquí. Ustedes verán si compran, pero desde luego no haber escuchado esto es perderse una pieza muy importante de la música popular, la música de todos.  Aún están a tiempo, aunque sea 50 años después.

 

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