Bowie Symphonic: Blackstar in Concert (L’Auditori) Barcelona

«Cuando murió hace ya más de un año, me di cuenta no sólo de lo triste que estaba yo, sino de lo apenado que se sentía todo el mundo, en especial los músicos«, le dijo el compositor de Chicago Evan Zyporin al público de L’Auditori el pasado jueves, como si de veras le costara creer que la pérdida de David Bowie hubiese conmocionado a su gremio (y a todos los demás) hasta tal punto. Así que Bowie Symphonic: Blackstar in Concert, la revisión orquestada de principio a fin del casi póstumo Blackstar del Duque Blanco, se presentó, según él, en Barcelona y por primera vez en Europa (de la mano del Victoria and Albert Museum de Londres, que organiza la exposición David Bowie Is que acampa desde mayo en la ciudad condal) con la mera y humilde intención de «pasar más tiempo con Bowie» y aliviar la tristeza planetaria que había producido su muerte.

Con una Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya compuesta por unos 65 músicos y capitaneada por nada más y nada menos que una a la que llaman «la diosa del violonchelo», la americana-israelí Maya Beiser, David Bowie podía darse con un canto en los dientes desde el cielo o el infierno, donde quiera que fuera a parar, de lo excelentemente acompañado que estaba.

El timbre de voz de David, pensó Zyporin en su día, se parece bastante al de un chelo, y justo dentro del que tocaba Beiser se metió nuestro Ziggy Stardust, apuntalado por unas vertiginosas botas con plataforma que hubieran hecho bostezar al rey del glam y respaldado por unos Spiders from Mars más serios que de costumbre y multiplicados por veinte.

Todo empezó en «Space Oddity» y acabó con el auditorio al completo de pie ovacionando el «I Can’t Give Everything Away», palpitante tema que cierra Blackstar, un álbum, a juicio de su nuevo arreglista, que ya sonaba mucho a orquesta antes de que lo convirtiera en una sinfonía al uso. A la manera de un gran espectáculo de rock con sección de cuerda y viento, Zyporin y Beiser fueron varias veces rearrastrados de vuelta al centro del escenario por la devoción de unos cientos de extasiados ocupantes de las butacas de L’Auditori. Se regalaron primero con un bis del «Wish You Were Here» de Pink Floyd para expresar cuánto deseaban la presencia corpórea allí de Bowie, y más tarde con una repetición del «Tis a Pity She Was a Whore» y un incendiario «Let’s Dance» que suscitó más de un gemido de pura satisfacción; semejante reacción parecía tener más cabida en un garito que entre las respetables paredes de madera de un gran salón como aquel.

Aunque fue de infinito agradecimiento, no hacía falta el esfuerzo de convertir a David Bowie en placentera música clásica para prolongar la perduración de su memoria; Bowie está muy lejos de ser un simple recuerdo. Está aquí y va a pasar con nosotros no sólo un tiempo, sino toda la eternidad.

FOTOS: ACN (Agència Catalana de Notícies)

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